THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Quo Vadis, Maximus?

«Máximo Pradera, haciendo honor a su nombre, que es a lo único que hace honor ahora, se ha vuelto romano sector Calígula y no para de decir disparates»

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Quo Vadis, Maximus?

Wikimedia Commons

Gladiator es una película que parece diseñada por Versace –desde las túnicas hasta su mobiliario y decoración– y esto es un gran defecto que la edulcora y echa a perder, pero tiene, en su comienzo, una larga escena que es magnífica. Me refiero a la preparación de la batalla de las legiones romanas contra los bárbaros de la Selva Negra. En esa escena nada sobra: ni la formación de las tropas, ni el clima –barro, nubes y lluvia–, ni la confianza de los legionarios en Máximo, su general, ni el reflejo de la tensión en los rostros, ni el perro que acompaña a Máximo –natural de Hispania, por cierto, como Trajano y Adriano–, ni esas dos palabras dirigidas por él con voz firme a los que van a combatir bajo su mando: ‘fuerza y honor’. Planeando por encima de todo eso, como un águila vieja y curtida, la noble figura de Richard Harris en el papel del emperador Marco Aurelio, el emperador filósofo y el filósofo estoico, el gobernante anciano y cansado que viaja desde Roma a contemplar la última batalla contra los bárbaros de Germania y a reforzar con su presencia la fe de sus soldados en lo que hacen y en por qué lo hacen.

En las últimas semanas ha destacado en nuestro país otro Máximo que parece muy cómodo con la palabra fuerza pero da la impresión de que le importa poco la palabra honor. Le debe sonar a La venganza de don Mendo, y tal vez  la menosprecie, siendo como es –o era– un hombre educado. Con cierta tendencia al estilo gamberrete, pero educado por casa y por formación. Algo ha cambiado en este Máximo. Será el confinamiento, que a tantos está volviendo turulatos, o será su falta de estoicismo al ir cumpliendo años, pero la cuestión es que se ha desmadrado y ha mandado a freír espárragos la música clásica y el humor, que son dos de los pilares que aguantan nuestra civilización. O por lo menos nuestra inteligencia y emociones. Máximo Pradera, haciendo honor a su nombre, que es a lo único que hace honor ahora, se ha vuelto romano sector Calígula y no para de decir disparates. Y para que queden claras sus aficiones, en vez del gladius o espada legionaria, ha decidido incorporar a su vestimenta pública la macheta de carnicero.

He de reconocer que jamás había escuchado el término macheta; machete, sí, pero macheta, no. Lo he buscado en el DRAE, que ha solucionado mi desconocimiento: había visto el objeto muchas veces –suelo ir a los mercados– pero no sabía su nombre. Favor que me ha hecho Máximo, que no es general pero sí hispano –actualmente en el peor sentido de la palabra: hispano de faca y catadura poco de fiar con esos arrebatos que le dan.

Hace unas semanas, Máximo deseaba desde su columna semanal en Público que tres políticos pillaran el cáncer que padece una conocida periodista. Esto deseaba como quien desea que patines con una piel de plátano en la calle, lo que queda muy gracioso para todos menos para el que se da el trompazo. Pero Máximo no hablaba de patinazos, sino de cáncer y su tono era rabiosillo, rabiosillo, sin pizca de gracia. Le costó su columna en el diario Público, lo que quizá quiera decir que en el periódico ya habían detectado una perniciosa deriva en su colaborador y pensaron que quitándole el altavoz podían contribuir a su mejoría.

Se ve que no, porque el hombre insiste. La semana pasada, tras desear en twitter la unificación de la izquierda, cosa nada criticable –como tampoco lo sería su contraria, la unificación de la derecha, siempre y cuando no se dedicaran ambas a chocar, una y otra, como mamuts enfurecidos, amargándonos la poca fiesta que nos queda–, pasó al ataque con su macheta de carnicero (las redes sociales calientan la boca que es un contento) y dijo que uno de los fines de esa unificación tendría que ser cortar el cuello a la presidenta de Madrid con su arma preferida: la macheta. Qué tío: ni a Tarantino se le ocurriría un gag de este calibre. O sí: a lo peor se le ocurriría, pero no lo escribiría en twitter. Quo vadis, Maximus? ¿Qué te ocurre? ¿Por qué deseas tanto mal, hombre? ¿Qué ha pasado desde que nos conocimos hasta hoy?

Sí, conocí a Máximo en 1996, cuando Fernando Schwartz me invitó al programa Lo + Plus para hablar de La cámara de ámbar, novela que se acababa de publicar. Me gustó ir a ese programa: se respiraba un buen rollo que no es fácil de conseguir en lo laboral. El humor de Máximo era fino, embridaba su sarcasmo –que asomaba a veces– y encajaba contraataques aunque se veía que le desconcertaban (en eso parecía un hijo único acostumbrado a que le rían las gracias y no le hagan la contra). Schwartz, diplomático de carrera, era un perfecto anfitrión y encontré guapísima y muy lista a Ana García Siñeriz, una de esas mujeres cuya voz y compañía –estuvo un rato conmigo antes de salir al set– te hacen sentir muy bien y recuerdas, agradecido, siempre. De todo eso hace un cuarto de siglo, a los cuatro nos han pasado cosas buenas y mejores y cosas malas y peores –la vida no perdona a nadie– pero ninguno va echando venablos emponzoñados por la boca salvo Máximo, el desenfrenado.

Hace ya tiempo que se ha puesto de moda parlotear sobre las relaciones tóxicas y es que no paran. Como se puso de moda años atrás la invención, exclusivamente política (nadie estaba alarmado) de la alarma social. De ésta ya nadie habla, de las otras sí. Tal vez convendría tipificar ahora la toxicidad social para rebajarla y que podamos reírnos de los disparates ajenos y propios y así reducir otro calentamiento que también está afectando a la atmósfera. Como el que le ha dado por fomentar al afortunado Máximo, actuando con la gratuidad del resentido imaginario en busca de un Moliere que retrate su dolencia, que ya va siendo la de tantos.

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