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Miguel Ángel Quintana Paz

Tres cosas sobre la “ultraderecha” alemana que quizá no lea en la prensa socialdemócrata

Las elecciones celebradas el pasado domingo confirmaron el ascenso del que viene gozando el joven partido Alternativa para Alemania (AfD) desde su fundación. Son ya nueve (uno más de la mitad) los parlamentos estatales germanos en que cuentan con escaños. El domingo, además, el éxito de AfD fue en especial sonoro. En primer lugar, porque logró que más de uno de cada cinco votantes del estado donde se celebraban los comicios, Mecklemburgo-Pomerania Occidental, optara por ella. Además, porque se aupó al puesto de segundo partido más votado. Y, en tercer lugar, porque adelantó en votos al partido gobernante en Alemania, la CDU de Angela Merkel, que de hecho tiene su circunscripción ubicada en esa misma región. Aunque las dos primeras cosas ya las había alcanzado AfD en Sajonia-Anhalt el marzo pasado, la tercera es una novedad que ha preocupado lógica y hondamente no solo a Merkel.

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Tres cosas sobre la “ultraderecha” alemana que quizá no lea en la prensa socialdemócrata

Las elecciones celebradas el pasado domingo confirmaron el ascenso del que viene gozando el joven partido Alternativa para Alemania (AfD) desde su fundación. Son ya nueve (uno más de la mitad) los parlamentos estatales germanos en que cuentan con escaños. El domingo, además, el éxito de AfD fue en especial sonoro. En primer lugar, porque logró que más de uno de cada cinco votantes del estado donde se celebraban los comicios, Mecklemburgo-Pomerania Occidental, optara por ella. Además, porque se aupó al puesto de segundo partido más votado. Y, en tercer lugar, porque adelantó en votos al partido gobernante en Alemania, la CDU de Angela Merkel, que de hecho tiene su circunscripción ubicada en esa misma región. Aunque las dos primeras cosas ya las había alcanzado AfD en Sajonia-Anhalt el marzo pasado, la tercera es una novedad que ha preocupado lógica y hondamente no solo a Merkel.

Junto a esos contundentes datos hay algún otro que quizá merezca cierta reflexión. Las encuestas a pie de urna han ofrecido respuestas interesantes en torno a la pregunta “¿de dónde vienen los votos de AfD?”. Si usted lee prensa, y concretamente prensa socialdemócrata, muy probablemente haya leído ya que, en efecto, tales votos provienen “de todo el arco parlamentario” (o, con metáfora piscícola, que AfD “pesca en todos los caladeros”). Eso es verdad. Pero no toda.

A AfD acuden votos que antes votaron al neonazi (y quizá pronto prohibido) NPD; lo cual no parece asombroso, dado que comparte con este partido el euroescepticismo o sus posiciones antiinmigración. A AfD acuden también electores que antes se dirigieron al partido de Angela Merkel: se calcula que aproximadamente un 15 % de ellos. A AfD acude también mucho antiguo abstencionista: nada menos que unos 56.000. Pero de entre los que sí votaban anteriormente y ahora han cambiado su voto a AfD, prácticamente la mitad proviene de partidos izquierdistas: SPD, Die Linke y los Verdes.

Esto podría parecer en principio sorprendente: ¿cómo es posible que a una formación que los medios no dudan en tildar de ultraderecha, y que por tanto estaría en principio más próxima a la derecha merkeliana, la vote sin embargo tanto antiguo elector izquierdista? ¿Por qué hay más votantes que dan el salto desde la socialdemocracia hasta tal ultraderecha que desde el presuntamente más próximo conservadurismo? ¿Por qué tanto votante (12 %) que antes votó a Die Linke (una formación que comparte partido europeo con Izquierda Unida) apoya ahora lo que parecería el extremo contrario del arco político? ¿No debería ser una rareza ir tanto desde la ultraizquierda a la derecha extrema?

