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Víctor de la Serna

Y a los 20 años vemos la magnitud de la derrota

«Ahora ya sabemos que los talibán y sus aliados habían socavado lo que había de Estado afgano a golpe de corrupción»

Opinión
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Y a los 20 años vemos la magnitud de la derrota

Sean Adair | Reuters

El impacto y el horror del 11 de septiembre de 2001 fueron tan profundos que pocos hemos olvidado el lugar en que recibimos las primeras noticias, y las circunstancias en que las recibimos, sobre la destrucción que se había desencadenado en Nueva York. Pero para que midiésemos con mejor precisión las dimensiones de la derrota de Occidente que empezaba aquel día ha tenido que coincidir, con apenas unos días de diferencia, ese vigésimo aniversario con la fecha de la retirada de todas las tropas norteamericanas de Afganistán decidida por los presidentes Trump y Biden.

El castillo de cartas afgano, derrumbándose en un par de días sin más que alguna anecdótica resistencia ante los talibán renacidos, o más bien reaparecidos tras dos decenios de crecimiento bajo la protección de Pakistán y Qatar, es el que completa el espanto del 11-S: las armas, los soldados muertos, los miles de millones de dólares que Estados Unidos se dejó en el país en el que habían surgido los terroristas de las Torres Gemelas no habían producido más de 20 años de realidad suspendida, porque el esfuerzo militar no estuvo nunca acompañado de ninguna acción política y social para intentar la democratización real de ese territorio conflictivo del Asia central.

Ahora ya sabemos que los talibán y sus aliados habían socavado lo que había de Estado afgano a golpe de corrupción, que el tráfico de drogas que los integristas de antaño repudiaban vuelve con la nueva versión de los extremistas afganos, y que nadie tiene la intención en Occidente de cambiar el rumbo de las cosas. Ya nos ha reprochado este papa tan de su tiempo que se deben respetar «las costumbres y las tradiciones» de los países del Tercer Mundo, lo que significa que allá donde una versión extremista del Islam impera, las mujeres vuelven a desaparecer de la vida pública y hasta de la vista, aherrojadas por el sistema menos respetuoso de los derechos humanos básicos que se ha conocido, en directa competencia con el nazismo y el comunismo.

Terminan así los 80 años en los que una potencia democrática fue la hegemónica en el mundo, con efectos iniciales tan positivos como los conocidos en la Europa liberada y recuperada, pero desgastada por todas sus guerras perdidas desde 1945. Esa concepción estrictamente militar de su papel de superpotencia, con sus daños materiales y humanos, ha contribuido poderosamente a la paulatina división de una sociedad estadounidense desgarrada por las crisis económicas y raciales. Por eso a derecha e izquierda, de Trump a Biden, Estados Unidos no quiere más protagonismo mundial, se retira a lamerse las heridas e intentar recrear un sentido de nación, y deja el terreno -en Asia, África, Iberoamérica- para que se peleen China y Rusia por llenar el vacío.

Ha sido un proceso largo, también desgastador, para una Unión Europea cuya unidad se ha ido resquebrajando con el aumento de sus países miembros, demasiado diferentes en demasiadas cosas. Así que el impulso democrático que tanto sentíamos muchos cuando también España estaba sometida a una dictadura corre el peligro de desvanecerse del todo. Y estos 20 años son los que han laminado los avances de los 40 anteriores.

En ese proceso, los Gobiernos de los sistemas parlamentarios occidentales se han debilitado frente al crecimiento de las macroempresas nacidas del boom financiero y tecnológico, hasta el punto de que no se sabe bien ya si mandan las leyes o los intereses de unos pocos. Los enemigos están fuera y dentro, dirán algunos. Y con una pandemia tremenda como telón de fondo universal.

Quizá haya que esperar, con todas las prevenciones tan evidentes ahora, que surja un grupo de estadistas con el talento suficiente para reactivar la experiencia democrática. Quizá en esta Europa tan baqueteada. Pero si consideramos que el gran triunfador de los últimos años en Europa ha sido un tal Boris Johnson, no es como para sentirse esperanzado. ¿O habrá que esperar a más 11-S, más 11-M, más Charlie Hebdo, más Bataclan para recobrar la firmeza y asegurar nuestra supervivencia?

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