THE OBJECTIVE
Aurora Nacarino-Brabo

Twitter, ese planeta

Vivimos tiempos de reacción. Muchos analistas han explicaado el momento histórico desde el empoderamiento de las masas que ha facilitado el desarrollo tecnológico. La democratización del acceso a internet y la aparición de redes sociales han permitido una cierta horizontalidad en los discursos que ha desafiado las estructuras de poder tradicionales. Las élites viejas aparecen atribuladas mientras contemplan el ascenso de personas que ayer eran anónimas y hoy cuentan sus seguidores por millares en su canal de YouTube, en su cuenta de Instagram o en su parcela de Twitter.

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Vivimos tiempos de reacción. Muchos analistas han explicaado el momento histórico desde el empoderamiento de las masas que ha facilitado el desarrollo tecnológico. La democratización del acceso a internet y la aparición de redes sociales han permitido una cierta horizontalidad en los discursos que ha desafiado las estructuras de poder tradicionales. Las élites viejas aparecen atribuladas mientras contemplan el ascenso de personas que ayer eran anónimas y hoy cuentan sus seguidores por millares en su canal de YouTube, en su cuenta de Instagram o en su parcela de Twitter.

Hay una cierta emancipación popular en todo este proceso que, sin embargo, no está exenta de algún inconveniente. Estos días se habla mucho del modo en que las redes sociales nos han permitido construir burbujas virtuales en las que nos hacemos rodear de afines y nos aislamos de quienes no piensan como nosotros. Muchos culpan a Facebook de contribuir a la polarización y la crispación en internet, así como de servir de canal para la circulación de bulos y rumores, en un ejercicio sistemático que nos ha conducido a la era de la posverdad.

Las redes sociales han servido de ascensor social a personajes de méritos dudosos y, tras el anonimato y la seguridad que proporcionan, se han parapetado no pocos fanáticos e insultadores. En resumen, si un marciano aterrizara mañana en la Tierra y preguntara en la calle por ellas, seguramente se llevaría la imagen de que las redes sociales constituyen un reducto de mal gusto, radicalismo y griterío.

Pero, si por azar fuera a dar conmigo, yo le contaría al marciano una visión un poco distinta. La Tierra sigue siendo un planeta marcado por las desigualdades. Sabemos uno de los aspectos más determinantes en el futuro socioeconómico de las personas tiene que ver con su entorno: en qué familia nacieron, en qué barrio crecieron, en qué colegio se educaron, quiénes eran sus compañeros de clase.

Yo crecí en Moratalaz, en el seno de una familia de clase media. Vivíamos bien. Mis padres tenían estudios superiores, en mi casa se compraba el periódico y las estanterías estaban llenas de libros. Pero mis padres tenían cuatro hijos, lo cual hacía imposible que nos pudieran pagar colegios de élite, estudios en el extranjero y universidades internacionales. Y tampoco tenían el know how ni los contactos. Hace ya mucho tiempo que Moratalaz reconcilió sus orígenes obreros con su nuevo destino de barrio residencial. Es un lugar agradable para crecer, tranquilo, bien surtido de zonas verdes y espacios deportivos. Pero tampoco nos engañemos: no es un condensador de intelectualidad.

Yo fui una adolescente con ciertas inquietudes políticas, históricas y culturales que alimenté siempre en soledad y un poco a trompicones, surtiéndome de la biblioteca de casa y las referencias en los periódicos. Dar el salto a la universidad amplió algo mi horizonte de libros, autores y teorías, pero tampoco excesivamente: no vamos a sorprenderos ahora del estado de las facultades de ciencias sociales en España.

Sin embargo, algo cambió para siempre el día que me hice una cuenta de Twitter. Mejor dicho: el día que aprendí a manejar mi cuenta de Twitter. Aquella horizontalidad nueva del ciberespacio me puso en contacto con decenas de personas que compartían mis intereses y que, hasta ese momento, el determinismo geográfico y socioeconómico me había impedido conocer. Muchas de ellas eran verdaderamente brillantes, gente con la que una podía mantener conversaciones y debates vibrantes, y aprender cada día. Había gente de clase media como yo, y otros que se habían educado entre las élites culturales de su generación, convertidos ahora en mis amigos merced a la democracia de internet. Aquello era un mundo nuevo.

Después, las redes sociales me sirvieron para dar a conocer mis textos, que empecé publicando en un blog personal que leían cuatro gatos. Si hoy tengo la suerte de que me paguen por escribir es gracias a Twitter.  Allí forjé una pequeña burbuja virtual que me permitió empaparme de libros, de artículos, de papers, de personas. A Twitter le debo un puñado de buenos amigos y unos cuantos contactos profesionales. También allí encontré a Jorge.  Así que, si algún día se les acerca un marciano y les pregunta que qué tal son las redes sociales, díganle que son lo más parecido a un viaje interplanetario que he conocido. Creo que sabrá entender.

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