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Miguel Ángel Quintana Paz

Tres cosas que aprendí en Italia

Tener veinte años y hacer el primer viaje a Italia. Tal era, según Josep Pla, el deseo que rogaría al diablo si este le ofreciera uno último antes de morir. Yo tenía veintiuno y no el diablo, pero sí el programa Erasmus, me concedió un curso para estudiar Filosofía en Roma (también me ofreció pasarlo en Alemania, Francia o Inglaterra, lugares todos ellos donde se parlan lenguas bien apreciables…

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Tres cosas que aprendí en Italia

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Tener veinte años y hacer el primer viaje a Italia. Tal era, según Josep Pla, el deseo que rogaría al diablo si este le ofreciera uno último antes de morir. Yo tenía veintiuno y no el diablo, pero sí el programa Erasmus, me concedió un curso para estudiar Filosofía en Roma (también me ofreció pasarlo en Alemania, Francia o Inglaterra, lugares todos ellos donde se parlan lenguas bien apreciables; pero elegí Italia, que tan joven uno no va a desoír a Pla). Llegué a Roma cuando Berlusconi acababa de auparse a su gobierno, que dejó a los pocos meses. Y, aunque yo no lo sabía, aquella era ya una primera lección transalpina con que justificar mi estancia filosófica: Italia es un sitio donde Berlusconi siempre acaba de llegar y nunca de irse; lo vimos en los recientes comicios de marzo y quién sabe aún cuántos lo veremos aún.

También aprendí otras tres cosas en Italia acaso proficuas para nuestros afanes presentes.

Primera: los itálicos enseguida te explican la muy exuberante diversidad que caracteriza su país. Aún hoy más de la mitad de ellos habla corrientemente otro idioma aparte del italiano, de una lista de ¿veintitantas, treinta y tantas? lenguas e incontables dialectos. De modo que cuando algún misionero de la “España plural” les llega jactándose de cuán plurilingüe es nuestra tierra (gallego, euskera, catalán, valenciano, ¡hasta asturiano u occitano, fíjate tú!), el italiano mira con ojos escépticos a ese recién llegado íbero que por motivos fútiles se cree tan especial.

Existe de hecho un término italiano para describir esa sensación de extrañeza que nos embarga cuando abandonamos nuestra tierra y notamos que errábamos en nuestros supuestos: spaesamento. Los franceses lo llaman dépaysement, en castellano acaso por “despaisanamiento” lo podríamos traducir. Los filósofos italianos le han dado algunas vueltas a esta idea, pues creen que puede describir cómo nos sentimos un poco todos en estos tiempos alterados, cuando los viejos dioses ya se han ido y los nuevos no acaban de surgir.

Segunda cosa que aprendí en Italia: cuanto más se habla de política, menor importancia puede tener en la vida real la política.

Llegué al país de Maquiavelo cuando España vivía tiempos políticamente agitados (sobre el Gobierno socialista volaba la sospecha de haber practicado terrorismo de Estado, que luego se confirmó; el director general de la guardia civil era un prófugo laosiano de la Justicia; al director del Banco de España, a la presidenta de Cruz Roja, al cuñado de Felipe González… también les salpicaban los lodos de la corrupción). Y, pese a tanto mambo hispano, encontré en Italia un ambiente en que políticamente se discutía más y mejor que entre nosotros: mientras que aquí política era escandalizarse con que un ministro de Interior secuestrara conciudadanos (y bien está escandalizarse por ello, faltaría más), allí se debatía en televisión y en pasillos de la facultad las ventajas e inconvenientes de cada ley electoral. Ahora bien, todas esas discusiones eran eso, televisivas y universitarias: el ciudadano de a pie había aprendido a hacer su vida aparte de los políticos. Y así, pese a la babel que eran estos últimos (48 gobiernos llevaban de 1948 a 1994, más de uno por año; hoy ya acumulan 62), Italia blasonaba de contarse en el G-7 de las mayores potencias económicas.

Solo puedo comparar con la Italia de entonces a la España de ahora: aquí ya hemos elevado un tanto el nivel de nuestras discusiones políticas (y hoy en día porfiamos incluso sobre los pros y contras de las leyes electorales; aunque a veces, es verdad, también sobre un montón de nonadas). Aquí el panorama parlamentario ya se ha italianizado y, de hecho, llevamos una legislatura fallida (la penúltima) y otra con dos Gobiernos minoritarios y legislativamente aletargados (la actual). Y aquí habremos, intuyo, de acostumbrarnos a funcionar cada vez mejor sin contar con unos políticos enfangados en sus cuitas: digna salida sería tal italianización.

La tercera cosa que aprendí en Italia tiene que ver con la inmigración. En un país que lidia con ella desde mucho antes que nosotros, su izquierda lleva lustros haciendo lo que hace semanas ha emprendido la nuestra con ahínco: descalificar como “xenófobo” a todo el que no comulgue con sus ideas (siendo así que estas ideas más que tales están siendo ocurrencias, pues hoy nos sacamos fotos bien bondadosos frente al Aquarius, mañana argüimos que ya somos incapaces de recibir ni uno más). El resultado de tan exigua estrategia izquierdista es que en Italia hoy dirige la política inmigratoria un Salvini y la socialdemocracia ha quedado reducida a la irrelevancia electoral. No sé si entre gritito y gritito de “¡racistas!”, entre referencia y referencia escatológica, tendrán los socialdemócratas españoles tiempo para escuchar algo que no sea su propio engolamiento indignado; de ser así les recomiendo que, tengan o no veinte años, bien harían en prestar atención al consejo de Pla.

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