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Lo indefendible

El pobre Sánchez, obligado a traicionarse

«Resulta que el presidente no es culpable de haber cruzado todas las líneas rojas que él mismo dibujó delante de sus pies»

El pobre Sánchez, obligado a traicionarse

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez. | Europa Press

Yo entiendo a Sánchez cuando dijo que pasaría a la historia por desenterrar a Franco, entre otras cosas. Hay un momento en el que todo hombre se plantea qué sitio ocupará en el porvenir, si se le recordará como un desenterrador o lo que sea. Pretender pasar de largo por la historia así sin hacer ruido es propio de gente presuntuosa  y de falsos modestos. Solo los más orgullosos se atreven a tomarse a sí mismos por nadie. Mi amigo Hassan, que tiene un bar en Cádiz, me contó el chiste de uno que le preguntaba al otro qué es lo que le gustaría que dijeran de él después de muerto y respondió que ojalá dijeran: «¡Se mueve!». Sobrevivir es, sin duda, la mayor de las ambiciones. Ser eterno, no terminarse nunca, durar para siempre.

Sánchez escribió Manual de supervivencia y a esta tarea ha dedicado todos sus esfuerzos. Hasta lo tiraron del balcón de Ferraz, y resulta que sabía volar. Concedidas la reforma de la sedición, la malversación y lo que haga falta para mantenerse en el poder, las voces de la izquierda, tan comprensivas con su líder, le conceden el perdón por sus excesos y sostienen que todo lo hizo con el afán de mantenerse en el poder, esto es durar un tiempo, no necesariamente mucho: unos presupuestos, una legislatura, una semana, un día, algo, un segundo. Hay gente que vive una vida en un segundo. Así que por ese instante se entiende que Sánchez debería pagar cualquier precio y vender literalmente su alma, que es la nuestra. Viene por aquí esta idea de que el presidente no es culpable de haber cruzado todas las líneas rojas que él mismo dibujó delante de sus pies, pues con esas decisiones traicionaba sus propios principios empujado por la noble misión de mantenerse. Ya saben, el pobre Sánchez que se vio obligado a traicionarse. Pactar con Bildu, acercar a los presos, olvidar el terrorismo, indultar a los líderes del procés, borrarles no ya las penas, sino los delitos, sacarlos de la cárcel a ellos y a los que vengan a cometer las mismas tropelías… Habría que entender que todo esto valió la pena por llegar a la presidencia y terminar la legislatura, pues el bien supremo es él y esta es la piedra de toque de todos los autoritarismos. Ahora resulta que estamos ante un gesto de magnanimidad, propio de un hombre de Estado. De hombre de Estado de sí mismo, se entiende.  

Los héroes no están de moda a no ser que sean héroes de sí. Las gestas son una antigualla y los paladines, unos idiotas. Bajo la actualidad política respira la lección terrible de que se debe poner en juego lo que sea por perdurar, y así se escriben los manuales de supervivencia y no los de caer con grandeza en el campo de batalla. Los buenos siempre mueren antes, pero mueren bien, pues se ahorran el final del que no tiene principios, desprovisto del honor y la categoría, ese que se arrastra vaciado de la dignidad que otorgan los principios, sobreviviendo cada día en una suerte de indigencia ética como el que busca el sustento en los contenedores o en las encuestas. Estar en el mundo por estar así, vivo de cualquier manera, a toda costa y caiga quien caiga, durar a cambio de traicionar a los demás y a uno mismo resulta una empresa del todo miserable. Desgarra la persona y la desposee de su voluntad y de la conciencia de todo lo que no sea la permanencia, esto es el hombre considerado como un animal, o peor, queriendo serlo.

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