THE OBJECTIVE
Manuel Arias Maldonado

Sublime artificio

«Es impensable que Josef von Sternberg pudiera hoy prosperar en un Hollywood cada vez más pendiente de los equilibrios sociológicos»

Rancho Notorious
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Sublime artificio

Don English | Flickr

Andaba el otro día leyendo un artículo académico sobre la denominada «apropiación cultural», que tendría lugar en su forma más dañina cuando miembros de un grupo dominante toman elementos de la cultura o identidad de una minoría, cuando me vino a la memoria una de las fantasías orientalistas de Josef von Sternberg: esa majestuosa exploración del amor fou que es Marruecos (1930), donde la cantante Amy Jolly —a la que interpreta Marlene Dietrich en la primera de las películas que hizo para la Paramount con el director vienés— se enamora perdidamente de un soldado de la Legión Extranjera y, en un arrebatado desenlace que entusiasmaba a los surrealistas, lo deja todo para acompañar a través del desierto a la caravana de mujeres que siguen a los legionarios durante su campaña bajo un sol abrasador…

Al tratarse de una película pre-code, o sea anterior al sistema de autocensura que rigió en Hollywood durante casi tres décadas, Sternberg puede permitirse la audacia de sacar a la Dietrich a cantar vestida con un esmoquin y, no contento con eso, hacerle dar un beso en los labios a una mujer que asiste como cliente del local al espectáculo. La complacencia burguesa es también subvertida en la medida en que Amy Jolly renuncia, al tomar el camino del desierto, a la vida lujosa que le prometía un rico empresario al que encarna Adolph Menjou (quien era tan cínico como sus personajes y decía tener dos modalidades actorales: «Lubitsch 1 o Lubitsch 2», aunque se saldría de esta norma con el detective que compone en The Sniper, joya del noir de primeros de los 50). Toda la película, como las que luego vendrían en esa gloriosa sucesión que incluye El expreso de Shangai y Capricho Imperial, constituye una fantasía estilizada y estetizante que no aspira a tomarse en serio el diálogo intercultural sino que, justamente, se apropia lúdicamente de signos culturales variopintos para crear un universo autosuficiente donde se escenifican los conflictos humanos.

Ese fue el camino que tomaría Sternberg, emigrado vienés criado en Brooklyn, siempre que le dejaron: aunque más controlado por el estudio y privado ya de la presencia vivificante de su actriz fetiche, tanto El embrujo de Shangai como Macao (para la que Nicholas Ray rodó algunas escenas) expresan la misma voluntad escapista, que alcanza su cima en esa película originalísima —poco conocida— que es La saga de Anatahan, rodada en Japón en 1953 con cuatro yenes. A pesar de su fama, El ángel azul es una obra inferior, lastrada por la presencia de un Emil Jannings que pierde fuerza en el cine sonoro y por un exceso de estatismo que tiene que ver con las difíciles condiciones técnicas del rodaje; no obstante, quedará para siempre como el debut de Marlene Dietrich y como una representación arquetípica de la posibilidad de la perdición del varón a manos de una mujer por lo demás bastante menos «fatal» que otras creaciones del director.

¿Alguien ve todavía estas películas, fuera del circuito cerrado de la cinefilia? Es difícil saberlo. Aunque se forja en sus colaboraciones con Sternberg, cosa que ella misma reconocía sin mayor dificultad y con el mayor de los agradecimientos, el mito Dietrich posee autonomía propia: siguió haciendo películas y después se reinventó como cantante. El British Film Institute acaba de sacar una caja con ediciones restauradas de las películas que hiciese para la Universal entre 1940 y 1942, mostrando con ello el proceso de adaptación de la actriz a un sistema de estudios condicionado por el nuevo contexto bélico. Basta ver los títulos que contiene para comprobar la apabullante superioridad de las seis películas que Sternberg y Dietrich rodaron en la Paramount entre 1930 y 1935, en plena Gran Depresión, compiladas por Criterion en una edición reciente. Estos pequeños acontecimientos editoriales hacen las delicias de miles de aficionados en todo el mundo, pero parece inevitable concluir que el sublime artificio que Josef von Sternberg construyó junto a Marlene Dietrich hace casi un siglo ha perdido fuerza en el interior de la cultura occidental.

