THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Nuevos usos y viejas costumbres

«La España vacía de los años 60/70 del pasado siglo se convirtió en la España vaciada en la última década de éste. ¿Y si ahora vuelve a llenarse?»

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Nuevos usos y viejas costumbres

Matheus Ferrero | Unsplash

Entre la primera vez que estuve en Burdeos y la última, que fue el año anterior al estallido de la pandemia, en la ciudad ocurrieron varias cosas, digamos, sustanciales. Aquella primera vez fue en 2006, la última en 2018 y he regresado casi todos los años entre una y otra. En ese tiempo viví dos largas residencias becado por una institución cultural de la región, trabé nuevas amistades, fui –si puede decirse así– feliz, y disfruté al reconocerme en una ciudad que amo desde que llegué a ella. Pero hubo más y más importante, al margen de lo que a mí me ocurriera o dejara de ocurrir. En los últimos años Burdeos se turistizó; desaparecieron viejos comercios y mutaron los viejos bistrots; las calles se llenaron; los parisinos se establecieron en la ciudad –en Les Chartrons, cerca del Garona– con el TGV a pie de andén; los precios inmobiliarios se dispararon y del maravilloso Marché aux puces de todos los domingos desaparecieron para siempre las mejores piezas –antes había muchas de calidad media y podías vestir noblemente tu apartamento o casa sin que representara un dispendio grande– y fueron sustituidas por otras más vulgares. Bastante más vulgares y probablemente traídas de fuera. Por supuesto también ahí los precios se dispararon astronómicamente y las visitas dominicales al Rastro fueron perdiendo la antigua ilusión. Burdeos era ya el experimento inaugural –uno de ellos– del éxodo de las ciudades grandes a las ciudades más pequeñas y a los pueblos, que vendría después con la pandemia y la asfixia del encierro.

El experimento ya no lo es y se ha extendido, al menos, por muchas partes de Europa occidental. Y si en las ciudades de tamaño medio –Nantes, por ejemplo, también está padeciendo las mismas consecuencias– ocurre a ojos vistas, en los pueblos y en el campo sucede lo mismo con rasgos distintos y muy curiosos. Todos recordamos la anécdota de aquella casa rural de Navarra o de Aragón donde los clientes allí alojados protestaban por el canto del gallo de madrugada, el cacareo sordo de las gallinas, las esquilas de las ovejas, el gruñido de los cerdos y no sé cuántas cosas más. Apareció un pastor en televisión y dijo: «Y qué creían estos que iban a encontrar aquí: me parece a mí que se han confundido de sitio». Algo así dijo ese pastor al comentar la noticia y yo pensé en William Beckford, que en su viaje a Portugal anotaba en sus cuadernos el horror que era comer en el campo porque las hormigas invadían los manteles de hilo.

Hace unos días le oí decir a un amigo que vive en un pueblo: ‘los recién llegados no saludan a nadie’, una costumbre, la de saludar por la calle, que se mantiene en cualquier sociedad pequeña. O se mantenía. Pero no sólo eso: se ha establecido en el medio rural otro modo de vida que nada tiene de rural: el teletrabajo, o la ausencia de contacto humano más allá de internet. La paradoja es que esto ocurre donde todavía se conserva el contacto humano prácticamente para todo. ‘Si dejaran de una vez tanto teletrabajo –decía un campesino invadido por estos neo-rurales que no saludan– y se dedicaran a trabajar el campo, al menos no habría tantos jabalíes causando destrozos’. Y si comieran más carne y menos quinoa, tal vez otro gallo cantaría (expresión que aquí viene de perlas).

La España vacía de los años 60/70 del pasado siglo se convirtió en la España vaciada en la última década de éste. ¿Y si ahora vuelve a llenarse? ¿Y si esto es como un acordeón? Anteayer vi un mapa donde aparecía una multitud de castillos vacíos y pensé en el castillo donde vive Renaud Camus, medio monasterio, medio fundación de arte. ¿Y si se acabaran habitando, como los pueblos vaciados? ¿España, zona metropolitana? Lo más chocante es que de las ciudades se llega al campo con aspiraciones ecológicas y distintas consideraciones sobre energías renovables, resiliencia, desarrollos sostenibles y otras abstracciones que van de perlas para medrar en cualquier departamento administrativo-institucional, pero que en el agro suenan a chino. El mestizaje –si llega a darse– puede ser de aúpa. Nos encerramos en la ciudad para protegernos de los peligros que había fuera de ella –bandidos, pobreza, caprichos feudales– y ahora salimos de la ciudad porque el peligro está en la condensación demográfica urbana, pero queremos transportar sus hábitos –¡que no caiga el wifi!– ahí donde recalemos. No hay quien nos entienda.

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