THE OBJECTIVE
Felipe Santos

Seres de tiempo

Somos seres hechos de tiempo. No sé quién lo dijo. Pero el tiempo no deja de ser una convención, un acuerdo frágil sobre el que asentar la existencia. Así, cuando adelantamos los relojes cada primavera, nos parece que se ha pulverizado esa hora en el sumidero de la historia. Para colmo, se hace con nocturnidad, casi sin avisar, y cada situación del día siguiente parece que transcurre perezosa, como si hubiera dormido menos la noche anterior, igual que nosotros. Estamos hechos de algo que, en esencia, no existe, como se ha encargado de recordarnos estos días el físico Carlo Rovelli. Entre átomos, el tiempo carece de perspectiva. Es tan inane como la temperatura o la densidad de las cosas. Hay que alejarse y tomar distancia para que todo cobre sentido, para que el universo de átomos se agrupe en un cuerpo y pueda oírse el sonido del reloj. Entonces, lo único que transcurre es el presente. Es lo único real. Como Gregorio Samsa al despertarse. Vivimos atenazados por el fantasma del pasado, que todo lo juzga. Un tiempo tamizado por la memoria y el olvido. Un ejercicio de ficción al fin y al cabo, donde ilusiones, afrentas y buenos recuerdos se entremezclan y tratan de dotar algún sentido al presente. Mientras, un vistazo al reloj o un repaso al calendario de esa mañana nos devuelve el reflejo de un tiempo en apariencia cíclico, como si el hecho de dar vueltas alrededor del sol fuera a devolvernos lugares y momentos donde fuimos felices una vez. Dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo que «el tiempo del consumo se presenta en la vida cotidiana de la sociedad como un tiempo pseudo-cíclico». Ahí están en su apogeo las rebajas de invierno y verano, las vacaciones, los días del padre y la madre o las compras de Navidad. Todo parece repetirse. Pero nada es lo mismo porque nosotros ya habremos cambiado. Trataremos de recuperar un tiempo perdido. Y enfrente, el futuro se abrirá como una quimera, un saludable ejercicio de imaginación para no volverse loco.

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Seres de tiempo

Somos seres hechos de tiempo. No sé quién lo dijo. Pero el tiempo no deja de ser una convención, un acuerdo frágil sobre el que asentar la existencia. Así, cuando adelantamos los relojes cada primavera, nos parece que se ha pulverizado esa hora en el sumidero de la historia. Para colmo, se hace con nocturnidad, casi sin avisar, y cada situación del día siguiente parece que transcurre perezosa, como si hubiera dormido menos la noche anterior, igual que nosotros. Estamos hechos de algo que, en esencia, no existe, como se ha encargado de recordarnos estos días el físico Carlo Rovelli. Entre átomos, el tiempo carece de perspectiva. Es tan inane como la temperatura o la densidad de las cosas. Hay que alejarse y tomar distancia para que todo cobre sentido, para que el universo de átomos se agrupe en un cuerpo y pueda oírse el sonido del reloj. Entonces, lo único que transcurre es el presente. Es lo único real. Como Gregorio Samsa al despertarse. Vivimos atenazados por el fantasma del pasado, que todo lo juzga. Un tiempo tamizado por la memoria y el olvido. Un ejercicio de ficción al fin y al cabo, donde ilusiones, afrentas y buenos recuerdos se entremezclan y tratan de dotar algún sentido al presente. Mientras, un vistazo al reloj o un repaso al calendario de esa mañana nos devuelve el reflejo de un tiempo en apariencia cíclico, como si el hecho de dar vueltas alrededor del sol fuera a devolvernos lugares y momentos donde fuimos felices una vez. Dice Guy Debord en La sociedad del espectáculo que «el tiempo del consumo se presenta en la vida cotidiana de la sociedad como un tiempo pseudo-cíclico». Ahí están en su apogeo las rebajas de invierno y verano, las vacaciones, los días del padre y la madre o las compras de Navidad. Todo parece repetirse. Pero nada es lo mismo porque nosotros ya habremos cambiado. Trataremos de recuperar un tiempo perdido. Y enfrente, el futuro se abrirá como una quimera, un saludable ejercicio de imaginación para no volverse loco.

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