THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

Vidas paralelas

«La vida del barón Wladyslaw Moes también fue triste, como lo ha sido la de Andrésen: del esplendor a la miseria»

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Vidas paralelas

Leo que se ha estrenado en el festival de Sundance un documental sobre el adolescente que hizo de Tadzio en Muerte en Venecia, la película de Visconti el refinado, no la novela de Thomas Mann el soberbio. Björn Andrésen, que es su nombre, tenía entonces 16 años; ahora tiene 66. Era un muchacho bellísimo –lo es al menos en esa película–, aunque más lo fuera quien interpretaba el papel de su madre, la muy elegante Silvana Mangano: de la sensualidad de Arroz amargo al delicado señorío de la baronesa polaca en El Lido, de sus maravillosas piernas que surgen del barro del arrozal a la espléndida mariposa blanca en Venecia.

Tadzio era un muchacho muy bello, repito, y ahora parece un caminante blanco de Juego de Tronos. Sospecho que en el ámbito de los que entonces teníamos su edad ha ocurrido algo parecido: nos esperaba la belleza del mundo y ahora, que ya ha pasado, sólo nos impide convertirnos en caminantes blancos la fortaleza del muro que hayamos construido durante medio siglo. De momento, quien no haya perdido el pelo, lo tiene bastante blanquecino. Estamos en ese verso de Jaime Gil que dice: ‘y la verdad, desagradable, asoma’. Sólo asoma, pero ahí está y no va a irse. No importa mirarse al espejo; basta echar una ojeada al mundo de ahora y comparar con lo que nos esperaba entonces, a principios de los 70, y hemos disfrutado.

La cara B de aquel descubrimiento viscontiniano se encierra en las palabras de Björn Andrésen, hablando de circo, de lenguas voraces, de sentirse un trozo de carne… «Tenía miedo, parecían murciélagos a mi alrededor», dice en el documental. Y su vida cambió a mal desde entonces. Le drogaron, asegura, y engañaron. Lo llevaron de aquí a allá como un trofeo en las noches parisina y romana. No pudo construirse un muro –pasó al otro lado– y poco a poco fue convirtiéndose en el caminante blanco que parece ahora. Nadie lo hubiera dicho en los 70, como nadie hubiera dicho todo lo que se ha escrito recientemente sobre la escena de Brando, la mantequilla y Maria Schneider, que también sucumbió a la película que la entronizó y fue su rehén hasta que murió.

Con razón o sin ella, el revisionismo actual de los mitos de los 70 a veces parece una venganza de los que no estaban, de los que no los vivieron. Ambas películas, Muerte en Venecia y Último tango en París, fueron mitos de nuestra juventud: un canto a la belleza y a la fuerza inmutable del deseo la primera (y el descubrimiento de la música de Mahler). Una explosión nihilista que más que negar, destruía la posibilidad de redención a través del amor, la segunda (y la cabellera ondulada en rizos de Maria Schneider, que imitaron nuestras novias y amigas). Pero los habrá que digan que ambas son películas sobrevaloradas y otras monsergas revisionistas. Y a lo mejor habría que pensar -si se quieren comprender las cosas y no deyectarlas- que en ese momento fueron para nosotros como ver La llegada de un tren a la estación, de los hermanos Lumière para nuestros abuelos. O casi. Y ese es su eco real, que pesa tanto o más que su estricta calidad cinematográfica, si es que la han perdido por el camino.

Pero las imágenes son engañosas desde la sombras de la caverna de Platón y la literatura es nuestra memoria. En su diario de 2015, Una leve exageración, publicado en España por Acantilado, Adam Zagajewski habla del caso Tadzio: ¿quién era, de verdad, aquel joven por el que Aschenbach –es decir, el trasunto de Thomas Mann en la novela– lo deja todo y acaba muriendo? Zagajewski nos cuenta su lectura de un libro de Gilbert Adair, el escritor escocés, que se había dedicado varios años de su vida en busca del modelo real que inspiró a Mann y que antes había causado ‘una gran impresión’ en Henryk Sienkiewicz, el autor de Quo VadisThe real Tadzio, se titula el libro de Adair –que Zagajewski no cita– y se publicó hace veinte años. Porque de igual manera que existe Björn Andrésen, existió el barón Wladyslaw Moes, también muy bello, al que su familia llamaba Adzio y de él tomó Mann lo demás, incluido su deslumbrado enamoramiento, del que sólo le salvó la escritura.

Aquel hombre, el barón Wladyslaw Moes, fue después un aficionado, digamos, a los placeres mundanos –qué gusto utilizar viejas expresiones– y vivía ajeno a lo que había provocado en la literatura del siglo XX y en el corazón de un escritor que no cultivaba mucho ese órgano vital. Cuando el barón se supo causa y protagonista pasivo de una novela del gran autor alemán, le encantó. Pero llegó la guerra y fue hecho prisionero, lo enviaron a un campo de trabajo y lo perdió todo, casa, tierras y fortuna, y luego sobrevivió con traducciones, debido a su dominio de los idiomas, propio de un aristócrata de entreguerras. El enamoramiento de Mann fue una anécdota a olvidar por ambas partes. Quedaba la novela.

Pero años más tarde, cuenta Adair y cita Zagajewski, la prensa hizo público el nombre del barón –como ahora en el documental sobre Andrésen– y esto ya no le gustó tanto e intentó, tal vez con el objetivo de obtener algún dinero, pleitear con los periódicos. La defensa de la vida privada se le llamaba a eso y todavía era entonces un valor apreciado y un bien jurídico en Occidente. Hoy, lamentablemente, la privacidad se considera un detritus público al alcance de cualquier charlatán. La vida del barón Wladyslaw Moes también fue triste, como lo ha sido la de Andrésen: del esplendor a la miseria. Su redención forma parte de lo que les causó la desgracia. Paradojas de la belleza y la pasión y su reflejo en el arte, mientras la vida toma otros caminos.

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