THE OBJECTIVE
Gonzalo Gragera

Puigdemont no quiere el diálogo

No es civismo, sino cinismo. Aunque hay que reconocer que el Govern derrocha ganancias en ese cínico victimismo debido a una asociación de conceptos tan ingenua como, aquí lo peor, de buena fe por parte de sus conciudadanos. El Govern ha vendido, y le han quedado beneficios, la imagen de la represión, del pueblo, de un sólo pueblo –esta es otra clave-, sin disidencias ni opiniones contrarias a las de sus intereses, silenciado por la fuerza de un Estado ajeno. La policía que cumple el auto de una jueza y que garantiza los derechos de todos los ciudadanos contra los que pretenden, fuera de la ley, imponer el suyo, es el agresor; los partidos que aprueban leyes sin el más mínimo respeto al procedimiento legislativo estipulado –es decir, sin considerar los cauces establecidos, democracia representativa mediante, por toda la sociedad catalana-, son justos, pacíficos y democráticos; el Gobierno y el Estado que, aplicando el artículo 155 de la Constitución, no suspende la autonomía –como escribe Ignacio Camacho- ni provoca injerencias sino que restituye el orden constitucional y la legalidad vulnerada, casi un invasor, un opresor.

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Puigdemont no quiere el diálogo

Reuters

No es civismo, sino cinismo. Aunque hay que reconocer que el Govern derrocha ganancias en ese cínico victimismo debido a una asociación de conceptos tan ingenua como, aquí lo peor, de buena fe por parte de sus conciudadanos. El Govern ha vendido, y le han quedado beneficios, la imagen de la represión, del pueblo, de un sólo pueblo –esta es otra clave-, sin disidencias ni opiniones contrarias a las de sus intereses, silenciado por la fuerza de un Estado ajeno. La policía que cumple el auto de una jueza y que garantiza los derechos de todos los ciudadanos contra los que pretenden, fuera de la ley, imponer el suyo, es el agresor; los partidos que aprueban leyes sin el más mínimo respeto al procedimiento legislativo estipulado –es decir, sin considerar los cauces establecidos, democracia representativa mediante, por toda la sociedad catalana-, son justos, pacíficos y democráticos; el Gobierno y el Estado que, aplicando el artículo 155 de la Constitución, no suspende la autonomía –como escribe Ignacio Camacho- ni provoca injerencias sino que restituye el orden constitucional y la legalidad vulnerada, casi un invasor, un opresor.

Lo peor de esa asociación de ideas tan tergiversada no es la defensa que de ella hacen en el Govern y sus medios afines –tele, prensa, radio-, lo peor es que son falacias que calan en personas con buenas intenciones. Las más peligrosas y radicales, pues en sus irresponsables actitudes creen estar logrando algún bien. ¿Cómo convencer o persuadir a quien piensa que está actuando de manera correcta, ya sea por ignorancia, idealismo, ficción propia, interés, afinidad con la causa o de todo un poco? Puigdemont y sus socios saben que ahí está su público más rentable. Y explotan, de él, todos los recursos posibles.

Esa ficción, ese espejismo, del pueblo sacrificado y reprimido por parte del Estado alcanza su apogeo en el no tan desproporcionado como torpe e improvisado despliegue de la Policía Nacional y de la Guardia Civil del pasado uno de octubre. Ahí los independentistas volvieron a ganar en el victimismo cínico, apoyado a su vez por sentimentalistas cínicos que no estaban tanto por los heridos –fueron más bien atendidos en la mayoría de los casos, obviando la cantidad de noticias falsas y fotos retocadas que circularon- como por mostrar esa imagen de Gobierno despiadado que usa la violencia contra un pueblo que quiere un fin, en principio noble, como es el de votar en una urna. Esa es otra lectura de todo lo que está sucediendo: muchos de los apoyos que tienen los secesionistas en España –ciudadanos y partidos- no van por sus ideas, sino al desgaste de Rajoy. Quien, a su vez, ha gestionado tarde esta crisis institucional, pero también de la mejor forma posible: dentro de los márgenes de la Constitución y de las leyes. No es poco.

Una vez conseguida la retórica de la imagen, de la asociación de conceptos, catalanes oprimidos, Estado poderoso e intransigente, arbitrario y discrecional, viene Forcadell e insiste, ayer en la radio, en la propuesta de mediación. ¿Qué mediación, qué diplomacia, no digamos ya diálogo, se puede mantener con quien impone? Aun así, Felipe VI ofreció en su discurso “mi entrega al entendimiento y la concordia entre españoles”; Puigdemont entendió, quiso entender, que no hubo ánimo de diálogo. De este modo, está claro quién no quiere dialogar, y por algo muy sencillo: porque no encontrará beneficio alguno en ese diálogo. Porque, en el caso de haber un referéndum legal y pactado, dialogado, como tantos dicen, el Govern tendría todas las de perder: veamos la soberanía y los datos de apoyo a la independencia en el referéndum del pasado domingo. Así que mejor, más cómodo y rentable, este discurso viciado de victimismo cínico, con el que insisten en un problema creado de la nada –o de sus particulares pretensiones- y que a la nada, aunque se esfuercen por remediarlo, va.

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