THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Si pasara ya el futuro: en la muerte de Sánchez Ferlosio

Para Ferlosio «instruir, no educar, es justamente lo que hay que hacer: otra batalla perdida que, con él, perdemos todos»

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Si pasara ya el futuro: en la muerte de Sánchez Ferlosio

Ha muerto Ferlosio con la edad de un profeta bíblico. Se nos ha adelantado.

¿Qué puede decirse de un escritor que, tras abandonar la narrativa, regresó a ella pasados treinta años con una novela de guerras imaginarias que debería ser lectura obligatoria para los estudiantes de Historia del Derecho? Es cierto que pocos estudiantes serían capaces de leerlo y que esa falta de vigor intelectual, característica de las sociedades democráticas, causaba a nuestro hombre una divertida mezcla de enfado y pesadumbre. Para nuestra fortuna, Ferlosio escribió en los periódicos de papel; yo mismo tengo recortes de sus artículos que datan de comienzos de los 90. En aquel espacio acotado donde aún podía esperarse que los firmantes se hicieran cargo de sus palabras, Ferlosio brilló como nadie y retomó quizá sin saberlo -nos lo ha señalado Arcadi Espada- la titánica tarea de Karl Kraus.

De alguna manera, toda su intervención periodística estuvo -el pretérito ya duele- regida por la máxima que abre su tribuna sobre la envidia, publicada en El País el 20 de junio de 1980: «Me produce sonrojo mencionar ciertas vulgaridades, pero me aguantaré». ¡Qué remedio! Ante el espectáculo de la superficialidad, Ferlosio solo podía aplicar, como rezaba el título de otra tribuna, ‘rigor y misericordia’. Difícilmente sorprenderá entonces que se dedicase a las ideas y no a las personas, cuya «identidad» le traía al pairo; de ahí que cuando necesitaba citar a algún contemporáneo soliera tratarlo de usted o de «señor». Frivolidades, las justas. Pero estábamos avisados: a mitad de los 70 ya dejó escrito que eso de «instruir deleitando» le parecía «la suprema aberración». Y eso que para él instruir, no educar, es justamente lo que hay que hacer: otra batalla perdida que, con él, perdemos todos.

Pero es injusto que se subraye su santa indignación sin destacar también su ternura y sentido del humor: Ferlosio tuvo de ambas y en abundancia. Resulta significativo que un taurino y cazador como él terminase por renunciar a ambos placeres, abjurando del daño infligido por el hombre a los animales. Estremece el desvalimiento del lobo rematado por los hombres en Dientes, pólvora, febrero y conmueve la razón de que él mismo colgase la escopeta: según parece, su hija Marta le preguntó en cierta ocasión qué le habían hecho aquellos conejitos que colgaban de la pared del palacete familiar para que hubiera debido de matarlos y Ferlosio, sin poder encontrar una respuesta, jamás volvió a una batida. Sobre su humor inimitable, me limitaré a rescatar ese pasaje de Mientras no cambien los dioses donde, en el curso de su estudio sobre las raíces intelectuales de la concepción finalista de la historia, convoca una reunión singular a la que asisten inquietos San Agustín, Frantz Fanon, Mario Benedetti y Menéndez Pidal:

«¿Vendrá esta noche él? -se pregunta cada uno de ellos en silencio- ¿No es ya más de la hora? ¡Parece retrasarse! ¡Qué noche negra y glacial si él no viniera! Mas, ¡bendito sea Dios! que ya se oye el gemir de la cancela: ¡Hegel ya está aquí!»

Sería un error, sin embargo, deducir de aquí la imagen de un Ferlosio inaccesible para quien no conozca de primera mano las referencias cultas que maneja. Por el contrario, nuestro autor mantuvo siempre la atención puesta en el habla popular, que citaba a menudo en sus textos, además de un contacto con la vida rural a la que tan aficionado era. En parte porque toda su obra denota un cierto anhelo pastoral, la nostalgia por un mundo más sencillo libre de los estragos de la modernidad. Pero también porque uno de sus empeños era rescatar la vida de las garras corruptoras de la abstracción: por ahí se orienta su conocida distinción entre personaje de destino y personaje de carácter, que supo relacionar memorablemente con el Quijote en su gran discurso de aceptación del Premio Cervantes, así como la menos citada pero asimismo crucial distinción entre «tiempo adquisitivo» y «tiempo consuntivo». Esta última aparecía ya trazada en el que a mi juicio es su mejor libro, Las semanas del jardín, un análisis de los mecanismos de la narrativa que es también -¡por definición!- un análisis de la vida y sus figuraciones. Allí hace gala, como a regañadientes, de esa ternura a la que me refería antes: discutiendo la relación entre el daño sufrido y la afección del llanto, concluye que lo que nos provoca las lágrimas no es el daño sino la representación del daño. O sea: los elementos que lo expresan literariamente. Y cita un hai-ku que tenía por el poema más emotivo que había conocido:

