THE OBJECTIVE
Victoria Carvajal

‘Years and years’

«Todos los gobiernos se afanan por encontrar soluciones para parar esta sangría y evitar una recesión que, de prolongarse esta incertidumbre, se vislumbra peor que la que provocó la crisis financiera de 2008»

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‘Years and years’

La crisis del coronavirus ha puesto en evidencia la fragilidad de las sociedades abiertas para hacer frente a tamaño desafío. Entramos en un territorio desconocido que puede servir para reforzar lo público y la cooperación multilateral, necesarias para capear esta crisis, o devaluar la globalización y las democracias.

¡Con lo bien que vivíamos con el miedo a las consecuencias del Brexit y la guerra comercial de Trump! Ahora el maldito Covid19[contexto id=»460724″] lo ocupa todo. La desconfianza sobre la capacidad de los distintos países para gestionar la pandemia y el temor a las consecuencias económicas del cierre de la actividad en más de medio mundo ha hecho que la economía mundial entre en pánico. El mejor termómetro: el descalabro que día tras día sufren las bolsas mundiales. Lo que parecía impensable el día anterior, ocurre al siguiente. De forma que los principales mercados de valores del mundo han perdido en torno al 30% de su valor en pocos días. Siendo esta semana la peor: al lunes negro, otro más para la historia, se sumó un jueves para enmarcar: desde el 12% que perdió el Ibex de Madrid, el máximo en su historia, al 10% de Wall Street, el peor dato desde ese Black Monday de 1987.

Por si no bastaba la revisión a la baja que casi a diario hacen los distintos organismos internacionales de las perspectivas de crecimiento mundial desde el estallido de esta crisis a finales de enero, vino Trump e hizo el que ya se ha conoce en los mercados como el discurso más caro de la historia. Anunció la interrupción del tráfico de pasajeros provenientes de todo el espacio Shengen (26 países europeos), asestando un golpe fatal a todas las bolsas.

Al desplome de las aerolíneas, que acumulan en algunos casos caídas del 40% y 50%, le siguió el petróleo. Si el fatídico lunes este cayó un 30% a raíz de la guerra de precios declarada entre Rusia y Arabia Saudí por ganar cuota de mercado, la interrupción de esos vuelos supone un considerable descenso de la compra de combustible, que se suma a la caída de la demanda de crudo que va a suponer la más que probable entrada en recesión del mundo este 2020. A continuación se desmoronó la banca y con ella, el resto de sectores. La recuperación vivida el viernes podría ser sólo un alto en el camino. Sobre todo si la política, como hasta ahora, no demuestra estar a la altura de las críticas circunstancias que vivimos.

Pero si había alguien que podía parar esta sangría era Christine Lagarde. Todos esperaban que tuviera un intervención a la Draghi, que con sus famosas palabras: “haré lo que sea necesario y créanme será suficiente” salvó al euro de la ruptura en los peores momentos que siguieron a la crisis financiera de 2008. La nueva presidenta del Banco Central Europeo desaprovechó el momento estelar que le brindaba la crítica situación. A diferencia de la Reserva Federal estadounidense, que había recortado los tipos de interés en medio punto dos días antes para hacer frente a la caída de la demanda que está provocando el coronavirus, el BCE se resistió bajar los suyos, como esperaba el mercado, del menos 0,5% al menos 1%.

Para justificarlo, Lagarde explicó que el BCE no se encarga de cerrar las diferencias de tipos entre los países de la eurozona. No sólo desprecia así el legado de su predecesor italiano, si no que amenaza con interrumpir una convergencia que ha ayudado a los países del Sur a beneficiarse de unos tipos de interés insólitamente bajos, claves en la reciente salida de la Gran Recesión. Las primas de riesgo de España e Italia con Alemania, referencia ya casi olvidada desde la salida de la crisis, sufrieron la mayor subida en un día de los últimos años. Mala señal.  Los estímulos que presentó después, ampliando las compras de activos para estimular el crédito, etc.. no sirvieron de nada. Los mercados entraron en caída libre. ¿Tendrá la presidenta francesa otra oportunidad para reparar el daño? ¿O será ya tarde?

Esperemos que sí porque el coronavirus ha logrado pulverizar toda previsión económica y cálculo político. La recién declarada pandemia está asestando un terrible golpe a la globalización y a las sociedades abiertas, peor equipadas para hacerle frente en comparación con las autoritarias, en un momento en que las democracias liberales están bajo amenaza y los populismos de soluciones fáciles (y totalitarias) están en alza. ¿Es este el primer paso para la desglobalización y la legitimación de las políticas nacionalistas y proteccionistas?

De momento, los mercados bursátiles han perdido unos 15 billones de dólares o lo que representa diez veces el PIB de España. Todos los gobiernos se afanan por encontrar soluciones para parar esta sangría y evitar una recesión que, de prolongarse esta incertidumbre, se vislumbra peor que la que provocó la crisis financiera de 2008 de la que las economías avanzadas, sobre todo las de la eurozona y debido a las políticas de austeridad, tardaron cinco años en reponerse.

