THE OBJECTIVE
María Jesús Espinosa de los Monteros

Ser mujer es una herida abierta

Casualmente, esta columna se leerá un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Y también, fortuitamente, yo he terminado de leer un libro tan radicalmente femenino que, naturalmente, se convierte en universal. Se trata de Primera persona, la obra de la colombiana Margarita García Robayo que acaba de ser publicada por la Editorial Tránsito.

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Ser mujer es una herida abierta

Casualmente, esta columna se leerá un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer. Y también, fortuitamente, yo he terminado de leer un libro tan radicalmente femenino que, naturalmente, se convierte en universal. Se trata de Primera persona, la obra de la colombiana Margarita García Robayo que acaba de ser publicada por la Editorial Tránsito.

«Cuando tuve a mis hijos me volvieron las mujeres de mi familia a la cabeza; por más que quise despojarme de ellas, allí estaban frotando sus pañuelos contra mi nariz. La crianza es femenina, pensaba mientras miraba a mi marido maniobrar esos cuerpecitos blandos con diligencia y entusiasmo, temiendo que sólo fuera una primera fase y que después degeneraría en la inutilidad propia de su género», escribe García Robayo en el capítulo titulado Mi debilidad: Apuntes desordenados sobre la condición femenina. Y cuando acabo de leer ese texto me pregunto si, en un día como hoy, las mujeres, además de clamar que nos queremos libres, satisfechas y alegres, no deberíamos también gritar que nos pretendemos débiles, frágiles y quebradizas. Es decir, humanas.

La autora confiesa –con ese tono íntimo, elegante y hermoso que despliega en cada frase, en cada palabra- que ella supo que ser mujer no era una condición ventajosa cuando solo tenía seis años. Menciona un momento epifánico en el que comprendió tres cosas fundamentales: que «ante los hombres, las mujeres somos una nube de jejenes (moscas) intentando detener un tornado»; que las mujeres somos blanco fácil de todo tipo de violencias; que para algunos hombres, «ser mujer es estar listas para ser aniquiladas y devueltas al mundo como zombis maltrechos, averiados sin remedio».

Y me gusta la razón por la que Margarita se pone triste: «La tristeza se agiganta cuando para referirse a la subjetividad que contiene cualquier texto de cualquier autora se la apellide indefectiblemente con la palabra femenina. ¿Lo masculino no tiene subjetividad?». Y esta última pregunta que no considero retórica estalla en mi cabeza. Quizás sea esto, me digo, lo que últimamente me está acercando a mujeres que escriben. Me gusta la subjetividad, lo insólito, lo que no se parece a otra cosa. Por eso leo rabiosamente a Helen Garner y Renata Adler y Vivian Gornick y Anne Carson y y Nuria Labari y Lara Moreno y Cristina Morales. Y, desde luego, por eso me gusta Clarice Lispector. Me enseñan que ser mujer se parece a ser llaga («Ser mujer… es una herida abierta», escribe García Robayo).

No existe, creo yo, un empoderamiento femenino superior en un personaje de ficción como Daenerys Targaryen volando en un dragón feroz que otro tan triste frágil como Madame Bovary.

«El otro día se me ocurrió que mi debilidad no es ser  mujer, sino ignorar qué clase de mujer soy», acaba escribiendo García Robayo en este texto para después preguntarse y, por supuesto, animarme a preguntarme también a mí, lectora: «¿Cuántas mujeres caben en un cuerpo? ¿Cuántas en una vida? ¿Estoy dispuesta a abrazarlas a todas?» Se me ocurre contestarle que sí, que cualquier mujer debería abrazar a todas las que contiene. A la poderosa y a la que tiene miedo. A la frágil y abismática. A la feliz y a la heroica. Hoy salimos todas a las calles.

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