THE OBJECTIVE
Ignacio Peyró

Siempre es tiempo de paraguas

Es sabido que la primera aparición del paraguas –Londres, 1750- causó escándalo público, pero aquel raro umbráculo terminaría por hacerse un hueco en los cortejos caballerosos de la Austen.

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Siempre es tiempo de paraguas

Es sabido que la primera aparición del paraguas –Londres, 1750- causó escándalo público, pero aquel raro umbráculo terminaría por hacerse un hueco en los cortejos caballerosos de la Austen.

El paraguas fue “cetro del Imperio” inglés, cobertura de las testas sagradas de los reyes de Asiria y los emperadores de Roma, palio de David y –en tiempos de sede vacante- conopeo de las llaves heráldicas de Pedro. Quizá por esta prosapia tan enguirnaldada, un señor con paraguas todavía puede aspirar a ser un gentleman, mientras que un tipo con capucha de chándal siempre tendrá pinta de ir o venir del cuartelillo.

Es sabido que la primera aparición del paraguas –Londres, 1750- causó escándalo público, pero aquel raro umbráculo terminaría por hacerse un hueco en los cortejos caballerosos de la Austen, en las páginas lluviosas de Graham Greene, en los números de Chaplin o en las andanzas de un padre Brown siempre en busca de pretextos para desatender a la parroquia. El paraguas de entonces –y de hoy- podía ser “de cualquier color, siempre que fuera negro”. Así es el que pide el trágico Lord Aberdeen en la apertura del capricho novelesco –Umbrella- de Ferdinand Mount.

Todavía en los años cincuenta, según escribe Thomas Girtin, existía una “sorprendente demanda” de paraguas-espada, a la que la firma Brigg daba cumplimiento con ayuda de la Wilkinson. Girtin señala que la mayor parte de estos paraguas-espada tenían por destino España. Junto a las dagas ocultas en la empuñadura –un favorito de Wellington-, no eran infrecuentes encargos de paraguas con espejuelos, frascos de esencias, petacas, lápices o unas cintas de medir muy útiles en el trato caballar. Por desgracia, ya no están permitidos los siempre útiles paraguas-escopeta, aunque, más práctico, el KGB se sirvió de paraguas con la punta envenenada para matar disidentes. En tiempos de teflón y pvc, la finura de esas artesanías –pelos de ballena, malaca moteada, cuernos de rinoceronte, piel de canguro o tiburón- nos lleva a la elegía de Nicolson y Renan: toute noblesse a disparue!

El paraguas dio pie a no pocas galanuras, como un código sutil. En el campo, quedaba reservado para los clérigos. En ciudad, no se portaba a modo de báculo sino –como los oficiales de la Guardia Real en hábito civil- en diagonal sobre el suelo. En caso de tormenta, dos hombres podían compartir su sombrilla sin despertar maledicencias. Por su parte, un carácter tan poderoso como el coronel Wintle se atuvo siempre a su bon mot: “no hay caballero que salga de casa sin paraguas”, al tiempo que “un caballero de verdad jamás desenrollaría o se serviría de su paraguas en público”.

Cuando el dandy Alexis de Rédé huye de la Europa en guerra, lo hace sin otro bagaje que su paraguas inglés. No sabemos si tendría puño de plata, collarín con la royal warrant o fuste de madera de manzano. A cambio, estamos seguros de que su tela sólo podía ser de seda: la percusión de la lluvia, su tacto mojado, convierten el pragmatismo puro del nylon en experiencia de belleza. Eso está en el Scobie de Greene: permanecer en la oscuridad, sin amor ni compasión, bajo un paraguas, a solas con la lluvia, como una imagen de la felicidad posible.

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