THE OBJECTIVE
Cristian Campos

Se lo merecen por histéricos

Si están leyendo esto es que Hillary Clinton ha ganado las elecciones. Porque si las hubiera ganado Donald Trump su cuerpo sería ahora mismo un amasijo pulposo de carne, sangre y huesos derretidos, una víctima más del zurriagazo nuclear que el millonario neoyorquino pretendía atizar en todo lo alto de hispanos, negros, europeos, árabes, mujeres, chinos y, en general, cualquier otro tipo de ser vivo cuya familia no disponga de la nacionalidad estadounidense desde hace al menos doce generaciones, incluidos los rodaballos, los koalas y los olmos.

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Se lo merecen por histéricos

Si están leyendo esto es que Hillary Clinton ha ganado las elecciones. Porque si las hubiera ganado Donald Trump su cuerpo sería ahora mismo un amasijo pulposo de carne, sangre y huesos derretidos, una víctima más del zurriagazo nuclear que el millonario neoyorquino pretendía atizar en todo lo alto de hispanos, negros, europeos, árabes, mujeres, chinos y, en general, cualquier otro tipo de ser vivo cuya familia no disponga de la nacionalidad estadounidense desde hace al menos doce generaciones, incluidos los rodaballos, los koalas y los olmos.

¿Ven lo que acabo de hacer? Se llama demonizar y es lo que, con inmejorables resultados, lleva haciendo el socialismo occidental desde la caída del Muro de Berlín con cualquier tipo de rival político situado ideológicamente a su derecha. Lo admitía el otro día en directo el presentador y humorista Bill Maher. “Los liberales hemos cometido un enorme error. Atacamos a Bush como si fuera el fin del mundo, y no lo fue. Y atacamos a Mitt Romney. Pero Mitt Romney no habría cambiado mi vida. Tampoco la habría cambiado John McCain. Eran hombres con honor. Y gritamos que venía el lobo. Pero nos equivocamos. Lo de Trump es diferente, muy diferente”.

Derrotada sin paliativos por la historia, la ideología socialista se ha visto obligada a defender su inexistente proyecto político por medio de la demonización del contrario. Es una reacción a la desesperada, una última bala en la recámara destinada no ya a cambiar el mundo (ellos siempre han sido modestos y realistas) sino a permitirles conservar la confortable posición de burócratas a sueldo del Estado en la que llevan viviendo ya un cuarto de siglo.

El problema de esa táctica, cuyos resultados andan a la vista (una caída lenta pero sostenida del voto socialista en todo el mundo y un trasvase también lento pero sostenido de sus votantes hacia opciones populistas de izquierdas y de derechas), son dos.

El primero de ellos es que aún no se ha inventado ningún idioma capaz de generar por sí solo infinitos adjetivos descalificativos. Y cuando todos los existentes han sido empleados en satanizar a enemigos por otro lado perfectamente inofensivos (y profundamente socialdemócratas) como Rajoy o Rivera, o Romney y McCain, o Sarkozy y Cameron y Netanyahu, ¿dónde encuentras un descalificativo lo suficientemente brutal para individuos, estos sí impresentables, como Trump o Le Pen?

El segundo de ellos es aún más sangrante. ¿Qué hacer cuando el impresentable no es un político percibido como “de derechas” sino un hermano ideológico de izquierdas? Léase Pablo Iglesias, el Donald Trump español. O Rufián.

Por supuesto, correr como gallina sin cabeza por ese corral en ruinas llamado Socialismo mientras el buitre observa sonriente el espectáculo desde el palo más alto. Pero se lo merecen por histéricos.

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