THE OBJECTIVE
Jorge San Miguel

Viva la clase media

En Grandes esperanzas, Dickens retrata el personaje de John Wemmick, un empleado del abogado Jaggers que aconseja y cuida -a su manera- al protagonista Pip. Se ha señalado con justicia que Wemmick es el personaje más moderno de la novela, y que su vida escindida entre la frialdad con que se mueve en el entorno profesional y la calidez doméstica de su “castillo” en Walworth, al sur del Támesis, es quizás el primer gran ejemplo en la literatura europea de esa existencia demediada de la pequeña burguesía. El castillo no es (sólo) metafórico: es una casa con almenas, puente levadizo y foso que Wemmick comparte con su padre anciano, y que simboliza tanto el refugio frente a la banalidad del mundo exterior del trabajo y los negocios, como la consabida aspiración burguesa a ser algo más que un producto aventajado de ese mundo.

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Viva la clase media

En Grandes esperanzas, Dickens retrata el personaje de John Wemmick, un empleado del abogado Jaggers que aconseja y cuida -a su manera- al protagonista Pip. Se ha señalado con justicia que Wemmick es el personaje más moderno de la novela, y que su vida escindida entre la frialdad con que se mueve en el entorno profesional y la calidez doméstica de su “castillo” en Walworth, al sur del Támesis, es quizás el primer gran ejemplo en la literatura europea de esa existencia demediada de la pequeña burguesía. El castillo no es (sólo) metafórico: es una casa con almenas, puente levadizo y foso que Wemmick comparte con su padre anciano, y que simboliza tanto el refugio frente a la banalidad del mundo exterior del trabajo y los negocios, como la consabida aspiración burguesa a ser algo más que un producto aventajado de ese mundo.

No he podido evitar pensar en Wemmick estas semanas a cuenta de un famoso chalet en las afueras. La necesidad de preservar la intimidad familiar ha sido incluso una de las razones que la pareja de compradores ha esgrimido expresamente para justificar la operación ante la su militancia y la opinión pública. No hay nada que objetar salvo, claro, que esa intimidad, entendida como la separación de la vida privada -y sus posibles vicios- del público ejercicio de la virtud, es un valor estrictamente burgués. Cuenta Roger Ekirch que antes de la modernidad los que se afanaban en cubrir las ventanas de su casa con cortinas eran sospechosos de ocultar algún comportamiento indebido en el interior. Andando el tiempo, la izquierda posterior al 68 ha intentado convencernos de que “todo lo personal es político” y, por tanto, debe ser objeto del mismo escrutinio y pareja deliberación. Si alguien duda del éxito de la idea, que se dé una vuelta por las redes sociales. O que recuerde el ardor con que el propio Iglesias y muchos de sus compañeros defendían la vulneración del espacio privado en nombre del escrache como herramienta democrática. Hace tres años pasé por el trance -privado vicio, debido en realidad a deberes profesionales- de leerme los programas de las candidaturas municipales “del cambio”. Este mismo cuestionamiento de las lindes burguesas del trabajo y el ocio permeaba en medidas como el fomento de la casas-taller, los huertos urbanos y la producción doméstica -medidas que sin duda obrarían maravillas para garantizar los derechos laborales de los pobres sujetos del experimento; pero no nos detengamos en esto, que sería objeto de otro artículo: así son los entretenimientos de la izquierda polanyista.

Hacerse mayor es aceptar todas las cosas que uno ya no será, y las que tristemente sí será y ve en el espejo. Para los menos desdichados, es aceptar algo tan sencillo y tan dramático como convertirse en un pequeño burgués, con estúpidas preocupaciones de pequeño burgués y, si hay suerte, un castillo en las afueras donde refugiarse del mundo del trabajo. De joven sueña uno con derribar los compartimentos y llevar una vida plena; a medida que envejece se suele conformar con que el mundo exterior le deje espacio vital por las tardes para ir al gimnasio, y para ver una serie en el sofá mientras cena. Hay quien se pone un foso y un puente levadizo, y hay quien levanta una letrina de estilo zulú. La izquierda de la que emerge Podemos ha caricaturizado a la clase media española, ese aluvión que colmata tras el éxodo rural y el desarrollismo de mediados de siglo, como no-clase, como una lumpenburguesía capturada por los grandes intereses al precio de unas lentejas, un piso en propiedad y un BMW a crédito. Son los “cuñaos”, esa gente que estudió ADE o alguna cosa igualmente instrumental; que no está politizada salvo por un elemental “sentido común” de supervivencia, y que se interpone entre ellos y sus ideas sofisticadas de la realidad, estropeando el paisaje. Ahora, afortunadamente, vamos a ver cuántos de ellos se reían por convicción, por verdadero desprecio de la vida burguesa, y cuántos por incapacidad, forzados por un mercado laboral que les impedía seguir el mismo clinamen natural al que tendemos todos: la barriga, el sofá y el chalet. Dickens, que no era ningún devoto de la “ciencia lúgubre”, trata a Wemmick a pesar de todo con una piedad que raras veces han tenido los Iglesias y Montero con los que ahora serán sus vecinos de casa y de mentalidad.

Por cierto. El título de este artículo viene de una película que José María González Sinde y José Luis Garci rodaron en 1980, y que reivindicaba el papel de los activistas de clase media en la lucha contra el franquismo a través de la peripecia de dos oficinistas, José y Antonio (interpretado por el propio Garci), integrados en una precaria célula comunista que comparten con miembros de las clases populares. Por entonces Garci aún debía de militar también fuera de la pantalla. Eran las postrimerías de una era de formación de consensos de la que emergería el PSOE como gran partido nacional de las clases medias urbanas y los trabajadores. El año anterior había estrenado Las verdes praderas, una fábula sobre el tedio y la vaciedad de la vida medianamente próspera a la que habían accedido esas mismas clases medias españolas de chalet en la sierra. Igual tenemos que ir revisitándola también.

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