Desde luego no era así en los años 60 y 70, que vienen a coincidir con la era dorada de la cinefilia iniciada en los años 50. Así puede comprobarlo cualquiera que se asome al universo de José María Álvarez, poeta español incluido —según parece a regañadientes— en la célebre antología de los novísimos realizada por José María Castellet y que ha venido edificando una sorprendente obra en marcha titulada Museo de cera: entre su primera edición de 1974 y la última de 2002 no han dejado de incorporarse poemas —encabezados sin excepción por citas de libros o canciones o películas— que cantan a la vida a través de la literatura. En ese hermosísimo laberinto esteticista, que no carece de caprichos y autocomplacencias, el cine ocupa un lugar privilegiado. Significativamente, abundan las referencias a Sternberg: hay poemas que llevan el título de sus películas, como Dishonoured y The saga of Ana-Ta-Han, encabezado este último por un pasaje de las memorias del director vienés, Fun in a Chinese Laundry, que prestan el título a su vez a un poema dedicado a Orson Welles donde se habla del «amargo polvo del exilio»… También hay un poema, escrito en París en diciembre de 1969, escrito tras conocer la noticia de la muerte del director:

«Cuántos enemigos
Habría que ofrecerte
Oh Muerte
para estar empatados».

Afortunadamente, Sternberg nos dejó antes de morir un brillante libro de memorias, ese Fun in a Chinese Laundry que cita Álvarez y que aparece publicado en Estados Unidos en el año 1965 (hay una edición española, publicada por Ediciones JC en el año 2000, que se encuentra descatalogada), poco después de que nuestro hombre terminase sus años de docencia en la Universidad de Los Ángeles (donde causó notable impresión sobre sus alumnos Jim Morrison y Ray Manzarek, columna vertebral de The Doors). Es un libro imprescindible para cualquier aficionado al cine y recomendable para cualquier lector; más que unas memorias en sentido propio, se trata de unas reflexiones sobre el medio cinematográfico que toman como base la experiencia personal del cineasta. Para cualquiera dispuesto a adentrarse en ella, los textos memorísticos del Hollywood clásico son una cueva del tesoro llena de sorpresas y, en algunas ocasiones, inteligencia. Es el caso de Sternberg, al que puede reprocharse su arrogancia pedagógica mientras no obstante se disfruta su sarcasmo; al fin y al cabo, un hombre modesto jamás habría podido crear Underworld (acaso el primer film, mudo, de gángsters) o Shanghai Express.

Jo Sternberg, cuyo nombre pasó en Hollywood a ser el aristocrático Josef von Sternberg para diversión de los periodistas, tiene claro que el arte carece de misión alguna: se sirve a sí mismo. En una entrevista concedida a la televisión sueca en 1968, de hecho, fue interrogado por la falta de «mensaje» de sus películas y respondió con claridad: «Si hubiera querido mandar un mensaje, habría recurrido a Western Union» (Nabokov dijo una vez algo muy parecido, a saber, que las novelas no tienen por objeto «comunicar» nada y para eso están los telegramas). Nuestro hombre tiene claro que es un artista y se afirma como tal, consciente de que ello limita drásticamente su popularidad en un medio —el cine— que demanda el éxito popular por elementales razones financieras. Escribe: «Me gustaría mucho atraer a otros a mi mundo, pero mi mundo no es el mundo de las masas, pese a que la masa ha menudo se ha aproximado a mi mundo». Sternberg subraya que la conducta del individuo en el interior de la multitud cambia de manera visible, siendo el público en su conjunto un «rebaño homogéneo fácilmente manejable apelando a sus denominadores comunes». Cuando se refiere a esta «vasta hermandad», sin embargo, Sternberg alude al espectador de cine que iba al cine cuando no existía la televisión y no digamos la posibilidad de ponerse a la carta cine en casa. De hecho, tampoco cree que ese público pueda mejorar con el paso del tiempo; las narraciones de masas, sin embargo, se han ido haciendo más complejas a medida que los espectadores han ido familiarizándose con nuevos mecanismos narrativos. Y el propio cine de estudios supo combinar el atractivo popular con soluciones visuales o dramáticas ocasionalmente brillantes, a pesar de la uniformidad que el modelo clásico de representación venía a imponer.

