THE OBJECTIVE
David Blázquez

¿Puede un robot sacrificarse por nosotros?

La tecnología avanza imparable y se asocia a todas las disciplinas del saber y a todas las expresiones de lo humano. No hay semana en cualquier capital del mundo occidental que no esté sembrada de conferencias y mesas redondas sobre el impacto de la tecnología en el futuro del trabajo, la neurociencia, el arte, la cocina, el derecho o el futuro de las ciudades.

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¿Puede un robot sacrificarse por nosotros?

La tecnología avanza imparable y se asocia a todas las disciplinas del saber y a todas las expresiones de lo humano. No hay semana en cualquier capital del mundo occidental que no esté sembrada de conferencias y mesas redondas sobre el impacto de la tecnología en el futuro del trabajo, la neurociencia, el arte, la cocina, el derecho o el futuro de las ciudades.

Una de esas tendencias es lo que la comunidad científica y tecnológica ha denominado «computación afectiva». Ese campo, fruto de la intersección entre la tecnología y la ciencia y la psicología cognitivas, se conforma en torno a la intención de dotar a las máquinas de capacidades cognitivas tan desarrolladas que sean capaces de captar y expresar sentimientos en su interacción con los usuarios.

Marvin Minsky, uno de los padres de la inteligencia artificial apuntaba, ya en 1985, a la importancia de la empatía en la interacción hombre-máquina cuando subrayaba que «ciertos actos físicos son peculiarmente efectivos, especialmente las expresiones faciales involucradas en las comunidades sociales». La ciencia se devana los sesos desde entonces para encontrar formas en las que las máquinas puedan interpretar nuestros gestos y estados de ánimo para así, correctamente programadas, poder simular empatía. Se busca, en definitiva, que nuestra interacción con ellas sea cada vez más «humana». El desarrollo de la computación afectiva es esencial en el desarrollo de robots capaces de hacerse cargo de las tareas asistenciales, especialmente el cuidado de ancianos y enfermos. Japón, por ejemplo, en su estrategia sobre robots de 2015, apuesta decididamente por su desarrollo con la intención de afrontar la soledad y el envejecimiento masivo con un programa de robots que asistan y hagan compañía a un sector cada vez mayor de su población.

Abroquelarse contra los avances tecnológicos destinados a hacer de la vida algo más grande y del dolor algo más llevadero sería una aberración, pero echarse en brazos de los algoritmos como si estos pudieran sustituir lo genuinamente humano, sería el camino más seguro hacia la abdicación del maravilloso misterio que somos.

La compañía más grande es la que quienes nos atienden nos ofrecen sin estar programados para ello, a saber, ese exceso que no se les podría exigir y que no está en su sueldo: una médico que se interesa verdaderamente por nosotros y por nuestra familia, un enfermero para el que no somos un número más, un celador que, por la delicadeza con la que nos conduce por los pasillos que quizás nos lleven a la muerte, nos hace tocar, ya en ese tránsito, un pedacito de cielo. O ese chaval que es todo sonrisa y que deja el trabajo de sus sueños para cuidar de su novia enferma, a la que se dedica —para estupor de todos y sin algoritmo que medie— en cuerpo y alma. ¿Quién no ha experimentado el poder terapéutico gestos como esos cuando han recaído sobre nosotros?

Es el sacrificio gratuito —no programado y no programable— lo que hace la vida una aventura digna de ser vivida y transmitida.

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