El día de Año Nuevo amanece distinto. El mundo puede ser el mismo, objetivamente hablando, pero la mirada personal cambia el color del cielo y enfría más la helada. Yo siempre pienso que es el día más frío del año, como si estrenáramos una casa extraña en el monte en la que aún no se ha encendido la calefacción.
Mi abuela se levantaba muy temprano el día 25, cuando el resto del mundo aún dormía. La noche había transcurrido ruidosa: un marido, seis hijos, cuatro nueras, dos yernos, diez nietos, algunas estrecheces y tres o cuatro achaques físicos.
Lo más difícil de la navidad fuera de casa es el desayuno. Más que todo por la hora. Es costumbre en todos lados que el veinticinco, cuando no hay regalos, se desayunan las sobras, las cuales normalmente ni se guardan la noche anterior. Se dejan por ahí para antojar a sonámbulos y mal dormidos, los cuales van a ellas a veces con hambre y a veces con pena. Así sea en un hotel, o habiéndola pasado solo: El desayuno después de la navidad siempre es raro — justamente por su informalidad, su aire clandestino y su olorcito a resaca.
El pavor que causa este tiempo último del año, el que obliga casi a pedir socorro con tal de salir indemne de la situación, que si la lista de los mejores libros, que si los momentos más importantes de estos meses en cada uno de los telediarios vistos, no es tanto lo que se vive como la repetición perpetua de lo que uno vive. En estos días de cuenta atrás, los cuartos, cuidado abuela con las uvas, vestidos horteras y luminosos como un cartel de motel de carretera, no pesa tanto el instante de lo que se sucede, cursis dixit, como la reiteración de lo que sucede. Despedimos el año con idéntico ritual todos los años. Agotador. Más aún cuando lo que estamos deseando es decirle adiós.