Pero Sternberg quería llegar lejos y por eso no duda en afirmar que el director de cine es «un poeta de la cámara». Es alguien que escribe con ella, como defendía Alexander Astruc cuando hablaba de la caméra-stylo y como siguen sugiriendo los teóricos del film que hablan de la «escritura» de tal o cual director. Tal como había señalado la crítica francesa, el director es para Sternberg «el autor principal de un film». Eso no quita para que el director sea a menudo —confiesa— una persona irritante, al que más le vale fingir ignorancia si no quiere que las interferencias en su trabajo lo conviertan en irreconocible; hay algo masoquista en el oficio, por lo demás nada envidiable si tenemos en cuenta la extenuante cantidad de personas a las que debe gobernar y los elementos que debe someter a su control. Y eso que Sternberg podía escribir, fotografiar y diseñar los decorados de sus films.

Como tantos otros grandes directores, Sternberg empieza en el cine mudo y se muestra persuadido de que el cine es ante todo un arte visual: el impacto de una película depende de la imagen en movimiento. Pero la belleza no está en los objetos, advierte, sino en los sentidos; se trata de despertar la sensación apropiada en el espectador (aunque ya hemos visto que lo tiene en poca estima). De ahí que sea escéptico respecto de la adaptación de la literatura a la pantalla: los valores propios de la palabra escrita se pierden por el camino. Tampoco es de extrañar que lamente el efecto provocado por el cine sonoro, una transición que conoció en primera persona; se queja de que la palabra tenía que servir de contrapunto a la imagen en lugar de reemplazar su fuerza plástica. Es como si el sonido rompiese el efecto de irrealidad que creaba la imagen: «El sonido era realista, la cámara no». Eso cambiaría, naturalmente; el sonido pudo afirmarse como una fuerza creativa de primer orden cuando se usó de manera inteligente —Hawks, Welles, Tournier, Godard, Altman— sin que ello remediara el problema de comunicabilidad que trajo consigo. A pesar de los intentos de Hollywood por rodar sus películas en distintas versiones lingüísticas y del paliativo que supuso el doblaje, el cine sonoro perdió el poder que tenía el mudo: sus imágenes eran comprensibles en todo el mundo, incluso para aquellos que no sabían leer ni escribir.

También Hollywood tuvo, desde sus mismos comienzos, un carácter mundial. Habida cuenta de su vocación artística, Sternberg no podía tener una opinión demasiado buena de la dream factory angelina: sus artificios le parecían netamente inferiores a los suyos. La presión de la rentabilidad solo podía parecerle obscena, como si estuviera por debajo de su nivel; la cultura no estaba demasiado bien vista e incluso un hombre tan erudito como John Farrow —el padre de Mia— hubo de dedicarse a hacer cine de entretenimiento, bien que a menudo de gran brillantez. Sternberg, exhibiendo sin duda un desdén injusto hacia el sistema de estudios, lamenta que el contenido superficial «parece crecer y florecer exclusivamente en el Trópico de Hollywood», allí donde la cámara pide acción en vez de meditación. Y no se ahorra un comentario sardónico contra la televisión, que hoy tendría más difícil sostener: «Rebajar un estándar bajo es aún más difícil que elevar un estándar elevado, pero la ley de la oferta y la demanda opera de manera eficiente y el pequeño tubo electrónico ha concentrado de inmediato la demanda por el contenido estúpido».

Para los aficionados a la reflexión metacinematográfica, hay que señalar que Sternberg ya fabuló —a partir de una idea de Lubitsch— sobre la capacidad de Hollywood para fagocitar lo real en The Last Command, donde un antiguo general zarista acaba haciendo de soldado ruso en una producción cinematográfica, muriendo en pleno rodaje tras haber sufrido la alucinación de que se encontraba de nuevo batallando en la estepa. Es un cierre glorioso, interpretado patéticamente por Emil Jannings en lo que terminó por convertirse en su especialidad: el notable al que la mala fortuna (El último) o la torpeza (El ángel azul) convierten en un guiñapo.

