THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Sobre la invención de las patatas soufflés y otros hitos culinarios…

«Pero no vale la pena insistir en una queja tan estéril, igual que tampoco obtenemos nada cada mes de diciembre cuando protestamos por la cicatería de la guía Michelin al conceder sus preciadas estrellas a los restaurantes de la piel de toro»

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Sobre la invención de las patatas soufflés y otros hitos culinarios…

«¿Sabes quién inventó los nuggets de pollo? Sin duda fue un puto genio, pero la industria alimentaria no le dio el menor reconocimiento», le dice un camello a otro mientras engullen pollo rebozado en el segundo episodio de la serie The Wire (David Simon, 2002). El diálogo entre estos dos delincuentes juveniles, que controlan el tráfico de crack en la barriada McCulloh Homes de West Baltimore, es una escena intrascendente en la trama de uno de los grandes éxitos de la ficción televisiva de las últimas décadas. Sin embargo, me llamó la atención porque llevo unos días leyendo el libro Platos con firma, de Christine Muhlke y seis autores más, publicado por Phaidon Press en 2019 y recientemente traducido al español por Planeta Gastro.

En busca de una respuesta al misterio de los malditos nuggets, acudí a este vademécum de 450 páginas bellamente editado que recopila más de 200 recetas icónicas que han sentado las bases de la restauración moderna. Pero no la hallé.

Explorando un poco internet, logré averiguar finalmente que este clásico del fast-food estadounidense fue inventado en los 50 por Robert C. Baker, un profesor de Tecnología de los Alimentos de la Universidad Cornell (Ithaca, Nueva York) que lo publicó como trabajo académico pero no lo patentó. Así que, cuando McDonald’s encargó en 1979 a Tyson Foods que desarrollasen para ellos el concepto de los McNuggets y dicho producto empezó a comercializarse al año siguiente, Baker –como era de esperar– no se llevó un centavo.

Por cierto, Tyson Foods es uno de los cuatro gigantes de la explotación avícola que fueron denunciados en 2014 por la ONG Oxfam debido a las condiciones de trabajo que imponían a sus empleados para aumentar la productividad, privándoles del derecho a usar el inodoro y forzándoles a reducir la ingesta de líquidos. O sea que no todo en este sector es tan glamouroso como se creen algunos foodies imberbes. Pero volvamos a nuestro tema…

Bajo el título original de Signature Dishes That Matter –¿por qué habrán eliminado del encabezamiento español la coletilla «que importan»?–, el libro de Phaidon-Planeta Gastro presenta algunos de los bocados dulces y salados más emblemáticos e influyentes de los últimos 300 años, desde los primeros restaurantes del siglo XVIII hasta el escenario gastronómico actual. Y lo hace de forma cronológica, por lo que se puede hojear en ratos muertos por puro entretenimiento o leerlo disciplinadamente de corrido, como si fuera una pequeña historia de las cocinas públicas a través de sus mayores hitos.

¿Quién ha seleccionado esas signature dishes que han dado la vuelta al mundo de los fogones? Evidentemente, Christine Muhlke; que es, además, quien firma todos los textos. Pero la ex crítica gastronómica del New York Times y ex directora de la revista Bon Appétit no ha afrontado sola la tarea, rodeándose de otros cinco reconocidos expertos como Susan Jung (Hong Kong), Howie Kahn (Nueva York), Pat Nourse (Melbourne), Andrea Petrini (París), Diego Salazar (Lima / México DF) y Richard Vines (Londres). O sea, ningún español, que no hacía falta…

Cada cual ha elaborado su propia lista de platos icónicos y luego las han puesto en común, para terminar escogiendo dos centenares largos de creaciones culinarias que los autores consideran las más influyentes y/o populares de estos tres últimos siglos: esas que, como sugiere el texto de presentación de la obra, «han marcado el devenir de la gastronomía y han sentado las bases de la restauración tal y como la conocemos hoy en día».

Ahí están, como no podía ser de otra forma, las patatas souflées (1837) de Collinet, el tournedó Rossini (1859) de Casimir Moisson, la ensaladilla rusa (1860) de Lucien Olivier, el melocotón Melba (1893) de Escoffier, las crepes Suzette (1895) de Henri Charpentier y tantísimos bocados legendarios copiados hasta la saciedad en las cartas de Oriente y Occidente.

