THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Una nueva generación ante el motín de la naturaleza

El cambio climático de origen antropogénico nos pone ante uno de esos quiebres de la historia en los que actuar en una u otra dirección

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Una nueva generación ante el motín de la naturaleza

Cada generación cree que su época, la que coincide con su biografía, es especialmente relevante. Es casi un rasgo de salud antropológica, porque pensarlo de otra forma dificulta la asimilación de los costes y el dolor que toda vida conoce, transcurra esta en tiempos de paz o en tiempos de guerra. Ante los sinsabores y la ocasional grisura del día a día, necesitamos estos trampantojos, sutiles autoengaños, para seguir adelante con nuestros proyectos individuales y colectivos. De ahí la nostalgia política de las generaciones más veteranas –el proyecto que legaron–, o el ánimo generalmente más rebelde de las más jóvenes –el proyecto que legarán–, dos caras de una misma moneda que nos remiten a nuestro papel en el mundo.

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El lema de esta pancarta durante una manifestación contra el cambio climático muestra el sentimiento de responsabilidad ante el cambio | Foto: Ronan Furuta | Unsplash

Nuestra contribución es importante, y por eso son tan radicalmente corrosivos para la salud democrática aquellos discursos que conciben un futuro cerrado, decidido y diseñado por y para el cambio tecnológico, o aquellos que abusan del no hay alternativa. Cuando esto es así, el futuro deja de ser un proyecto común que construimos entre todos, donde cada uno juega un papel, por modesto que sea, y pasa a convertirse en un lugar al que inevitablemente se va, sin importar nuestro concurso ni nuestra opinión. Un hecho que no siempre tienen en cuenta algunos entusiastas del enfoque optimista de autores como Steven Pinker o Johan Norberg.

Por eso, decir que vivimos en un cambio de época, en un parteaguas entre dos momentos históricos muy distintos, es como no decir nada, o decir algo tremendamente obvio cuando ya sabemos que la realidad es dinámica y que el mundo que asistirá a nuestro funeral diferirá formalmente en aspectos relevantes del que contempló nuestro nacimiento. En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus dijo con razón que “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo”. ¿Cambio de época? ¿Cuál no lo es?

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Manifestación durante la Gran Depresión | Foto: Archivo AP

Pero, en cambio, si echamos la vista atrás, reconocemos que esos momentos estelares de la humanidad –por citar la terminología de Stefan Zweig– sí que han existido, y que por tanto existirán. Esto es, que ha habido generaciones a las que les ha tocado un papel especialmente relevante de frontera entre un mundo y otro. Y que ese papel determinó si lo que estaba en camino iría en una dirección más deseable o en otra. Porque la historia no está prefijada, y en ningún lugar estaba escrito que, por ejemplo, las fuerzas que desencadenaron dos revoluciones industriales tenían que acabar en dos contiendas de alcance mundial. O, por decirlo de otro modo, que a la generación que le tocó gestionar Weimar o la Gran Depresión no le cabe la misma responsabilidad histórica que a la que disfrutó de los 30 gloriosos de posguerra. La suerte juega su papel.

El cambio climático de origen antropogénico nos pone ante uno de esos quiebres de la historia en los que actuar en una u otra dirección –o no hacerlo en absoluto– determinará nuestro modo de vida para varias generaciones –o para ninguna, si las proyecciones más pesimistas se confirmaran–, como se han encargado de recordarnos los expertos, los líderes y los activistas por el clima en la COP25 de Madrid. En este caso, por tanto, parece que podemos hablar de momento estelar o cambio de época sin que corramos el riesgo de sonar más narcisistas que realistas y preocupados.

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Líderes políticos durante la Cumbre del Clima en Madrid | Foto: Manu Fernandez | AP

En su reciente El motín de la naturaleza (Anagrama), el historiador alemán Philipp Blom analiza los efectos cotidianos de la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700) en todos los órdenes de la vida privada y pública, así como su papel en el surgimiento del mundo moderno. Casi todo cambió en aquel siglo largo en el que los ríos y los lagos se congelaban, el frío causaba estragos en invierno y las lluvias torrenciales destrozaban las cosechas en verano. Las causas de aquella alteración climática siguen sin saberse a ciencia cierta, aunque se especula con cambios transitorios en la actividad solar. Pero lo que sí sabemos es que el mundo se transformó para siempre, desde la política y el arte, hasta la economía y el aspecto de nuestras ciudades.

Nacieron el mercantilismo y el comercio internacional, que buscaba compensar las malas cosechas locales con el abastecimiento desde zonas lejanas con más suerte, y se produjeron las primeras migraciones masivas del campo a la ciudad. “Hacia 1600 puede comprobarse en casi toda Europa un importante aumento de la privatización”, escribe Blom, que se hace eco de uno de los pensadores que mejor analizó esa época, el austriaco Karl Polanyi. Sin embargo, el autor del monumental La gran transformación no tuvo en cuenta las alteraciones climáticas para fundamentar conclusiones similares a las de Blom. Al estudiar el fin de las tierras comunales y el cercado de la propiedad de la tierra, Polanyi situó en estos años el momento en que las sociedades occidentales empezaron a considerar el Estado como un mero apéndice de su economía. Una denuncia que empieza a ser un diagnóstico común en el lado izquierdo del espectro político, y no sólo en él.

De modo que un cambio climático de origen natural se saldó con una sociedad nueva en base a una serie de decisiones concretas que se tomaron ante la imposición de condiciones nuevas, y ahora volverá a suceder igual. Y el matiz es importante: decisiones ante cambios en las condiciones climáticas, no imponderables impuestos por ellos. El primer deber es rechazar el determinismo, y cabe esperar que podamos extraer algunas lecciones de un pasado cercano que nos ofrece un ejemplo interesante. De entrada, el del valor de lo público y la reivindicación del papel de la política –que puede ser virtuosa o catastrófica, pero en cualquier caso ineludible–, de su potencial capacidad para transformar la realidad en un sentido o en otro. Lo que hagamos ahora será determinante. Porque quizá la singularidad de nuestra generación resida, al menos por ahora, en aquello con lo que Camus cerraba la cita antes mencionada: “cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga”. Puede que, esta vez sí, nuestra generación esté llamada a algo especial.

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