Jannings, que después de triunfar en Alemania hizo películas en Hollywood y acabó dirigiendo la UFA para sus amigos nazis, es uno de los actores con los que Sternberg se ensaña en estas memorias; otro es Charles Laughton, que había de interpretar para él al emperador Claudio en una adaptación de Robert Graves producida por Alexander Korda. La película empezó a rodarse en Londres, pero fue abandonada —según Sternberg— a consecuencia de los retrasos y problemas creados por el singular actor británico. Tras recordar que el Senado romano aprobó una resolución que prohibía a sus miembros ser vistos en público en compañía de actores, Sternberg se niega a dar crédito alguno a unos actores que apenas tendrían que «imitar» las expresiones utilizadas por millones de seres humanos a diario. A pesar de que reconoce que los actores cinematográficos tienen el mérito de trabajar en condiciones difíciles, rodeados como están de cámaras y luces, constantemente interrumpidos u obligados a repetir sus tomas, niega que sean artistas: a diferencia de lo que sucede con el actor de teatro, ni siquiera tienen la oportunidad de comportarse como tales. El actor de cine recibe mucha más atención de lo que le corresponde, nos dice, beneficiándose de una especulación emocional de la que no es responsable: «Ni la especulación ni las emociones son suyas». Viene a la memoria la impotencia de Joseph Tura (Jack Benny) en Ser o no ser, encargado como está de entretener al comandante nazi e incapaz, sin embargo, de hacerlo porque está —dice a sus compañeros en un aparte— «quedándose sin diálogo». Y es que los actores operan en el vacío y solo los más inteligentes se pliegan a lo que el director tiene que decirles, sin preocuparse por nada más. Sobre una actriz que insistía en pedirle explicaciones, escribe Sternberg sin tapujos: «Lo que estuviera en su cabeza o en la de cualquier otro en esa película no me concernía, pues estaba demasiado ocupado con lo que pasaba dentro de la mía». Eso sí: tomando seguramente como ejemplo a Marlene Dietrich, sobre cuya relación escribe páginas memorables, Sternberg matiza que solo las mujeres disfrutaron el proceso de transformación («posiblemente mortificante») al que las sometía. A su modo de ver, los actores son uno más de los materiales que el director emplea en su compleja tarea y, como tales, no merecerían más atención ni cuidado que otros. Es posible que estuviera celoso: Hollywood siempre ha sido un star system más que un paraíso autoral. Estaría así de acuerdo con Oscar Jaffe, el director teatral de Twentieth Century, la comedia de Howard Hawks: «Nunca pensé que caería tan bajo como para convertirme en actor».

Sternberg encargó la construcción de una casa —luego destruida— al entonces desconocido Richard Neutra y elogia a Luis Buñuel como «uno de los más capaces directores»: tenía, qué duda cabe, buen ojo. Y aunque sostiene que al gran artista solo se le acepta con el paso del tiempo, conoció el éxito mundano durante los años que van de Los muelles de Nueva York a El diablo es una mujer (donde aparece una España carnavalesca y delirante). Su cine es un cuestionamiento temprano del modelo clásico de representación, uno de cuyos rasgos es la invisibilidad del autor: el artificio en sus películas resulta tan visible, la saturación estética es tan formidable, que no parece realizarse una apuesta demasiado grande por la suspensión de la incredulidad. Las tramas son secundarias con respecto a la exaltación del placer, la búsqueda de la belleza y el cultivo del exceso por medio de las imágenes. Y qué imágenes: la Dietrich lanzándose al desierto, apareciendo por debajo de un disfraz de gorila en una sala de baile o refulgiendo en la noche a bordo del último vagón del Expreso de Shangai. También sus películas mudas están llenas de audaces hallazgos visuales, por no hablar de los decorados artesanales de Anatahan o los juegos de sombras y lujuria que dan vida a esos desiguales ejercicios de exotismo que son El embujo de Shangai y Macao.

Es impensable que Sternberg pudiera hoy prosperar en un Hollywood cada vez más pendiente de los equilibrios sociológicos; quizá encontrase acomodo en algún país europeo. No sabemos, tampoco, si el público —grande o pequeño— tendría interés en un cine sin más mensaje que el puro placer visual. Pero tenemos sus películas, comercializadas en ediciones de creciente calidad, esperando a ser descubiertas por nuevas generaciones de espectadores; sería una pena que no lo hicieran. Es tal su hechizo que justifican un poema como ese «Oh oh oh el cine» que escribió José María Álvarez, ferviente admirador del vienés. Sus versos nos sirven aquí como un «The End»:

«Películas amadas. Como algunas páginas,
la obra de algún músico,
ciertos cuadros o pasear por Roma,
son la única vida que deseo
vivir. El esplendor de esas sombras
me consuela de esas otras
que son mi tiempo, y que desprecio».

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