Para empezar a responder esas dudas se pueden apuntar dos hipótesis y recordar un dato. El dato es que todo esto no resulta inaudito: ya en Francia se asistió hace años a algo similar, cuando antiguos votantes socialistas y comunistas se pasaron en masa al lepenista Frente Nacional.

La primera hipótesis de por qué sucede esto no deja en buen lugar a la izquierda europea. Ya apuntamos la idea hace dos semanas aquí. Somos muchos los que detectamos en el izquierdismo europeo actual una pasmosa falta de ideas de cierto empaque. Y, por consiguiente, un recurso cada vez más frecuente a meros eslóganes, mero sentimentalismo, meras divagaciones cuando no extravagancias (que diría el recientemente fallecido filósofo Gustavo Bueno). Mero populismo, en suma. Acostumbrar a tu electorado al populismo tiene una gran ventaja: el populismo es por definición fácil de vender. Pero tiene un gran inconveniente: cuando llega alguien más populista que tú, no puedes estar nada seguro de que no te vaya a robar tu clientela. Por tanto, no resultaría extraño que en Alemania o Francia antiguos socialistas nutran a la derecha populista, o que en la España postzapatero alimenten, como están alimentando, a la izquierda ídem.

Si la primera hipótesis parece un tanto dura hacia la izquierda europea actual, la segunda es aún menos fácil de asumir. Rezaría así: los votantes de mentalidad estatalista, que antes apostaban por partidos de izquierda porque creían que son estos los que mejor pueden defender el Estado de bienestar, empiezan a cambiar de idea. Y esto es así debido a la postura netamente pro inmigración que adoptan todos estos partidos. El antiguo votante izquierdista empieza a dudar de que su querido Estado de bienestar sea compatible con cotas cada vez más altas de inmigrantes que a menudo no comparten la cultura política que hizo posible ese Estado de bienestar. Y, por lo tanto, opta por partidos antiinmigración que también persiguen mantener ese Estado benefactor, pero solo para los connacionales. Dicho de otro modo: el votante izquierdista ama igual que siempre las ventajas de un Estado que te da muchas cosas, solo que ahora ha decidido que esas cosas es mejor que vayan solo para él, no para cualquiera que llegue al país y que pueda ponerlas en peligro. El estatismo no siempre ha de ser generoso. (Lo habíamos sospechado siempre los liberales).

Hagamos una última reflexión sobre el ascenso de los partidos antiinmigración, como AfD. No ha sido extraño que la prensa española, sobre todo la socialdemócrata, tilde de “xenófobas” a estas formaciones. Si un partido habla contra la mezcla de lo alemán con lo sirio, o con lo africano, o con lo musulmán no puede ser sino por xenofobia, parecen razonar nuestros periodistas.

No entraré en la corrección o no de este razonamiento. Pero llama la atención que apenas se aplique lo mismo para los casos en que, dentro de nuestro país, alguien habla contra la mezcla de lo catalán, lo vasco, lo gallego o lo maragato con lo español. Si ser nacionalista alemán y querer mantener las esencias alemanas es xenófobo, no se ve por qué no deberíamos empezar a llamar ya a los defensores de otros nacionalismos, y de otras esencias, por ese mismo nombre. De hecho, uno de los principios básicos de la “xenófoba” AfD es la idea de que los países del sur de Europa están robando, vía rescate bancario, a los alemanes. Estos xenófobos alemanes podrían firmar perfectamente, pues, el lema de “Espanya ens roba” con que otros xenófobos, más cercanos, nos han estado martilleando estos últimos años. Queridos amigos socialdemócratas: no vale llamar “xenófobo” solo a los que no quieres caer bien; un principio básico de la razón es que has de guardar cierta coherencia y clasificar lo similar de modo similar.

Aunque, claro, eso nos retrotrae a la hipótesis primera que apuntamos antes: ¿será capaz la socialdemocracia española de abandonar el sentimentalismo e ir adonde la lleva la aplicación sólida de la razón?

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