THE OBJECTIVE
Miguel Aranguren

Que les llamen

¿Qué era China hasta hace unos años, sino un dragón enjaulado en la lejanía de su inmenso recinto? Un leviatán en cuya barriga escamada se movían millones de chinos, todos iguales, con la etiqueta de un comunismo que las autoridades les atornillaban con una revolución cultural en la que, a pesar de tanta sangre, la letra no terminó de entrar. Y porque la letra no entró, poco después comenzaron las fisuras en el cemento de aquella inmensa balsa de tiranía, aberturas por las que escaparon unos pocos –en China, pocos significa multitudes- hacia todos los rincones libres de la Tierra; aberturas por las que se introdujo la falsedad del capitalismo, un sistema que entendió el hambre del gigante asiático solamente como una oportunidad de negocio, sin imaginarse lo que acabaría por ocurrir: la falsificación, la copia, la imposible competición, la inmediata elaboración de los más variados productos sin regla alguna de seguridad, la colonización de nuestros viejísimos mercados con tiendas de todo a cien, hasta disfrazar los otrora tenderetes del aburrido burgo con el rostro redondo, desvaído e indescifrable de un dependiente que lo mismo te vende un bolígrafo que un adorno de Navidad, sin que nada te cueste más de cinco euros.

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Que les llamen

¿Qué era China hasta hace unos años, sino un dragón enjaulado en la lejanía de su inmenso recinto? Un leviatán en cuya barriga escamada se movían millones de chinos, todos iguales, con la etiqueta de un comunismo que las autoridades les atornillaban con una revolución cultural en la que, a pesar de tanta sangre, la letra no terminó de entrar. Y porque la letra no entró, poco después comenzaron las fisuras en el cemento de aquella inmensa balsa de tiranía, aberturas por las que escaparon unos pocos –en China, pocos significa multitudes- hacia todos los rincones libres de la Tierra; aberturas por las que se introdujo la falsedad del capitalismo, un sistema que entendió el hambre del gigante asiático solamente como una oportunidad de negocio, sin imaginarse lo que acabaría por ocurrir: la falsificación, la copia, la imposible competición, la inmediata elaboración de los más variados productos sin regla alguna de seguridad, la colonización de nuestros viejísimos mercados con tiendas de todo a cien, hasta disfrazar los otrora tenderetes del aburrido burgo con el rostro redondo, desvaído e indescifrable de un dependiente que lo mismo te vende un bolígrafo que un adorno de Navidad, sin que nada te cueste más de cinco euros.

Sabemos ahora que el chino es el ejército más grande del mundo. Y el más obediente. Casi dos millones y medio de soldados marcando el paso con marcialidad. Cinco millones de ojos oblicuos a los que les cuesta dibujar el gesto del desacato. Un dos, un dos… Infinidad de mandos que reciben instrumentos de guerra que, seguro, serán un calco de la alta tecnología norteamericana y europea, por más que la cubierta de las bombas sea del mismo plástico que electrifica los bazares.

No soy entendido en habilidades castrenses, pero me malicio que el ejército chino no tiene las misiones humanitarias como prioridad en su estrategia, de igual modo que, supongo, no estará dispuesto a sumar sus efectivos en la lucha de Occidente contra el terrorismo de la Yihad. Tal vez nuestros gobernantes no se hayan molestado en levantar el teléfono para marchar el número de Pekín. ¡Tonto de mí! Olvidaba que con los chinos sólo hacemos negocios.

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