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La conexión entre la microbiota y la depresión

Las alteraciones en la microbiota, esto es, la flora intestinal, podrían contribuir a la depresión. Asimismo, los estados depresivos podrían inducir la modificación de la microbiota y con ello agravar más el trastorno

La conexión entre la microbiota y la depresión

Iz zy | Unsplash

La microbiota del tubo digestivo, lo que antes llamábamos flora intestinal, tiene una importancia sorprendente en procesos relacionados con el sistema nervioso, con su funcionamiento y con la psicología y el comportamiento, tanto en personas como en animales. Por una parte, los microorganismos producen sustancias que tras atravesar el epitelio intestinal llegan a la sangre. A través de ella, y tras cruzar la barrera hematoencefálica, alcanzan el cerebro. A su vez, el propio sistema nervioso también puede actuar sobre las bacterias intestinales, modulando sus proporciones relativas y su crecimiento. La comunicación entre microbiota y cerebro se cree que es, por tanto, bidireccional y que están implicados en ella los sistemas nervioso, endocrino e inmunitario.

¿Cuáles son las claves de su conexión?

Entre los mediadores de la comunicación entre la microbiota, el intestino y el cerebro están ácidos grasos de cadena corta, como el butirato; neurotransmisores, como la serotonina y el GABA; hormonas, como el cortisol; y moduladores del sistema inmunitario, como el ácido quinolínico.

El conocimiento que tenemos sobre la microbiota y el cerebro se basa en estudios que muestran una correlación entre especies concretas de bacterias, sus metabolitos y procesos nerviosos.

Estos pueden estar asociados a aspectos normales de la función cerebral como la memoria, a procesos del comportamiento, como las interacciones sociales, y a distintos trastornos, como las enfermedades neurodegenerativas o la depresión.

La relación entre microbiota y depresión ya ha sido planteada anteriormente. La microbiota intestinal puede producir o estimular la producción de neurotransmisores y productos neuroactivos como la serotonina, el GABA y la dopamina. Esos compuestos, al ser producidos por el sistema nervioso pueden, a su vez, modular el crecimiento de las bacterias.

Es decir, las alteraciones en la composición de la microbiota podrían contribuir a la depresión. Al mismo tiempo, los estados depresivos podrían inducir la modificación de especies específicas de la microbiota intestinal y, eventualmente, contribuir a hacer más grave la depresión.

Evidencias en investigación animal

La viabilidad de ambas secuencias está respaldada por ensayos preclínicos. Por ejemplo, la investigación en roedores ha mostrado un inicio del comportamiento depresivo en ratones después de trasplantes fecales procedentes de pacientes con depresión mayor. Por otro lado, la inducción mental del estrés y el comportamiento depresivo en roedores reduce la riqueza y diversidad de la microbiota intestinal.

La ventaja de hacer estudios con modelos animales es que se pueden acotar muchas variables y se pueden hacer diversos tratamientos sin gran problema. Sin embargo, también presentan un inconveniente: a veces la semejanza con trastornos humanos está traída por los pelos.

Los estudios en humanos, por su parte, tienen la desventaja de que muchas veces están basados en muy pocas personas. Asimismo, puede haber influencia de la dieta o de sucesos recientes, como el uso de antibióticos. También pueden estar condicionados por la presencia de fármacos específicos como los antidepresivos, que pueden actuar sobre la microbiota y variar su composición.

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Los alimentos saludables ayudan a regenerar la microbiota intestinal | Foto:Mariana Medvedeva. | Unsplash

¿Hay evidencias en los estudios con humanos?

Valles-Colomer y su equipo han publicado en Nature Microbiology un estudio donde se abordan algunos de estos problemas. Los autores usaron secuenciación de ADN para analizar la microbiota en las heces de 1.054 personas.

El equipo investigador relacionó los distintos taxones de microbios con indicadores de la calidad de vida y niveles de depresión de los voluntarios participantes en el estudio. Para ello, usaron encuestas de los propios participantes y diagnósticos proporcionados por sus médicos.

