THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Salud, trabajo y libertad

«No vamos a salir más unidos de esto, porque la crisis política va a ser aterradora si no hay pactos y altura de miras»

Opinión
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Salud, trabajo y libertad

Reuters

En Septiembre de 1941, el ministro británico de alimentación, Lord Woolton, anunciaba que la población nunca había estado tan saludable. El contexto es importante: la isla llevaba nueve meses siendo bombardeada por los nazis. Aunque la gente moría en Londres bajo los escombros, la población no sufría infartos, no sufría de úlcera nerviosa, se redujo a niveles sorprendentes la enfermedad mental. Las muertes por todo aquello que no tuviera que ver con la guerra habían bajado, incluida la mortalidad infantil por tuberculosis.

Por supuesto, podría ser que el país estuviera tan absorto en una sola cuestión, la guerra, la batalla en el aire, huir de los bombardeos, combatir a Hitler, que todo lo demás fuera accesorio, hasta ponerse enfermo. “Estoy tan liada que no tengo tiempo de cogerme un catarro”, decimos las madres multitarea no sin cierto orgullo épico. Estamos todos tan liados sobreviviendo a este espanto, que no parece posible ponerse enfermo de cualquier otra cosa, morir, sin más, de algo que no sea el coronavirus o protestar porque te duele horrores la muñeca con tu síndrome del túnel carpiano, no entran dentro de las expectativas de ese ojo ajeno que nos controla sin que seamos conscientes: la sociedad. Quizá lo que había durante la guerra era aguante. Todo el aguante del mundo. Yo creo que en el caso británico era una mezcla de muerte, tarea y libertad.

¿Pero tenemos salud? No parece. ¿Estamos liados? Casi todos desocupados. ¿Tenemos libertad? Ya lo sabemos.

La sociedad española que lucha en esta “guerra” -que entrecomillo, porque el símil bélico no me sirve en absoluto- no está ocupada, no está libre y difícilmente puede estar saludable en ese reconcome constante que silencia todo mal que no sea el virus.

La gente no ve escombros ni desastres, sino ruedas de prensa cargadas de números en los que se despersonaliza la pérdida y, verdaderamente, no se tienen respuestas sino amenazas. Nada une menos que la falta de libertad, de tarea y de información concreta. No estábamos unidos antes del virus, pareció que la pandemia nos unía brevemente, hasta yo me equivoqué, y no lo estará después. La enfermedad y la gran crisis económica que nos ha traído, es un arma de destrucción total de la confianza que ha sustituido con mayor eficacia al tema nacionalista, pero peor. Sin sustituirlo. Ha empezado ya la sociedad a decir lo que piensa exacerbándose día a día, la divergencia es sonora.

El enemigo común no es arbitrario, despótico, aleatorio, demoníaco como lo era Hitler. No viene de fuera. Aunque queramos con todo el empeño darle al virus el papel de enemigo en este drama, este es invisible y los enemigos invisibles no funcionan. Han de materializarse con bombas, con arengas, con acciones, para que la frustración de la población pueda hacer de él su objetivo y por tanto, acaba convirtiéndose en el político de turno que mandó cerrar, el político que no quiere abrir, el político que no cerró a tiempo, el político que no abre cuando quiere todo el mundo salir. Es el presidente del Gobierno o el de la Comunidad o el de la Comisión Europea o el del mundo. El virus no es visible como los escombros, no avisa como las sirenas antiaéreas que te mandan al refugio, no es obvio lo que se puede y no se puede hacer contra él y los datos técnicos, concretos, científicos, pacificadores, brillan por su ausencia en las comparecencias.

Así que no. No vamos a salir más unidos de esto, porque la crisis política va a ser aterradora si no hay pactos y altura de miras. También los ciudadanos vamos a salir más locos por culpa de no poder decir lo que pensamos sin la expectativa del ojo ajeno. Ese vecino que nos mira y nos controla como otro virus social.

Si no podemos protestar sin la constante censura del de al lado, si no podemos decir lo que pensamos sin la mala opinión constante y esta reconvención continua que ha nacido de una necesidad, cumplir normas de distancia y de responsabilidad, pero que ha sido tergiversada y está convirtiendo al virus en un arma moralista para todo;  si no podemos ser divergentes sin que el virus se use constantemente como amenaza, hemos perdido la libertad.

Durante los bombardeos de Londres sucedió algo interesante. Las mujeres comenzaron a trabajar en masa, a tener un propósito vital, bajaron las depresiones, la ansiedad, las consultas por aquello que se llamaba “histeria”. Se cree que la enfermedad mental de la población en general bajó porque todo el mundo hablaba libremente, decía lo que pensaba, vivía al día liberándose del “pecado”. La población estaba ocupada y justamente en los años posteriores se avanzó enormemente en las técnicas de terapia ocupacional como cura a los inmensos destrozos emocionales que causó el conflicto bélico en los sanitarios y combatientes. La gente decía lo que pensaba sin que les acusaran de nada. Pero al llegar los años cincuenta, dejaron de decir lo que pensaban, la moralidad se endureció y las enfermedades somáticas y mentales repuntaron alarmantemente.

Yo ahora me encuentro que hay un monotema: portarse bien. Hay una culpa que se pone sobre los hombros de la población: cumplir a rajatabla las normas o tendremos la culpa nosotros de que vuelva el virus. Nosotros y nadie más que nosotros. Hay una censura que se aprovecha de esta concepción, abroncar a cualquiera que ponga en duda la imponderable bondad de cumplir a rajatabla, de no protestar, de no decir lo contrario, de salirse de la norma y de ser crítico con el paternalismo del estado. Hay una vigilancia constante que parece sacada de la novela de Orwell: todos tienen un móvil apuntando a su vecino y parece que ese móvil siempre mira como el ojo del Gran Hermano, con la intención de sacar la falta. Los móviles del otro nos vigilan de forma maligna, acotando nuestra libertad a la más absoluta intimidad y no hay escapatoria.

No nos salvan las normas, igual que no nos salva saber que no podemos cruzar un semáforo en rojo. Nos salva que exista un ente superior, que pueda venir y multarnos, que nos vigile, pero siempre con medidas democráticas, es decir, siempre siendo vigilado por otro ente y así.

Lo de los vigilantes callejeros, vecinos chivatos, acusadores civiles sin chapa de sheriff es propio de sociedades atenazadas por el miedo, la culpa y la falta de democracia y tienen el efecto doble de hacer que los razonables se escondan y los exaltados se exalten y George Orwell acertó tanto con su novela precisamente porque se escribió en 1948.

El cumplimiento exhaustivo, constante, infatigable, sin un solo átomo de libertad individual, observado infatigablemente por una cámara o un ojo ajeno censurador tiene un nombre que todos conocemos y el mundo fue a la guerra por borrarlo de la historia. Qué bien le viene siempre al poder que haya cámaras en cada balcón. Qué miedo me da. Necesitamos urgentemente una vacuna contra la intransigencia social.

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