«Al sol se están secando los kimonos:

¡Ay, las pequeñas mangas

del niño muerto!»

La imagen, que podría estar en una película de Ozu o Mizoguchi, expresa con pudor el contraste entre el antes y el después: «entre el todavía-y-siempre de la cotidianidad y el ya-no-y-nunca-jamás de la tragedia». Así que Ferlosio, siendo un hombre volcado sobre los libros, mantenía siempre a su lado una ventana abierta a la existencia: le interesaba de los libros la mediación que introducen en la vida, pues una vida sin mediación -venía a sugerirnos- es una vida sin sentido. De donde se deduce que la calidad de la mediación influye sobre la calidad de la vida. Y por eso el refranero y el cancionero, depósito de experiencias colectivas, le interesaban tanto.

Eso no significa que Ferlosio, plumífero de rostro demudado por el estudio según confesión propia, tuviese una relación sencilla con la existencia. Según leemos en la biografía no autorizada de Benito Fernández, sus costumbres excéntricas hacían difícil -sobre todo en los años 70- la convivencia ordenada con él. Pero quizá de otro modo su obra no habría podido existir: su erudición portentosa y su fascinante hipotaxis son frutos del interés desinteresado por el pensamiento y la escritura, ambos finalidad en sí mismos al margen de todo reconocimiento. Justo es añadir que Ferlosio, no obstante, publicaba: quería ser leído a pesar de los pesares y no encerrarse en una torre de marfil enjalbegada con carpetas rebosantes de folios amarillentos. Esas carpetas existen, no obstante, y esperemos poder conocer su contenido.

Ferlosio no era perfecto, pues no podía serlo. Sus consideraciones sobre la guerra y otros males humanos denotan a veces la intransigencia del moralista y sus lecturas obsesivas -Weber, Benjamin, Adorno- dibujan un círculo demasiado restringido del saber moderno. Sufría el mal del autodidacta: podía, como le reprochaba algún amigo durante su época de más intenso estudio de la lingüística, adentrarse en territorios selváticos de los que emergía triunfante con una especie catalogada ya hace tiempo. A cambio, el proceso de su búsqueda era tesoro suficiente para el lector dispuesto a acompañarle. Y la profundidad de su conocimiento histórico nos ha acercado a muchos a una realidad social y jurídica de la que poco habríamos sabido de otro modo. Son inolvidables, en este sentido, la valiente argumentación republicana en favor del servicio militar obligatorio que desarrolla en Campo de Marte y la extraordinaria disquisición sobre la naturaleza humana contenida en el abrumador prólogo que escribiera para el informe sobre el niño selvático tratado por Victor de L’Aveyron en la Francia revolucionaria.

«Si pasara ya el futuro de una vez, empezaríamos a tener tiempo de hacer algunas cosas», reza de uno de los pecios de esa deslumbrante colección tardía que es Campo de retamas. Y es que Ferlosio descreía del futuro, ese campo magnético de la atención humana que nos priva de la plena vivencia del presente, a la sazón lo único que tenemos. Pero el problema se reproduce también cuando miramos atrás y Ferlosio lo expresa con una de sus formulaciones más felices, digna heredera de las formas clásicas de la poesía que él tanto estimaba: «Los días felices los pone allí el recuerdo. Por eso son tan tristes». En cambio, las horas pasadas en compañía de Ferlosio, de sus libros y artículos, no son un invento del recuerdo. Son alegres, aunque hoy también un poco tristes, y volverán a serlo cuando nos quitemos de encima el futuro para sentarnos a leerle otra vez: porvenir de horas felices en las semanas del jardín.

Ojalá esta tierra, sobre la que ha dejado huella, le sea leve.

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