THE OBJECTIVE
Aloma Rodríguez

Primeras veces

La primera vez que uno de mis alumnos –que también son mis primeros alumnos– disfrutó con un libro fue leyendo Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, de Georges Perec. Se lo dejé después de decirle que el ejercicio que había entregado tenía algo muy perequiano. Él no supo qué quería decir. Luego, cuando les di a elegir entre la selección de libros que había preparado –breves y que tuvieran alguna particularidad estructural, son alumnos de documental y mi asignatura es sobre estructuras narrativas–, escogió Me acuerdo, de Joe Brainard. Leí algunos “me acuerdos” en clase y le interesó. Se lo llevó a casa y cuando tuvo que explicarlo al resto de sus compañeros dijo que algunas cosas le habían cansado: la insistencia en las referencias a los paquetes de sus compañeros y a cómo llenaban los pantalones, pero que entendía que era un detalle menor que le disculpaba a Brainard porque entendía que el momento era otro.

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Primeras veces

La primera vez que uno de mis alumnos –que también son mis primeros alumnos– disfrutó con un libro fue leyendo Tentativa de agotamiento de un lugar parisino, de Georges Perec. Se lo dejé después de decirle que el ejercicio que había entregado tenía algo muy perequiano. Él no supo qué quería decir. Luego, cuando les di a elegir entre la selección de libros que había preparado –breves y que tuvieran alguna particularidad estructural, son alumnos de documental y mi asignatura es sobre estructuras narrativas–, escogió Me acuerdo, de Joe Brainard. Leí algunos “me acuerdos” en clase y le interesó. Se lo llevó a casa y cuando tuvo que explicarlo al resto de sus compañeros dijo que algunas cosas le habían cansado: la insistencia en las referencias a los paquetes de sus compañeros y a cómo llenaban los pantalones, pero que entendía que era un detalle menor que le disculpaba a Brainard porque entendía que el momento era otro.

La fórmula de Brainard fue luego popularizada por Perec, que le dedicó el volumen que escribió siguiendo esa misma estructura. Luego se ha usado mucho, de manera más o menos explícita, por ejemplo, la escritora mexicana Margo Glantz publicó un volumen llamado Yo también me acuerdo en 2014. El resto de mis alumnos, como el poeta Ron Padgett, se preguntaban cómo no se le había ocurrido antes a nadie “esa idea tan elemental”.

Le había gustado mucho en general y le había sorprendido la cantidad de primeras veces que recordaba: la primera erección o la primera vez que había pintado una acuarela –Brainard era artista: hacía collages, montajes y fue diseñador de escenografías, portadas de discos y de libros–. Puede que dentro de un tiempo yo también me acuerde de la primera vez que di clase y la primera vez que alguien me dijo que nunca había disfrutado tanto con un libro.

Mi alumno tiene poco más de veinte años y puede que aún no sepa que se acuerda de todo lo que se acuerda. Tal vez más adelante empiece a recordar sus primeras veces, no porque las tenga grabadas en la memoria y le asalten mientras duerme, sino porque haga un ejercicio para buscar en su recuerdo la primera vez que hizo algo. La memoria sentimental funciona un poco así. En realidad, nos acordamos de lo que queremos acordarnos: de lo que buscamos, de lo que creemos que explica algo de nosotros, una obsesión, un gusto, un deje o un manía. Hay algunas cosas que recuerdo, otras que no puedo olvidar y de otras me acuerdo y no querría olvidarlas nunca. En parte, para eso sirve escribir, hacer fotos, películas o pintar: a veces, solo para atrapar la belleza; a veces para atrapar momentos que creemos que explicarán algo de nosotros en el futuro.

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