THE OBJECTIVE
Fernando L. Quintela

¿Somos idiotas?

Al final estamos llevando el retrato a su esencia más pura: así somos así nos mostramos. De la vergüenza al descaro, de la intriga y el suspense de un daguerrotipo al desnudo intelectual del selfie.

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¿Somos idiotas?

Al final estamos llevando el retrato a su esencia más pura: así somos así nos mostramos. De la vergüenza al descaro, de la intriga y el suspense de un daguerrotipo al desnudo intelectual del selfie.

Los primeros retratos de la historia de la fotografía, los daguerrotipos, suponían la implicación de todo un ejército: fotógrafos con cámaras oscuras descomunales, preparación de las placas impregnadas de la emulsión, el personaje candidato a ser inmortalizado vestido como un quiero y no puedo, y un escenario de lujo tan falso que se delataba a sí mismo simplemente viendo los pies llenos de polvo del protagonista. Era el barro del pueblo delante de la tela de Palacio. Pero podías pasar horas intentando descifrar la realidad escondida en esa imagen.

Evolucionamos, como los monos lo hicieron algún día, y con la llegada en los 60 de la clase media y los carretes a todo color, los retratos también cambiaron. Para hacerse la foto había que enseñar. El peinado, el Seat 124 nuevo, la piscina del chalet, el tocadiscos con cambio de revoluciones.

Los 70 supusieron el retrato social. Nos dejábamos ver en los guateques, era la muestra del inicio de la libertad. Pantalón de campana que había que enseñar, minifalda ellas para enseñar más. Gafas de pasta de ministro franquista si querías dar solemnidad a tu retrato.

Llegaron los 80, y el retrato se solemnizó en forma de blanco y negro pero sin una sonrisa. La fotografía era una cosa seria y parecía que ya podía considerarse un arte. En las sociedades más avanzadas el disfrute y la fiesta fotografiada fue síntoma de distinción. Quise hacerle en 1989 un retrato a Santiago Carrillo. Estabamos en su despacho y tenía una enorme bandera del PCE en su mástil. Le pedí extenderla sobre el suelo, que se sentara en ella y yo sobre una escalera le haría un plano cenital. «Es usted un gilipollas. ¿Cómo se le ocurre pedirme que pise la bandera?», me espetó. Pues sí, debía ser un gilipollas porque recogí el petate y me marché sin hacerle la foto. Por insultar. Lo quiso remediar pero ya era tarde.

Los 90 fueron años en los que ser retratado era imprescindible para subir peldaños en la soberbia de los que estaban en el escaparate. Muchos de estos consideraron al fotógrafo como un elemento de usar y tirar. Y el desprecio era insultante en muchas ocasiones. Ahí voy: entrevista con Brian Adams en el Hotel Ritz de Madrid. «Tienes un minuto», me dijo. Me sobraron 58 segundos; disparé una sola foto. Brian Adams se enfadó mucho y amenazó con chivarse a mis mayores. La foto se publicó y llamó su agente. «Es la mejor foto que le han hecho (más que calidad es que se vería guapo el chico). Quiere comprarte el negativo». Ahí entré yo: «de acuerdo, son dos millones de pesetas». Hasta hoy. No se la hubiera vendido ni por tres. Bueno, la verdad es que se la hubiera vendido por 2.000 pesetas.

Y como no me quedan líneas me voy al siglo XXI, nuestra era digital. Ahora la fotografía es popular como nunca. Cualquier fuñaño hace una foto que considera arte. Las redes sociales agitan este movimiento y nos encontramos con una inestimable colección de idiotas haciendo el ganso delante de un objetivo… cuyo obturador accionan ellos mismos.

Al final estamos llevando el retrato a su esencia más pura: así somos así nos mostramos. De la vergüenza al descaro, de la intriga y el suspense de un daguerrotipo al desnudo intelectual del selfie.

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