THE OBJECTIVE
Gonzalo Gragera

Que los árboles de los bienintencionados no nos impidan ver el bosque

Sobre los ideales bienintencionados es conveniente evitarnos los valores, el asociar un valor a la idea, y preferir los contextos o la situación concreta respecto de esa idea. De no ser así, se suele incurrir en el integrismo, o en el sectarismo, o en el prejuicio. Es fácil: si yo creo que un ideal es bueno por su finalidad –sin más-, lo más probable es que no termine aceptando a quien discrepe de él como un contrario sino como un enemigo.

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Que los árboles de los bienintencionados no nos impidan ver el bosque

Sobre los ideales bienintencionados es conveniente evitarnos los valores, el asociar un valor a la idea, y preferir los contextos o la situación concreta respecto de esa idea. De no ser así, se suele incurrir en el integrismo, o en el sectarismo, o en el prejuicio. Es fácil: si yo creo que un ideal es bueno por su finalidad –sin más-lo más probable es que no termine aceptando a quien discrepe de él como un contrario sino como un enemigo. Y es que a ese ideal tan depurado, cegador, absoluto, le habremos depositado una cualidad –virtuosa y necesaria, obvio- a su discurso. Un discurso que es, en principio, deseable, pero que no siempre tiene por qué darse dentro de los parámetros de esas expectativas que en él depositamos, pues de la idea a la ejecución de esa idea, a la realidad en la que se aplique, al modo en que se desarrolle, siempre habrá posibilidad de errores, o de decepciones. En palabras del ensayista Bo Winegard –traducción de Pablo de Lora-, en Revista de Libros: “Cuando se han ensayado teorías inspiradoras que malinterpretan o comprenden deficientemente la naturaleza humana, los resultados han sido invariablemente trágicos”.

A esa conclusión –¿a esa verdad?- sobre ideas y realidades se llega tarde o temprano. Lo que asombra es que personas adultas sigan insistentes, no sé si por comodidad o por ingenuidad, en esa asociación infantil y primaria: si mi ideal es bueno, la realidad en la que se desenvuelva, qué importan sus consecuencias, también lo será. En todos los horizontes ideológicos hay personas adultas -¿debo tirar la primera piedra?- que siguen confiando –con fe secularizada- en la innegable propiedad virtuosa de un ideal, pero de todas las opciones de la baraja del pensamiento político, durante las últimas semanas –meses, incluso- una idea domina el panorama del periodismo, de las redes, de buena parte de la sociedad: el feminismo.

Al feminismo, que es un propósito –una idea- deseable, le está sucediendo lo que a otros compañeros de utopías y de idearios bienintencionados –por otra  parte, como casi todos: es extraño que alguien secunde una idea que proponga el incordio o el fin detestable- les pasó a lo largo de la historia: piensan que su verdad es una –absoluta- y que el error es múltiple. No tienen en cuentan las variables de una circunstancia o de un contexto, tan sólo le atribuyen al ideal, un valor: el feminismo es bueno porque busca la igualdad entre hombres y mujeres. Y ahí no hay objeción alguna –de hecho, creo que no conozco a nadie mentalmente sano que discrepe de ese aserto-. Sin embargo, ocurre que la realidad es más compleja que la simple intención de una frase. Y de esta pueden derivarse hechos que pongan en duda la ejecución de una idea, aunque no la idea misma. Tal como escribió Guillermo Carnero en El Mundo, este pasado lunes.

Ese distinguir entre la conveniencia del desarrollo de una idea –en un contexto concreto- y denostar la idea misma –como entidad- es una asignatura pendiente entre algunos defensores del feminismo, quienes tantas veces confunden las intenciones de sus semejantes. Y es por lo de siempre: por dar un valor consustancial a esa idea, en lugar de un contexto, donde se determina ese ideal. El resultado de la confusión no puede ser más que otra confusión, que va de la censura en los museos a la nula capacidad de discernimiento entre vida y obra en Woody Allen –para colmo con ese carácter de sentirse justo, tomando las palabras de Job-. Y es que idealizar es una opción que merece toda prudencia: el idealista no es más que un cegado de una luz intensa a cuya ceguera, provocada por esa luz, le pone nombre de claridad.

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