THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Que la muerte os coja muy vivos

Uno ha llegado a oír que, para ser un genocida, Stalin no era un poeta del todo despreciable, pero casi la única persona que parece suscitar la deploración universal es Isabel Preysler. Nunca oí a nadie hablar bien de ella.

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Uno ha llegado a oír que, para ser un genocida, Stalin no era un poeta del todo despreciable, pero casi la única persona que parece suscitar la deploración universal es Isabel Preysler. Nunca oí a nadie hablar bien de ella.

No pocos han arremetido estos días –y ahí incluyo a algún amigo- contra la pasión otoñal de Isabel Preysler y Mario Vargas Llosa. La insinuación de fondo, con no poca carga insultante, es que ella sería algo así como una bruja maligna capaz de atraerse a un señor muy listo en un momento de debilidad. ¿Qué atractivo puede ver todo un Nobel, claman algunos, en la que parece ser no más que una corista? ¿De qué puede hablar un literato ilustre y grave con una anunciante de azulejos? La vida achampanada de la Preysler, ¿no descentrará al sabio de sus hondas consideraciones sobre la condición humana, sustituyéndolas por el brillo, tonto y ligero, de las cenas? En definitiva, parece que la Preysler sería para la literatura contemporánea algo así como el incendio de la Biblioteca de Alejandría para el pensamiento antiguo.

Uno ha llegado a oír que, para ser un genocida, Stalin no era un poeta del todo despreciable, pero casi la única persona que parece suscitar la deploración universal es Isabel Preysler. Nunca oí a nadie hablar bien de ella. Lo encuentro muy injustificado, seguramente envidioso. Si juzgamos a una persona por sus compañías, la Preysler sale más que bien favorecida: es muy difícil que una persona no se haya visto enriquecida al contacto de gentes complejas como, pongamos, Boyer o Julio Iglesias, cada uno un maestro en lo suyo. Y, lo que es más importante: algo tendrá que tener esa persona para haber atraído la atención de un cantante de resonancia mundial, de un economista y hombre de Estado siempre respetado, de un aristócrata de admirable espíritu emprendedor y, ahora, de un novelista más que reconocido. Oh, cierto: se ha casado varias veces, en lo que sin duda constituye “un triunfo de la esperanza sobre la experiencia”, pero no creo que nadie, tampoco la Preysler, prefiera cuatro matrimonios rotos a un solo matrimonio apacible. Por otra parte, es curioso que, para justificar el nuevo noviazgo, nadie haya recurrido al argumento hoy más al uso: se quieren, déjalos. No, preferimos sospechar. Ni siquiera basta la constatación de que Vargas es hombre atractivo para las mujeres y Preysler una mujer atractiva para los hombres.

También se les ha censurado a los dos por salir del bracete en la portada del Hola. Bueno, Isabel Preysler se dedica a eso, que es –más o menos- el sueño de millones de personas, también entre las que critican. Y debe de ser muy buena en lo suyo para que le sigan pagando. Es más: lamentablemente, podemos recorrer toda la historia del periodismo español actual sin ver –salvo, quizá, El País- ningún otro ejemplo de llegada y prestigio internacional como el del Hola. No sé si es triste, pero es así. Por otra parte, como interesado en el tema, creo que la cultura necesita más pajaritas y menos chancletas, más glamour y no menos glamour. Ojalá haya más escritores en las páginas del Hola y con starlettes del mundanismo.

Ortega se pasma de una cosa: ¿cómo una mujer como lady Hamilton pudo atraer, al mismo tiempo, a un duro guerrero como Nelson y a un diplomático delicuescente como el propio Hamilton? A la pobre Emma también le llamaron de todo, empezando por fresca y siguiendo por indocumentada. Ortega dice que tanto Nelson como Hamilton buscaban en ella “la corza”, que es una manera seguramente muy poco feminista de aludir no ya al brío del enamoramiento o el deslumbramiento sexual, sino al poderoso elemento irracional de la atracción. Por supuesto, el argumento de la “corza” orteguiana ha sido no poco criticado: al fin y al cabo, para algo más de diez días, también se busca en otra persona un vínculo más rico. Pero parecería que, para estas cuestiones, Vargas tendría que haberse buscado a una catedrática de semiótica y no simplemente a quien le llamara la atención: ¿desde cuándo es un argumento contra el amor que alguien tenga buenas piernas? Un amigo que una vez estuvo junto a ella en una cena me comentó que Isabel Preysler, con la excepción de Lady Di, le había parecido la mujer más aburrida del mundo. No sé si el Vargas que se encierra a escribir será un tipo muy hablador, pero parece claro que los dos juntos lo pasan pirata en el que será ya su último fuego. Qué mal escondida hipocresía la de criticarlos en estos años de “haz todo lo que quieras todo el rato”, como si nos sobraran historias entretenidas, livianas y con final feliz. Sí, “fuerza las fuerzas del tiempo, amor que tan tarde llamas”, y que la muerte les coja muy vivos y el champán y las risas les duren mucho más que las viagras.

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