Por supuesto que la lista es francamente discutible. Si me disculpan el tono refranero, ni son todos los que están, ni están todos los que son. Y si me permiten que me ponga un poco patriótico –¡precisamente yo, tildado siempre de afrancesado!–, me parece lamentable que nuestros eminentes críticos hayan seleccionado únicamente 15 platos de nuestro país, firmados por chefs de incuestionable proyección internacional como Juan Mari Arzak, Joan Roca, Jordi Roca, Andoni Luis Aduriz, Ferran Adrià, Albert Adrià o Bittor Arginzoniz. Vamos, que los autores han investigado poco o nada, limitando el made in Spain a lo que conocen por congresos o por figurar en el top planetario 50 Best, del cual son la mayoría jurados prominentes.

Pero no vale la pena insistir en una queja tan estéril, igual que tampoco obtenemos nada cada mes de diciembre cuando protestamos por la cicatería de la guía Michelin al conceder sus preciadas estrellas a los restaurantes de la piel de toro. El contenido de los libros pertenece a quien los ha ideado y nuestro es tan solo el placer de leerlos y, eventualmente, criticarlos.

En este caso, me rechina bastante que la chino-americana Susan Jung asigne la invención de la tortilla a Annette Poulard en 1888, cuando en el tratado De re coquinaria de Apicio ya aparece la receta de Ova spongia ex lacte y Enrique de Villena se refiere específicamente a unos huevos en tortilla en su Arte cisoria de 1423.

Me ocurre lo mismo cuando el australiano Pat Nourse señala ese templo romano que es Checchino dal 1887, en el divertido barrio del Testaccio, como el origen del rabo de buey guisado, cuando este manjar de toma-pan-y-moja viene cocinándose en Córdoba desde el siglo XVI. Quizá si, en vez de traducir al castellano los platos, los editores hubieran conservado su nombre autóctono –en este caso, coda alla vaccinara–, se entendería mejor que se refieren a una versión del mismo referida a un lugar y una época muy concreta que, por alguna razón, se ha difundido en todo el orbe.

O sea que, cuando Howie Kahn atribuye con desfachatez la popularización del cassoulet a Caroline Fidanza, del restaurante Diner de Brooklyn (Nueva York), los ciudadanos de Castelnaudary, Carcassonne y Toulouse –las tres localidades galas que se disputan el nacimiento de este guisote occitano– han de callar y asentir. Del mismo modo que el cochinillo asado debe su universalidad, según Susan Jung, a la familia Wai-Kwan de los restaurantes hongkoneses Fook Lam Moon y Seventh Son, que lo pusieron de moda en los 70 ¡Como si el tostón no formara parte de la historia secular de nuestros celtibéricos mesones y Cándido no hubiera recibido en su asador segoviano a Orson Welles o el Emperador de Japón!

Salvando elecciones tan desastrosas como estas, debo reconocer que llevo varios días pasándolo pipa con Platos con firma, no sólo porque descubro algunas recetas que no conocía –en realidad, no soy tan sabiondo–, sino porque redescubro otras que en alguna ocasión he tenido la suerte o el empeño de ir a probar al mismísimo establecimiento donde surgieron.

Ahí están, por ejemplo, las ostras Rockefeller, pergeñadas en 1889 por Jules Alciatore en Antoine’s, recordándome aquel verano de 2005 en que me obligaron a ponerme una americana encima de la camiseta y los pantalones cortos para acceder a este templo culinario de Nueva Orléans. ¡Menudo look y qué felices recuerdos de aquellos días previos al desastre del huracán Katrina!

El sufflé Alaska (1867) de Charles Ranhofer todavía se sirve en el neoyorquino Delmonico’s, igual que el ensalada Waldorf (1893) o los huevos Benedict (1894) –ambas, creaciones de Oscar Tschirky– se mantiene como clásicos del Waldorf Astoria en Manhattan. Hasta allí fuimos en tiempos pretéritos para  disfrutar la receta original, como también acudimos con la mayor ilusión a descubrir la ortodoxia del pato a la prensa (1890) de Frédéric Delair en La Tour d’Argent parisina o la pularda de medio luto (1921) de Eugénie Brazier en La Mère Brazier lionesa.

Lamentablemente, algunos de estas delicias ya no se pueden probar en su lugar de origen, ya sea por cierre, jubilación o decisión de los propietarios. Por eso este compendio, con todas sus carencias, tiene el mérito de hacérnoslas revivir y disfrutar. Sirve, además, como testimonio impreso de quién hizo qué en qué momento, ayudando a reivindicar la autoría de tantísimas recetas gloriosas –o el papel jugado por algunos en la revitalización de las mismas–, tras décadas de abusos indiscriminados en que la copia o apropiación estaba a la orden del día en la alta cocina. De aquí a los derechos de autor para los chefs, hay una paso. Pero sobre este tema peliagudo del copyright gastronómico les hablaré, si no les importa, en una próxima ocasión…

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