THE OBJECTIVE
José María Albert de Paco

Todo sexo femenino

En la piscina del Club Natación Barceloneta, donde apuro la tarde leyendo una novelita, dos mujeres de mi edad se tumban en sendas hamacas justo al lado de la que yo ocupo. La más habladora, lo sé bien, se llama Teresa; fuimos juntos al Balmes. Ella, repetidora, tenía un novio dos años mayor. Era una muchacha hermosa, muy hermosa, y la evocación de esa hermosura aterriza con naturalidad en su rostro de ahora, en el que el tiempo ha dejado una sombra de amargura.

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Todo sexo femenino

En la piscina del Club Natación Barceloneta, donde apuro la tarde leyendo una novelita, dos mujeres de mi edad se tumban en sendas hamacas justo al lado de la que yo ocupo. La más habladora, lo sé bien, se llama Teresa; fuimos juntos al Balmes. Ella, repetidora, tenía un novio dos años mayor. Era una muchacha hermosa, muy hermosa, y la evocación de esa hermosura aterriza con naturalidad en su rostro de ahora, en el que el tiempo ha dejado una sombra de amargura.

Teresa, por supuesto, no me recuerda. Nadie recuerda nada y esa desmemoria resulta a veces tan inverosímil que me pregunto si no es una forma de coquetería. (Yo, por alguna razón que tal vez tenga que ver con el mal funcionamiento de ciertos receptores cerebrales -la falta de sueño, tal vez, quién sabe si los demasiados golpes- retengo información que, en cualquier cabeza corriente, habría sido borrada por el mecanismo de mantenimiento de la memoria, que tiende a suprimir los recuerdos inútiles. El número de teléfono de Daniel, mi primer amigo en el colegio, era 326 46 67; el de mi abuelos paternos, 337 41 17; el de mis abuelos maternos, 224 05 04; el de mi antigua casa de la calle Sepúlveda, 325 05 96; el del gran Castells, 325 06 69; el de mi novia del instituto, a la que llamé a diario sobre las tres de la tarde durante un año y medio, 357 27 29. Sólo uno de los números, por cierto, es verdadero. Y quien dice teléfonos dice lecciones de quinto de EGB: los incisivos cortan, los caninos desgarran y los molares aplastan y trituran. Mi memorial de trivialidades, en fin, no conoce límites ni se para en barras, y gracias a este déficit, amenizo las cenas de antiguos alumnos relatando historias que, como quiera que han caído en el olvido, despiertan el asombro de mis ex compañeros, para quienes las anécdotas y escenarios donde los sitúo resultan graciosamente inconcebibles, y ya no digamos las cosas que les hago decir. ‘¿De verdad que dije eso? ¿Estás seguro? ¡Es impresionante que te acuerdes!’ Últimamente vengo aliñando esas evocaciones con algún que otro detalle ficticio y nadie hasta el momento ha sospechado nada porque nadie, ya digo, recuerda nada.)

Teresa y su amiga han empezado a charlar, no precisamente en voz baja, sobre el DIU que lleva Teresa desde hace seis meses y la calidad de la sangre de su periodo, lo que incluye una gama cromática que va del «granate tostado» al «rojo carmesí». Yo, a apenas un metro y medio, me pregunto si, más que por invisible, no me habrán tomado por una de ellas. Y casi no resisto las ganas de decirles: «No parece que habléis de una hemorragia, sino de esmalte de uñas». Pero no. Me delataría.

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