THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

Quince minutos de anonimato

«No hemos conseguido hacer de la vida virtual una existencia más alentadora que la real. También hay curvas, odiadores, lemas huecos, descontroladas olas virales y poca sesoprevalencia»

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Quince minutos de anonimato

Jessica Hill | AP Images

De pequeña quería ser invisible. Solía meter comida en un hatillo, improvisado con un paño de cocina y la rama de algún árbol, y sentarme en el fondo de la huerta a imaginar cómo, liberada del cuerpo, podría colarme en cualquier casa, en cualquier conversación. No sé si en aquel deseo había ya algo de periodista o de comisario Villarejo. Luego la televisión me hizo visible y lo que se fue haciendo invisible fue la tela de mis vestidos, porque a veces uno se exhibe para ocultarse.

Ignoro si vivimos en una sociedad tan tímida que necesita exponerse para disimularlo. La realidad es que, antes que ingenieros, informáticos o veterinarios, los niños anhelan ser youtubers o tiktokers. Ansían ser visibles, tan exteriores como aquel farmacéutico del que hablaba Pla, que «se pondría un vidrio en el estómago para que la gente se parase a ver cómo funciona y está construido». Nada que objetar si se crean contenidos interesantes que formen y entretengan, pero a menudo las redes son el simple bombín de la vanidad. Tiene una la sensación de que no le estamos sacando partido a la tecnología, como si nos hubieran regalado unos huevos Galo Celta y solo se nos hubiera ocurrido hacer con ellos una guerra.

No hemos conseguido hacer de la vida virtual una existencia más alentadora que la real. También hay curvas, odiadores, lemas huecos, descontroladas olas virales y poca sesoprevalencia. Tanto insistir en que «hay que ser uno mismo», y he aquí el resultado: humo mismo. Pero no crean que una sociedad enredada en bagatelas, en coreografiar su narcisismo, es una sociedad sin tiempo para instruirse: Tik Tok enseña, por ejemplo, si es posible saborear la salsa de soja con los testículos.

Embobados con nuestro propio reflejo, hipnotizados por nosotros mismos, no hay quien nos saque del trance. Todo lo contrario: la OMS, que va camino de ser OMG, ha pedido a la población que se grabe cantando y bailando We are family, en lo que parece su medida más comprometida para espantar al virus. La Galería Uffizi ha hecho bailar a Las tres gracias de Morandini y ha unido el grito de la Medusa de Caravaggio al coronavirus. Puestos a hacer de cualquier cosa divertidos y breves vídeos musicales, podrían probar con las intervenciones de sus señorías en el Congreso. ¡La realpolitiktok!

No estamos lejos de ese episodio de Black mirror en el que los protagonistas comparten públicamente cualquier actividad diaria y es una aplicación la que determina su estatus social, en función de las estrellas con las que el prójimo valore sus interacciones. Las redes retratan ya esa vida entendida como constante promoción, donde el éxito no se rige por el principio de Arquímedes: sumergidos en el fluido virtual, cada vez más cuerpos experimentan un empuje hacia arriba superior al peso del fluido desalojado.

Si nos confinan, siempre nos quedará hacer carrera como youtubers. Y en un futuro reclamar, como apuntó Monsiváis en su aforismo contrawarholiano, nuestro derecho a quince minutos de anonimato.

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