THE OBJECTIVE
Andrea Mármol

Reconstruir la ciudadanía catalana

Para los catalanes, septiembre ha supuesto durante los últimos años una especie de veranillo de San Miguel, esa copa en el último bar de la esquina antes de llegar a casa tras una larga noche. De algún modo, dejábamos agosto a nuestras espaldas y volvíamos al trabajo a sabiendas de que el inicio del curso político no arrancaría hasta un poco más entrado el mes, con una manifestación que haría honor a su nombre: ponía de manifiesto no sólo quienes acudían sino también quienes dejaban de hacerlo.

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Reconstruir la ciudadanía catalana

Para los catalanes, septiembre ha supuesto durante los últimos años una especie de veranillo de San Miguel, esa copa en el último bar de la esquina antes de llegar a casa tras una larga noche. De algún modo, dejábamos agosto a nuestras espaldas y volvíamos al trabajo a sabiendas de que el inicio del curso político no arrancaría hasta un poco más entrado el mes, con una manifestación que haría honor a su nombre: ponía de manifiesto no sólo quienes acudían sino también quienes dejaban de hacerlo.

Lo cierto es que las recientes Diadas en Cataluña han logrado interpelar a la práctica totalidad de los ciudadanos y no precisamente por su capacidad de convocatoria, que nadie pone en duda, sino por su carácter polarizador. Los contrarios a la ruptura sabíamos cada 11S que faltábamos a algo: nadie se molestaba en contarnos uno a uno ni se preguntaba qué nos arrastraba al cívico ejercicio de yacer en el salón de casa en una de las últimas tardes estivales de la temporada.

No se trataba de un anhelo de protagonismo ni de una demanda de consignas con las que replicar a quienes confiaron en la separación, sino de poder reclamar nuestra cuota de ciudadanía. El gobierno de la Generalitat escogió el día nacional de Cataluña para dar rienda suelta a peticiones de parte y fio el rumbo del gobierno autonómico a la movilización popular, a la que se confería el generoso gentilicio de ‘pueblo catalán’. Incluso en el resto de España se popularizó el falaz discurso que hacía intercambiables los sintagmas ‘catalanes’ y ‘partidarios de la separación’.

Hace sólo un año, Artur Mas volvía a servirse del día de todos para dar inicio a una campaña electoral, convirtiendo la festividad en poco más que un mitin. Parece complicado sostener sin incongruencias que las demandas independentistas nada tenían que ver los líderes políticos nacionalistas cuando Carme Forcadell preside la cámara catalana. Desconozco si, como todo hace vaticinar, las movilizaciones de hoy harán de esta una Diada menguante. Lo que sí parece fuera de discusión es que el empeño de los nacionalistas en seguir reservando la fiesta de Cataluña para su propia causa perdida les va acarrear un apoyo social cada vez menor. El curso político del independentismo se salda esencialmente con derrotas: un autoplebiscito perdido, la caída de Artur Mas y la extinción del ‘grupo catalán’ en el Congreso de los Diputados.

Para más inri, el insólito bloqueo de Madrid no tiene antídoto en el Parlament, donde la aventura con los anticapitalistas está costando a CDC y ERC la imposibilidad de avanzar incluso al callejón sin salida que tienen como destino preferente. Las grandes promesas y ‘el vot de la teva vida’ se traducen hoy en un no-momento político, y cuesta encontrar a alguien en Cataluña que tenga la sensación de que la Diada de hoy vaya a determinar algo. La desconexión era la de la ciudadanía con la clase política y las instituciones, por eso nadie se atreve a pedir hoy a los catalanes ilusión por la soñada independencia. Tampoco los contrarios a la separación entendemos que el sempiterno debate vaya a traer consecuencias beneficiosas para el conjunto de los catalanes.

Sin embargo, el hecho de tener un Parlament paralizado por su obcecación rupturista y una sociedad sabedora de que la cuestión identitaria no da más de sí no tiene por qué ser una mala noticia del todo. La retórica maximalista ya no consigue los adeptos de hace unos años y la ciudadanía catalana está dando una importante lección de convivencia a sus políticos, renunciando a seguir enfrentados a propósito de sus diferencias. Ningún catalán acusa a otro de no ser demócrata en función de la Cataluña que quiere, algo de lo que deberían tomar nota las cúpulas separatistas, empecinadas en repartir carnets de catalanes que ya nadie se cree.

A pesar de la constante incitación a socavar la convivencia entre catalanes por parte de los políticos nacionalistas, sabemos que no podemos prescindir de un proyecto común. Conocemos sobradamente nuestras diferencias y el regodeo en ellas ni nos satisface ni nos conviene. Si queda algo de responsabilidad en el gobierno catalán, volverán a la ley y levantarán el cordón sanitario a la mayoría de catalanes representados en el parlamento. Deberían haberlo visto ya: la nueva etapa política en Cataluña será para quien sepa reconstruir a su ciudadanía.

VS.

Humillarse, por Enric Vila

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