THE OBJECTIVE
Alfonso Basallo

Refutación del ruido y elogio del silencio

«El encierro, a priori claustrofóbico, ha tenido sin embargo la ventaja de hacernos descubrir el silencio, imprescindible nutriente del espíritu»

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Refutación del ruido y elogio del silencio

Wikimedia Commons

Ahora que nos hemos quitado las mascarillas, salimos a la calle y recuperamos el habla después de año y medio conteniendo la respiración, una película nos recuerda que quizá no debemos relajarnos, porque el ruido puede ser peligroso y salir al exterior, letal. Se trata de Un lugar tranquilo 2, secuela de la exitosa Un lugar tranquilo, de John Krasinsky.

Ya saben, una madre de familia (Emily Blunt) con tres niños, uno de ellos recién nacido, amenazados por unos monstruos ciegos que, orientados por el sonido, depredan a humanos. La única forma de sobrevivir es ir de puntillas y comunicarse por señas.

Como toda buena peli de ciencia-ficción y/o terror, tiene su miga (ahí están La invasión de los ladrones de cuerpos o El planeta de los simios). Se puede interpretar como metáfora involuntaria de la pandemia pero también como una oda al silencio, y al valor que tiene para sobrevivir en la civilización del ruido y la furia.

Durante año y medio hemos vivido en lo más parecido a un refugio nuclear, sin salir, sin exponernos, sin subir el volumen, mientras rondaba por las calles un ángel exterminador microbiano. Y el encierro, a priori claustrofóbico, ha tenido sin embargo la ventaja de hacernos descubrir el silencio, imprescindible nutriente del espíritu. La quietud, la reflexión, la conversación reposada, la lectura… En España, por ejemplo, ha aumentado la venta del libro electrónico. Y como apunta Irene Vallejo, la autora de El infinito en un junco, «al contrario de lo que se dice con Don Quijote, los libros nos han permitido mantener la cordura».

Lo que, en principio, parecía una maldición, se ha convertido para muchos en un Mediterráneo. Es verdad que para millennials y centennials quedarse sin el persistente diapasón que marca sus vidas es como una maldición bíblica. Pero es que el ser humano no está hecho para el ruido. Ellos, los millennials, no lo saben… aún, porque como decía Bernard Shaw, la juventud se cura con el tiempo.

Otra película reciente lo refleja de forma expresiva: The sound of metal, de Darius Marder. Su protagonista, un batería de heavy metal (Riz Ahmed), que vive por y para la música, se queda completamente sordo. Su razón de ser se tambalea… pero inesperadamente encontrará la paz en una colonia de sordos, donde aprenderá a comunicarse por el lenguaje de signos.

El silencio es la única forma de entrar en uno mismo, y eso es precisamente lo que descubre el batería de The sound of metal. El silencio no sólo sirve para sobrevivir físicamente ante la amenaza de los orcos que acechan en el bosque de Un lugar tranquilo, sino también para alimentar el centro de la persona. La lengua del alma es el silencio, viene a decir Alain Corbin en un libro delicioso Historia del silencio (Del Renacimiento a nuestros días), dejando claro que este no es la mera ausencia de ruido, sino el pórtico de la contemplación, la reflexión, la creación artística…

Las escenas más hermosas y memorables del cine son mudas. Resultan deslumbrantes los diálogos barrocos de Joseph L. Manckiewicz, como los de Bette Davis y George Sanders en Eva al desnudo.  Pero nada transmite mejor la angustia que las secuencias sin palabras de Hitchcock, con los ojos de James Stewart en La ventana indiscreta; ni el desamparo de la adolescencia que ese plano final de Antoine Doinel en Los cuatrocientos golpes de Truffaut; ni la paradójica inocencia de la prostituta encarnada por Giulietta Massina en la mirada que nos dirige a los espectadores en Las noches de Cabiria de Fellini;  ni la infidelidad y el arrepentimiento de la pareja interpretada por  George O’Brien y Janet Gaynor en Amanecer, de Murnau, una película literalmente muda, de 1927, en la que el séptimo arte alcanzó el sumum de la expresividad poco antes de romper a hablar.

«La vida verdadera, la única que deja alguna huella, no está hecha sino de silencio», dice Maeterlinck. Y eso es lo que se pierde en la babel del estruendo. El monacato civil al que nos ha empujado la pandemia, permite encontrar pequeños y discretos tesoros, que habían pasado desapercibidos hasta entonces. Como este fragmento de Christian Bobin, en su libro Resucitar:

«Acabo de tener una entrevista silenciosa con un niño de diez meses. Nos hemos mirado a los ojos durante más de un cuarto de hora. En los ojos hay más palabras que en los libros. Nuestra entrevista era de orden metafísico. Yo me gozaba con su presencia y él se asombraba de la mía. Hemos llegado a una misma conclusión, y hemos estallado en carcajadas a la vez».

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