THE OBJECTIVE
José Antonio Montano

Sentimientos encontrados

Como suele ocurrir, el argumento más sólido ya en contra del antitaurinismo –no necesariamente en favor de la tauromaquia– son ciertos antitaurinistas y su espectáculo zafio. Su oposición al toreo no es humanitaria (valga el adjetivo: al fin y al cabo se pretende dar un trato «humanitario» a los animales), sino ideológica. Esto quiere decir que, cegados por su propósito, que anteponen con obcecación, son capaces de negarles un trato humanitario a los hombres, si son toreros.

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Sentimientos encontrados

Como suele ocurrir, el argumento más sólido ya en contra del antitaurinismo –no necesariamente en favor de la tauromaquia– son ciertos antitaurinistas y su espectáculo zafio. Su oposición al toreo no es humanitaria (valga el adjetivo: al fin y al cabo se pretende dar un trato «humanitario» a los animales), sino ideológica. Esto quiere decir que, cegados por su propósito, que anteponen con obcecación, son capaces de negarles un trato humanitario a los hombres, si son toreros.

Desde un punto de vista ilustrado, no veo fácil oponerse a lo que ha escrito aquí Daniel Gascón en favor de la prohibición de los toros. Yo lo suscribiría, pero con una especificación preventiva: el toreo es una vergüenza de los hombres; pero festejar la muerte de otro hombre, sea o no torero, es una vergüenza mayor. Si perdemos de vista esto, lo otro resulta grotesco.

Con todo, si de la razón pasamos a los sentimientos, los tengo encontrados. La humorada de Pérez de Ayala («si fuese dictador, prohibiría las corridas; como no lo soy, no me pierdo ni una») tiene en mí un eco crepuscular. Lo que yo hago es demorarme en este mundo que se hunde, en este pasado incrustado en el presente, en este resto antropológico. No dejan de emocionarme estos hombres extraviados de época: su discurso desubicado, su dignidad hortera, su luto de quilates. Se acabarán, se tienen que acabar: y esto es justo lo que me emociona.

De las tardes en que asistí a los toros, sin llegar a ser aficionado, me quedo con la impresión de seriedad. No era la simbología de la muerte, ni un impulso tanático; no era el morbo por la sangre, ni mucho menos por el dolor. Era la percepción, cuando salía el toro, de que la vida iba en serio.

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