La multitud trata de salvar a cientos de ballenas varadas. Las rocían con agua, las acompañan. Algunas salen a flote, pero vuelven a vararse, incapaces de separarse de su manada. Los voluntarios las cuidan hasta la muerte. La escena parte el corazón. El reportero no aclara qué les pasa a los cetáceos y despacha la noticia con las frases de siempre: “quizá el sonar de algún barco las confunde” “quizá huyen de un tiburón” «es todo un misterio». Me doy cuenta de que estas escenas de muerte de ballenas y delfines siempre me han afectado y me propongo resolver el enigma. ¿Por qué encallan las ballenas? Descubro que los océanos están llenos de contaminación acústica por maniobras militares, perforaciones petrolíferas, fracking, pesca de arrastre y bombazos. Tras mucha lectura, doy con una web de ciencia que menciona de pasada la teoría de que los animales marinos sufran del mal del buceador. La cosa me deja muy sorprendida y aún más interesada. ¿Las ballenas sufren la descompresión? ¿Es esto posible? ¿60.000 millones de años de evolución no las han curado de tener que ascender despacito, como cualquier turista en el Caribe con aletas y escafandra? Mi curiosidad aumenta y es satisfecha. Leo sobre los trabajos de investigación de un catedrático de patología animal, el español Antonio Fernández, y su equipo de la universidad de Las Palmas. Fueron los primeros en documentar el mal del buceador en un grupo de ballenas de pico que aparecieron muertas en una playa de Canarias pocas horas después de que la Marina realizará maniobras militares submarinas. A raíz de sus investigaciones y de su increíble descubrimiento, el parlamento europeo prohibió los sónares militares en las aguas en las que viven estos animales. Desde que entró en vigor la prohibición, en el año 2004, no se han producido más incidentes de ballenas de pico varadas en nuestras playas. Es posible que nunca sepamos la causa exacta del encallamiento de tanta ballena australiana, pero yo apuesto todas mis fichas a que la culpa la tienen el hombre y sus juegos de guerra y pienso en el cohete de Kin-Jong-un estallando en el mar de Japón y en los animales muertos que estarán llegando hoy a alguna playa lejana y en algún periodista, junto al cadáver, diciendo: «nadie entiende nada. Es todo un misterio».
¿Cuánto vale la vida de una persona? Quienes vivimos en democracias liberales pensamos que el valor del individuo tiende al absoluto. Pero no siempre ha sido así. Se trata de una convención. Históricamente, las personas no han gozado de los mismos derechos, ni siquiera de la misma dignidad. Aún es así en buena parte del mundo. Qué poco vale la vida de una mujer en Afganistán. La vida de una persona en Venezuela vale menos que un iPhone. Hay lugares donde los niños se tienen por cálculo de utilidad: son una fuerza de trabajo. Qué desgracia ser gitano en Hungría, homosexual en Pakistán, cristiano en Irak. Quién querría verse en la piel de un reo en Tailandia. Y en China, en India, nadie quiere hablar de la misteriosa desaparición de cien millones de niñas: según las estadísticas, la ratio de mujeres por cada hombre en estos países es de 0,94, mientras en el resto del mundo es de 1,05.