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Ignacio Peyró

También los italianos vestían de negro

Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que piensan los asesores de comunicación, imagen, telegenia o marca personal

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También los italianos vestían de negro

Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que piensan los asesores de comunicación, imagen, telegenia o marca personal

Ahora milimetramos nuestras patillas según el humor de Neymar, pero hubo un tiempo en que los petimetres madrileños –así lo cuenta Galdós- se recortaban barbas y bigotes a imagen de Sagasta o de Cánovas. Quizá la política importara más entonces, pero lucir la ideología como quien lleva un sombrero ha sido habitual antes y después de la pelambrera romántica: baste pensar en la complicidad antifranquista que denotaban ciertas barbas, por ejemplo, o en esas resistencias del castrismo contra el vaquero americano al grito de “¡No queremos Lees!”. Al narrar la entrada de Carlos V en Bolonia -1530-, Barzini describe el contraste entre el negro absoluto del cortejo imperial y la bizarría de sedas, brocados y velludillos de colores con que recibieron al Emperador los boloñeses. “Pocos meses después, también los italianos vestían de negro”. La ideología tiende a la uniformidad.

Incapaces de imposición, las democracias liberales apenas pueden proponer –por suerte- más que la desiderabilidad de la imagen. Pocos políticos la tuvieron mejor que Anthony Eden, hombre tan apuesto, resuelto y elegante que se ganó como apodo “Lord Pestañas”. Sabía desmayar los corazones de las tories con un no sé qué entre distante y melancólico, con una suavidad de maneras soberana. Por héroe de guerra, orientalista erudito y diplomático sagaz, Eden era un candidato para la gloria sin reproche. Hoy sólo lo recordamos, sin embargo, por haber dado nombre a un sombrero y encabezar la jerarquía de los peores “premiers” de Inglaterra.

Tan dispar, Lord Salisbury fue un hombre modesto hasta lo mortecino. Nunca aceptó cumplidos, ni quiso reconocimientos, ni tuvo esa simpatía –esa zalamería- tan propia de los políticos. Todo en él emanaba saturnina gravedad: “prefería”, según se ha escrito, “el silencio de su estudio a cualquier contacto con sus semejantes”, despreciaba la vida de club, abominaba del deporte y desesperaba a su familia por su inmunidad a los chismes. Su desaliño indumentario todavía se recuerda: en las mejores soirées, aparecía con franelas carcomidas, hasta que un día el príncipe de Gales le reprochó sus andrajos. “Seguramente estaba pensando en alguna cosa menor al vestirme, señor”, se excusó Salisbury, más preocupado por el damero europeo que por la flor en su boutonnière. Hoy lo recordamos por haber inspirado una revista y ser uno de los políticos de marca mayor de toda Europa.

De las perlitas de la Thatcher a los aires patricios de Bush padre o esa cómoda confianza que exudaban los Kennedy, la imagen ancla simpatías, delimita terreno, afianza una congruencia de modo inteligible, nos engancha o nos repele, nos provoca. Quizá por esa misma razón merezca un pase por los fríos del escepticismo. El gremio de los sastres londinenses pudo observar que –de Jorge IV al duque de Windsor-, los príncipes mejor vestidos han sido siempre los peores reyes; los más atentos a sus vestimentas, los más ligeros con la repercusión de sus acciones. Dicho de otro modo, incluso los primeros expertos en imagen supieron que una buena figura no hace una buena política, o que –simplemente- hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que piensan los asesores de comunicación, imagen, telegenia o marca personal. Si no basta el testimonio de los alfayates de la Row, podemos repasar las vidas de Eden y Salisbury: por contemporáneo que sea, no hay afán en que el pasado no ilumine el presente todavía.

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