THE OBJECTIVE
José María Marco

'Sans' cause and 'sans' meaning. Dos mujeres trans

«Si algo buscaban era restaurar un orden que ellas mismas, sin la menor voluntad por su parte, habían visto puesto en cuestión en sí mismo»

Zibaldone
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‘Sans’ cause and ‘sans’ meaning. Dos mujeres trans

Liveright

En El enigmaJan Morris recuerda con precisión el momento en el que comprendió que era una niña y no un niño. Fue debajo de un piano, mientras su madre tocaba una obra de Sibelius. Jan Morris era por entonces James, el pequeño James, y su libro, uno de los pocos clásicos sobre la transexualidad, es al mismo tiempo unas memorias y un relato, espléndido, de cómo aquella intuición primera se convirtió, pasados muchos años y muchas pruebas, en una realidad. Después de cambio de sexo, Jan Morris siguió escribiendo libros de historia y de viajes como los que le habían hecho famosa (entre otros uno muy fino sobre España). Uno de los últimos va dedicado a la última batalla del destructor japonés Yamato -una delicia de humor e inteligencia- y otro muy breve, como una despedida, a Carpaccio, pintor por excelencia de Venecia, una ciudad que adoraba y a la que dedicó mucho tiempo.

Morris, fallecida el pasado mes de noviembre, solía decir que el cambio de sexo no le cambió a ella. Ni varió su vida profesional, ni sus aficiones, ni sus afectos, ni sus amigos, ni sus opiniones -ni su amor a su país de Gales. Lo que hizo fue reconciliarla con su identidad, y como fue un espíritu pragmático, poco dado a la ideología, aquella revolución personal, de cuya complejidad da buena cuenta su libro de recuerdos, fue más que nada un reajuste. Más dramático parece haber sido el que llevó a Don McCloskey, un prestigioso profesor de historia económica, casado y con hijos (como Jan Morris), que acabó convertida en Deirdre –Deirdre McCloskey. Lo cuenta su protagonista en otro libro, Crossing. A Transgender Memoir, menos sofisticado en lo literario pero que acaba de una forma parecida. McCloskey, que tomó conciencia de lo era –y de lo que no podía dejar de ser- cuando entraba en la adolescencia, ha vuelto al cristianismo de su infancia, pero sigue con su carrera académica, sus libros en defensa del liberalismo y las virtudes burguesas (los hijos, con el caso de Morris, ya eran mayores cuando culminó la transición). El reajuste, por tanto, le llevó a reconciliarse con su identidad.

«Ni enfermas, por tanto, ni seres en busca de una identidad que requiera poner en cuestión todo el orden de las categorías sexuales»

Resulta difícil decir cuál de las dos se muestra más sensible al hecho extraordinario de haber vivido desde dentro los dos sexos. Morris es más artista, más individualista y más secreta. McCloskey, más comprometida, más abierta a exponer hasta los menores detalles -los anatómicos y los crematísticos- de su transición, más reivindicativa también, y del todo postmoderna. Podrían encarnar dos arquetipos: conservadora la una, liberal la otra. Las dos, en cualquier caso, distinguen con claridad lo que significa ser mujer y ser hombre. Y no sólo en cuanto a la mirada de los demás y a la expectativa que suscitan. También en toda una forma de comportamiento. Morris describe con sensibilidad el mundo masculino, que recuerda con cariño y a veces cierta nostalgia, como en la gloriosa subida al Everest. McCloskey se extiende en el asunto y dedica un capítulo fascinante a las ‘Diferencias’ («A ella se le da peor contar chistes»; «Ella está dispuesta a escuchar las historias que la gente cuenta de su propia vida»; «Ella escoge la ropa con criterio», etc.). Insiste en la sensibilidad de las mujeres, el paso del «yo» al «nosotros» –o «nosotras»-, el gusto femenino por la vida amable y digna, su capacidad para expresar el afecto y el cariño, e incluso en lo que llama la “cultura de los regalos propia de las mujeres”, algo que le llevó a descubrir un mundo desconocido. Las dos cruzaron un límite, sin engañarse en cuanto a la invencible realidad anatómica a la que se enfrentaban, y las dos están convencidas de que en la cuestión de la identidad, el sexo tiene un papel primero. Hasta tal punto que muchas de sus observaciones podrían entrar en la categoría del estereotipo, al que McCloskey se refiere en algunas ocasiones.

El sexo tampoco es vivido por las dos mujeres como una imposición ni como un constructo o artificio social. Es cierto que emprenden una transición extraordinariamente difícil y dolorosa para ellas y para sus familias. Aun así, el esfuerzo no se dirige a acabar con la división de los sexos, ni la hacen para descubrir e instaurar una nueva condición. No es que nieguen posibilidades como esta, pero su problema, evidentemente, no era ese. Tampoco era un asunto médico y por lo tanto tampoco fue vivido como una patología, a pesar de las nociones vigentes entonces -hace bien poco tiempo. Ni enfermas, por tanto, ni seres en busca de una identidad que requiera poner en cuestión todo el orden de las categorías sexuales. Si algo buscaban era restaurar un orden que ellas mismas, sin la menor voluntad por su parte, habían visto puesto en cuestión en sí mismo, en su cuerpo y en su espíritu.

Habrá, sin duda -sobre todo ahora, en nuestra era postnatural-, zonas problemáticas y otras donde apunte una indeterminación o una novedad radical. Ya la Ilustración nos enseñó a estar atentos para comprenderlas e integrarlas en el orden de lo que entonces era la naturaleza. Ahora bien, la reasignación de sexo no entra dentro de esa categoría. Abre un horizonte difícil para quien se atreve a emprenderla -es decir, a hacer lo que no le queda más remedio que hacer, «sans cause and sans meaning», escribe Morris. Trae cambios irreversibles, que habrán de estar bien medidos para no resultar aún más peligrosos. Pero antes que nada parece, por lo menos en estos dos casos, restablecer las identidades.

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