Los presupuestos de todos los Gobiernos se llaman ya de emergencia. En EEUU, Trump propone recortes fiscales y más gasto público. En Europa todas las iniciativas van por ese camino. Bruselas ya ha anunciado que se relajarán las exigencias de cumplimiento de los objetivos de déficit y de deuda a los Estados miembros para que estos puedan atender los gastos extras que se derivarán de la actual crisis. España prepara el suyo y Alemania, la mejor situada por el superávit fiscal acumulado, vuelve a dar sopas con ondas a sus socios europeos con su plan para combatir los efectos económicos del coronavirus.

Pero la clave para frenar el daño económico está en la gestión del contagio y China, origen de la pandemia, se ha convertido en el modelo a seguir, según la Organización Mundial de la Salud. Pese a la opaca y tardía respuesta inicial, los resultados de su gestión alientan la esperanza de que el virus y sus dolorosas consecuencias económicas se pueden controlar. Con 1.400 millones de habitantes, representa el 17% del PIB mundial y el 12% de los intercambios comerciales, el cierre parcial de su actividad económica ha tenido un elevado coste económico (se calcula que en este trimestre el PIB caiga del 6% a cero), pero sus efectos han sido acotados en el tiempo. Llevan varios días contabilizando decenas o menos casos, en claro contraste con los 723 anunciados hoy por ejemplo en España. Todo apunta a que el pico epidémico ha pasado. Un logro espectacular.

De tal forma que la pelota de la contención de esta pandemia está ahora en el tejado europeo. 190 millones de ciudadanos europeos (el 40% de la UE) se enfrentan en los próximos meses a vivir bajo el miedo al contagio, a aceptar el control de sus movimientos y a que, en el peor escenario posible, haya que convivir con la posibilidad de que la asistencia médica, con limitados recursos para atender a todos de darse un pico pandémico, tenga que discriminar a los más vulnerables. Boris Johnson, el primer ministro británico se ha atrevido incluso a anticiparse y resolver ese dilema moral: los intereses económicos han de prevalecer sobre la salud de los que no puedan sobrevivir a la pandemia por edad o precarias circunstancias de su salud. La criba de los más débiles. Como un destino fatal. Una declaración inaceptable en cualquier democracia rica y avanzada del siglo XXI.

¿Servirá esta traumática experiencia a la que estamos abocados para fortalecer el Estado de Bienestar que pese todo sigue representando Europa, de forma que estemos mejor preparados para proteger a todos sin exclusión en un futuro? Porque el reto que se nos presenta en los próximos meses demuestra que la Sanidad Pública (con mayúsculas) es nuestra última gran esperanza. Lo que está ocurriendo en EEUU (donde sólo los que pueden pagar 3.000 dólares pueden saber si están contagiados) en ausencia de una sanidad pública y ante el peligro de que se extienda el virus es exactamente lo que uno no desearía para su comunidad.

Se habla mucho de la fragilidad de las democracias para hacer frente a esta crisis comparadas con regímenes autoritarios como el chino. Pero ahí es donde debe residir su superioridad moral. En confiar en la capacidad de los ciudadanos de asumir su responsabilidad individual. Otros ejemplos en Asia: Japón y Corea del Sur, democracias con una idiosincrasia ciertamente diferente a las occidentales que han conseguido también contenerlo. Y sin irse tan lejos, Alemania, con 2.400 afectados y sólo 5 fallecidos gracias a su exitoso sistema de diagnóstico precoz, copiado de Corea del Sur, también está demostrando que hay manera de controlarlo y de aplanar la famosa curva para distribuir en el tiempo los casos graves como ocurre con la gripe común. De ahí la importancia de evitar a toda costa el contagio.

Como planteaba con el doctor Antoni Trilla, jefe del Servicio de Medicina Preventiva y Epidemiología del Hospital Clinic de Barcelona, hace pocos días en una conferencia muy recomendable de escuchar por su carácter templado y divulgativo: “prefiero vivir en una sociedad democrática infectada que en una autoritaria no infectada”. A la vez que llamaba a la responsabilidad individual y remataba: “No hay nada más contagioso que el miedo”. Y citaba un mensaje que han propagado las autoridades chinas por todo el país colgándolo en miles de vallas publicitarias: The best protection is: Do not panic, listen to science, do not spread rumors. Apliquémoslo para salvar también nuestro modelo.

¿Cinco días después de la manifestación del 8M hemos decretado en España el Estado de Alarma? Ya llegará el momento de pedir responsabilidades. Ahora toca unir fuerzas y asumir que por un tiempo todos somos personajes de una película o una novela de ese género que se ha hecho tan popular en los últimos años: la distopía. Como la serie Years and years protagonizada por la populista y tramposa primer ministro que interpreta Emma Thompson. Un genero que se inspira en las grandes incertidumbres que atenazan al mundo hoy: las consecuencias del cambio climático, el drama humanitario de las crisis migratorias, la deriva autoritaria de los populismos, el cada vez más inquietante polvorín de Oriente Medio, la disparada brecha de la desigualdad económica, las incógnitas éticas que plantea la manipulación genética o la Inteligencia Artificial… Pero no son estas grandes amenazas las que han puesto al mundo del revés. Si no un pequeñísimo microorganismo. ¿Quién lo hubiera dicho?

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