THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

El virus de la estupidez

«Nadie es inútil para el mal, tampoco para la estupidez, pero antes se intentaba disimularlo y ahora se alardea de ello»

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El virus de la estupidez

Djamal Akhmad Fahmi | Unsplash

Hace una semana, en el cabo de San Vicente —el Finisterre portugués—, depredadores de crepúsculos, locos de atardecer, trataban de cazar la puesta de sol con sus móviles. Oponían sus contorsionados cuerpos contra el viento, desafiando vértigo y sentido común, para selfigurar luego en Instagram. Entonces llamó mi atención un hecho prodigioso: una pareja, sentada en una roca, disfrutaba sin más del sol derritiéndose como un helado sobre el cucurucho del mar. Ni una foto ni un egorretrato; solo la mirada perdida en las brasas del cielo. Me quedé con las ganas de preguntarles de qué planeta desconocido provenían, o si habían permanecido criogenizados desde los noventa, cuando para sentir que se vivía no había que aportar pruebas de lo vivido. Hoy es difícil hallar miradas perdidas porque todas se encuentran en el móvil.

El móvil nos mantiene confinados entre los límites de su pantalla, pero nadie convoca, ay, manifestaciones contra su tiranía. Gómez de la Serna decía que la mayor parte de las cosas de Baroja salían de sus zapatillas; la mayor parte de las nuestras salen del teléfono. Llegamos a cualquier lugar con los ojos clavados en el smartphone, que nos cuenta cómo vamos pasando —¡posando!— la vida, como si fuéramos ciegos que solo consiguieran ver a través de los ojos de la tecnología. A falta de poder cambiar de vida, cambiamos de avatar, porque hay fotos que funcionan como los Donettes: te salen amigos por todas partes. Nos hemos enganchado a las redes sociales, esos casinos donde un crupier grita: ¡hagan ego, señores! El éxito se mide en seguidores y retuits. Tanto deseamos ser virales que nos ha caído encima una pandemia. Hasta Fernando Simón ha pedido ayuda a los influencers. Dicho y hecho. Un par de ellas, trabajadoras de un geriátrico catalán, se han grabado vejando y mofándose de una anciana. Es uno de los últimos vídeos necios que inundan los telediarios, cada día más parecidos a Impacto TV, y los diarios digitales, que usan los titulares como luminosos de prostíbulos. Poco nuevo aporta sobre la conocida indefensión de los mayores en los asilos: además de la amenaza del coronavirus, tienen el acecho constante de la crueldad.

Nadie es inútil para el mal, tampoco para la estupidez, pero antes se intentaba disimularlo y ahora se alardea de ello. Cada vez más gente se graba cometiendo hechos reprobables con la intención de granjearse seguidores, incapaces de discernir el bien del mal, pues solo distinguen el like. Jóvenes que creen que la sensibilidad es aquello que diferencia unos preservativos de otros. Queda el consuelo, ante un probable confinamiento futuro, de que años de clases presenciales en el colegio no nos hacen mejores.

La decepción con el ser humano es intrínseca al progreso. Ya en 1872 Flaubert escribió a Turguéniev: «Tengo la misma tristeza que tenían los patriotas romanos en el siglo IV. Siento ascender una irremediable barbarie. Espero haber reventado antes de que esa barbarie se lo haya llevado todo. Pero, mientras tanto, no es divertido. Nunca los intereses del espíritu han importado menos». Lástima que no podamos ver el vídeo de las mozas del geriátrico con la ingenuidad con la que el presidente de El ala oeste de la Casa Blanca descubría en la tele un programa de miserias: «Toby, dime: esa gente no vota, ¿verdad?».

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