Los datos se validaron posteriormente en una cohorte independiente formada por otras 1.063 personas. Finalmente utilizaron minería de datos para generar un catálogo. En ellos se describió la capacidad que tienen algunos componentes específicos de la microbiota para producir o degradar moléculas que pueden interactuar con el sistema nervioso.

Los investigadores encontraron una reducción de dos géneros de bacterias (Coprococcus y Dialister) en la microbiota de las personas deprimidas, incluso después de excluir los posibles efectos de los fármacos antidepresivos. También observaron que la proporción de la bacteria Flavonifractor había aumentado en los pacientes con depresión mayor y que Butyricoccus estaba asociado al tratamiento con antidepresivos.

Las bacterias Faecalibacterium y Coprococcus, productoras de butirato (que reduce la inflamación intestinal) estaban asociadas de una manera consistente con una mayor calidad de vida, mientras que Flavonifractor presentaba una asociación negativa con el funcionamiento físico.

También vieron una correlación positiva entre la calidad de vida y la habilidad potencial de la microbiota intestinal para sintetizar un producto de degradación de la dopamina, el ácido 3,4 dihidroxifenilacético.

Por último, el enterotipo 2 de Bacteroides estaba más asociado que otros a la enfermedad mental y a la baja calidad de vida. Lo cual puede indicar una naturaleza disbiótica: un microorganismo capaz de causar alteraciones en el ser humano hospedante.

La conexión entre la microbiota y la depresión
Valles-Colomer y equipo. | Fuente: Nature Microbiology

Interacción entre intestino y cerebro

Los autores también analizaron rutas metabólicas que transforman moléculas con potencial para interactuar con el sistema nervioso. Encontraron 56 módulos que conectan el intestino y el cerebro. Cada uno corresponde a la producción o degradación de un compuesto neuroactivo.

Algunas de estas rutas eran ubicuas, como la síntesis de S-adenosilmetionina o la degradación del ácido quinolínico. Pero otras 14 se observaban raramente. Por ejemplo, las que se dedican a la síntesis de dopamina, acetilcolina, quinurenina, histamina y serotonina II.

La serotonina parece ser un jugador clave en la depresión y se concentra principalmente en el tracto gastrointestinal. Aquí participa en la secreción, la motilidad y la percepción del dolor. Los microorganismos intestinales modulan la biosíntesis de serotonina en el hospedante y producen serotonina ellos mismos.

Algunos de estos módulos estaban asociados a la depresión. En primer lugar, la síntesis III de GABA (el principal neurotransmisor inhibitorio del cerebro) se había incrementado en los voluntarios con depresión.

Las alteraciones en la señalización por GABA están unidas a ansiedad y depresión. Se observó que los pacientes con depresión mayor tienen más GABA en sangre que los controles. Por tanto, encajaría con ese aumento de la síntesis por parte de la microbiota intestinal.

Por su parte, también vieron que la degradación I de glutamato (que actúa como un neurotransmisor excitador en el cerebro) había disminuido en los voluntarios con depresión. Estos tenían niveles más altos en sangre que los controles, lo que encajaría también con una disminución de su degradación.

Este estudio proporciona los resultados más claros hasta el momento sobre si la microbiota de una persona puede ser responsable del desarrollo y evolución de una depresión. No obstante, hay que recordar que lo observado son correlaciones pero eso no implica una relación causa y efecto.

Este estudio abre además muchas posibilidades de futuro. Dialister y Coprococcus podrían ser próximos psicobióticos, organismos vivos que ingeridos en cantidades adecuadas, confieren beneficios a los pacientes con depresión.

El estudio de su metabolismo y reproducción a través de esos módulos que conectan intestino y cerebro puede proporcionar nuevas dianas terapéuticas para la depresión nerviosa.


Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

The Conversation

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