THE OBJECTIVE
Joseba Louzao

Un pasado que no pasa

«Lo sabía, pero no era consciente hasta el momento: la Guerra civil es un pasado que no pasa. Y no pasa porque no la dejamos pasar»

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Un pasado que no pasa

Wikimedia Commons

La semana pasada salió a la calle una síntesis divulgativa sobre la Guerra civil española que comencé a escribir unos meses antes de la aparición del coronavirus en nuestras vidas. Por esa razón, me voy a permitir (disculpas de antemano) una breve reflexión sobre esta experiencia. No la de la guerra, sino la de escribir sobre aquella tragedia. Llevo trabajando sobre historia contemporánea española desde el 2008 y nunca había tenido que responder, entre propios y extraños, a cuestiones sobre la neutralidad y la objetividad de mi tarea. Ha sido con frecuencia, y eso que algunos de los anteriores textos también habían estado relacionados con temas tan polémicos como el terrorismo y su memoria en el País Vasco reciente. Sin embargo, jamás habían sido tantas y tan insistentes las preguntas desde todos los ámbitos del espectro político.

Lo sabía, pero no era consciente hasta el momento: la Guerra civil es un pasado que no pasa. Y no pasa porque no la dejamos pasar. O quizá, como señaló William Faulkner, porque el pasado nunca muere, y ni tan siquiera es pasado. El abrasador recuerdo de aquella guerra es un síntoma más de los problemas que nos acucian. Las sociedades, y los individuos que las componen, pueden interrelacionarse de muchas formas con el pasado, el presente y el futuro. Cada cierto tiempo también nosotros mismos debemos reflexionar sobre nuestro presente, rememorar el pasado y encarar el futuro a corto o largo plazo. Así lo he ido comprendiendo según se acercaba la fecha de la publicación del libro. Cuando los españoles conjugamos los tres tiempos, habitualmente nos quedamos varados en el pasado o soñamos un futuro ideal, pero dedicamos poco espacio a solventar los desafíos del presente.

Las consecuencias de todo ello las padecemos en el día a día. En realidad, al preguntarme por la objetividad del libro, querían saber si este iba a encajar con su forma de mirar el mundo y, de paso, saber cuáles eran mis posiciones actuales. Cualquiera sabe, a estas alturas, que es más fácil buscar responsabilidades pasadas que presentes. Como subraya el conocido dicho francés, «le mort saisit le vif». En román paladino, que los muertos se apoderan de los vivos porque deseamos que nos transmitan las virtudes de aquellos a los que reconocemos como propios, y las faltas de esos otros que identificamos como el linaje de nuestros adversarios. Extraña forma cuasi chamánica de leer, a medio camino entre la afirmación y el resentimiento, en las sombras que nos ha dejado el ayer. 

Creo que los historiadores debemos participar en el debate público, pero nunca como esos quiméricos jueces del pasado. Por mucho que nos lo exijan y disfrutemos de la atención prestada. Siempre he entendido que mi labor como historiador tendría que favorecer marcos sociales y políticos que refuercen nuestras instituciones demoliberales. Porque sí que entiendo que la historia es una disciplina moral. No porque pueda establecer lo que está bien o mal, sino porque a la hora de elegir cualquier decisión moral puede ayudarnos a comprender nuestras vidas y las de otros en términos históricos. Porque, como decía Hans Georg Gadamer contra la interpretación habitual, “en realidad no es la historia la que nos pertenece, sino que somos nosotros los que pertenecemos a ella”. Y lo mismo podríamos señalar del presente o del futuro. Huyan de todos aquellos que quieran pintar siempre con blancos y negros. Ya sabemos que son los mismos que terminan por utilizar tonos inmaculados cuando se refieren a según qué oscuridades.

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