THE OBJECTIVE
Jesús Perea

Una historia europea

Más que juzgar a quienes sucumben a la retórica del nacionalismo populista o de la ultraderecha, es necesario entender las razones que les conducen a ella

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Una historia europea

Durante año y pico, Leszek fue mi compañero de piso en Londres. Éramos cuatro en aquella casa, una típica detached house de Deptford, en la orilla sur del Támesis. Los ocupantes de las otras dos habitaciones rotaron mucho durante aquel periodo, así que de quien guardo un recuerdo más claro es de aquel polaco no demasiado amigo de la conversación.

Leszek no había pasado de la educación obligatoria en su país. Era un tipo rudo y grandullón. Podía intimidar con su presencia física y su mirada torva, pero a la vez inspiraba cierta inocencia.

Ahora, emigrado a Reino Unido y reconvertido en operario en una empresa de logística, redondeaba sus ingresos trayendo el máximo de cartones de tabaco permitidos en el aeropuerto cada vez que iba a su país o encargándolo a cualquier conocido de quien tuviera noticia que iba a viajar fuera del Reino Unido.

Era uno más entre los cientos de miles de polacos, y de otras nacionalidades de Europa del Este, que habían emigrado en busca de la tierra prometida, en la Unión Europea levantada sobre las cuatro libertades comunitarias.

Leszek era beneficiario directo del sueño liberal europeo. De lo que la extrema derecha considera una dictadura de corrección política, cimentada sobre los pilares del globalismo que disuelve las fronteras. Y sin embargo odiaba profundamente lo que representaba Bruselas. Obviamente, no lo que esa Europa abierta le había permitido hacer —cambiar de país y empezar una nueva vida a 3.000 kilómetros de su tierra—. Sino lo que él entendía como la imposición de valores ajenos en su país de origen, como la multiculturalidad, la laicidad, la diversidad sexual, la ecología o los hábitos de vida saludables.

Durante un tiempo me esforcé por cambiar el punto de vista de Leszek. Hice acopio de referentes intelectuales habituales, como Stefan Zweig y otros apóstoles del europeísmo más luminoso. Me afané en señalar su propia incoherencia, siendo él mismo un inmigrante en un país ajeno, para mitigar su rechazo a los refugiados en plena crisis siria. Y cuando las cartas empezaban a escasear, yo solía tirar del repertorio de la democracia liberal frente a la tiranía de las dictadura comunista y la amenaza de una Rusia que, con Putin al frente, no se andaba con rodeos.

Podría decir que mi amigo polaco una víctima más de la propaganda antioccidental. Que sus redes estaban llenas de virales de extrema derecha y que estaba sometido al discurso nativista y nacional católico del Partido Ley y Justicia en el gobierno en su país.

Pero no era el caso.

Apenas pasaba tiempo en redes sociales, y el poco que tenía se lo dedicaba a la Playstation. En cierto modo, yo era una de sus escasas concesiones a la sociabilidad más allá de un trabajo al que dedicaba al menos 60 horas, seis días a la semana.

De aquellas conversaciones estériles, de aquel proselitismo baldío, me queda un poso de escepticismo respecto al modo en que los europeos occidentales vemos y juzgamos lo que ocurre en Europa Oriental.

Él, como tantos otros de sus compatriotas, eran la cara hostil de un país que mira con recelo a todo lo que llega desde el exterior. Más aún cuando esa desconfianza nace de una historia traumática. Alemanes por el oeste, rusos por el este y austriacos por el sur, trataron a sus antepasados como pueblo conquistado. La Polonia que hoy conocemos, fue reconfigurada en 1945 desplazando literalmente al país de su eje; perdiendo territorios por el este en beneficio de la antigua URSS a costa de ganar otros de la vencida Alemania por el oeste.

El caso polaco es perfectamente homologable al de los otros tres países del llamado grupo de Visegrado, el mayor quebradero de cabeza de las instituciones europeas. El paradigma común es el de fronteras en constante disputa y movimiento, que conduce a una existencia precaria como estados independientes.

Los abuelos de Leszek pudieron haber tenido hasta cuatro nacionalidades distintas a lo largo de su vida debido a los cambios fronterizos. De modo que, para él y la generación de sus padres, una Polonia con límites estables y valores reconocibles tiene un significado inmaterial difícil de entender desde la perspectiva occidental, donde los estados tienen fronteras sustancialmente inalteradas desde hace siglos.

Nada más lejos de mi intención que sacralizar la devoción por las aduanas y justificar una narrativa nativista.

Pero las mismas razones que me llevaban a querer convencer a Leszek de sus erróneos puntos de vista, son las que me hicieron asumir que, más que juzgar a quienes sucumben a la retórica del nacionalismo populista o de la ultraderecha, es necesario entender las razones que les conducen a ella. Y nunca hacerlo desde una autoridad moral con la que las instituciones europeas, justo es reconocerlo, han mostrado una constante falta de empatía.

Esta lección no sólo es válida en la relación entre países. Sino dentro de sociedades cada vez más desiguales, en las que la brechas se multiplican: entre ricos y pobres; entre campo y ciudad; entre jóvenes y la tercera edad.

Ahora que se cumplen tres décadas de la caída del muro de Berlín, sería bueno recordar que, como sostiene Enzo Traverso, la particularidad de las revoluciones que vinieron del Este, en lugar de proyectarse hacia el futuro con un horizonte de esperanza, crearon sociedades obsesionadas con el pasado.

La historia cuenta. La historia traumática, aún más.

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