THE OBJECTIVE
Alexandra Gil

Siete minutos

«En su discurso, Macron defiende una auténtica “Sociedad de vigilancia”. La grandilocuencia esconde el reconocimiento explícito de un fracaso»

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Siete minutos

-“Siete minutos”.-

Emmanuel Macron tuerce el gesto, alza la vista, respira. Ante él, una estampa grisácea. Llovizna sobre cuatro ataúdes. En ellos, los cuerpos de tres policías y un agente administrativo, asesinados el pasado 3 de octubre con un cuchillo de cerámica por su compañero Mickäel H, que trabajaba en la Dirección de Inteligencia de la Prefectura de París desde 2003. El silencio del Presidente de la República tras pronunciar esas dos palabras, “siete minutos” apenas dura unos segundos, pero en él descansa la frustración de un Ejecutivo incapaz de erradicar una amenaza que ya duerme en casa. Cuando la mandíbula de Macron chirría y, apretando los labios, se dispone a seguir con el discurso de la derrota, me viene a la memoria esa misma estampa, cuatro años atrás, en el rostro de François Hollande durante el homenaje a las víctimas del 13 de noviembre de 2015.

El terrorismo islamista acababa de traumatizar al país con una ola de atentados sin precedentes y el entonces Presidente apenas podía contener las lágrimas ante una interpretación estelar de Quand on a que l’amour, del siempre eterno Jacques Brel. Cuando solo tenemos amor/que ofrecer a aquellos cuyo único combate es buscar la luz/ cuando solo tenemos amor/ para trazar un camino y forzar el destino en cada encrucijada/ cuando solo tenemos amor/ para hablar a los cañones y tan solo una canción para convencer a un tambor.

Viví aquel homenaje en directo, encogida, viendo desfilar en una gran pantalla instalada en el patio de armas del Elíseo los rostros de decenas de jóvenes a los que sus familias no volverían a ver con vida. Me pregunté cómo se despertarían sus padres, sus parejas, sus amigos, amputados de un miembro de su familia; de qué manera escribiría Francia la siguiente página de su historia, cómo encajarían los ciudadanos que aquel viernes sus hijos murieran a manos de otros jóvenes, franceses y belgas, convertidos en terroristas.

Regreso al presente. Han pasado cuatro años y el silencio de Macron se me antoja insultantemente similar y ensordecedor. Le observo con las mismas dudas, las mismas preguntas y alguna otra que quedará, me temo, igualmente sin respuesta. Arranca su discurso proclamando: “Siete minutos bastaron para hundir a la Comisaría de París en uno de los dramas más dolorosos de su historia. Y a Francia, en el estupor y la incomprensión”. Siete minutos. Como si confinar los acontecimientos entre dos agujas de un reloj despojara al acto de sus intenciones. Como si encerrándolo en esa cápsula de tiempo hiciéramos de aquello algo inesperado, accidental, fortuito. Lo que no se prevé ni puede pararse, lo que aparece sin más, lo que pasa en un instante, en un abrir y cerrar de ojos; lo inevitable.

¿Y si elegimos otro reloj? ¿Y si en lugar de siete minutos hablamos de siete años? Desde marzo de 2012, momento en que Mohamed Merah perpetró desde su scooter los atentados de Toulouse y Montauban, hasta el ataque del pasado jueves 3 de octubre, el terrorismo islamista ha asesinado en Francia a 263 personas en un total de 18 ataques. En los últimos seis años se han desarticulado a tiempo 59 atentados previstos en suelo francés. Christophe Castaner, ministro de Interior, asume que con este último ataque quizá podríamos hablar de un cierto “fallo de Estado”, ya que no se cesó a tiempo a un informático ­con acceso a los datos de miles de miembros del cuerpo, cuya apología del terrorismo islamista había despertado, ya en 2015, la inquietud de sus compañeros.

Pero sigamos. Huyamos de esos siete minutos. Viajemos en el tiempo. Cuando Castaner pronuncia “fallo de Estado” me invade de nuevo un déjà vu. Esta vez regreso a julio de 2016, momento en que se hizo público el informe de la Comisión de Investigación sobre los medios desplegados por el Estado para luchar contra el terrorismo. Con aquel documento se hizo público en su día un colosal error de coordinación. Cuando Saïd Kouachi, uno de los autores en 2015 del atentado de Charlie Hebdo abandonó París con destino Reims en junio de 2014, el dispositivo de vigilancia telefónica cesó y las fronteras entre los servicios de inteligencia de dos ciudades distintas permitieron que algo tan banal como una mudanza obstaculizase la vigilancia de quien, siete meses después, aniquilaría en nombre de Al Qaeda en Yemen a los dibujantes de la revista satírica.

En su discurso, Macron defiende una auténtica “Sociedad de vigilancia”. La grandilocuencia esconde el reconocimiento explícito de un fracaso: “La administración, sola, y todos los servicios del Estado, no podrán derrotar a la hidra islamista”, proclama.

Quizá un presidente no debería privatizar los méritos al anunciar los atentados desarticulados por el Estado y externalizar los fracasos exigiendo a los ciudadanos colaboración en términos que, además, podrían contribuir a la polarización y a la agitación de la paz social (“Movilicémonos -dice- frente a este Islam portador de muerte que debemos erradicar”).

Quizá no era el momento de esparcir la responsabilidad en los franceses-“Toda la nación debe unirse, movilizarse, actuar[…] para detectar esos pequeños gestos que muestran un distanciamiento de las leyes y de los valores de la República”-. Al menos, no cuando el atentado en cuestión se produce en los resortes de la seguridad del Estado, en un engranaje ubicado en su propio corazón: en las entrañas de la lucha antiterrorista.

En el seno de un Estado que desde 2015 repite sin cesar al ciudadano que deberá aprender a vivir con la terrible certeza de que volverá a ocurrir. Volverá a ocurrir. Y de nuevo, será en siete minutos.

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