THE OBJECTIVE
Gastronomía

Un cuento (gastronómico) de verano

Nuestros recuerdos son también clichés de esa cocina estacional a base de sopas frías, ensaladas coloridas, escabeches, marinados y productos de temporada

Un cuento (gastronómico) de verano

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No hay estación que genere más expectativas que el verano. Nos pasamos todo el año pensando en lo que haremos cuando lleguen los días soleados, como si fueran el comienzo de algo. Luego, cuando este concluye y no ha cambiado casi nada en nuestras vidas, todo queda reducido a una sucesión de pequeños instantes felices. Es algo que ya intuía, pero que me ha confirmado estos días la lectura de la novela Verano (2021), el último volumen del cuarteto estacional de Ali Smith. 

«Todo el año nos dirigimos al verano como el horizonte que evoca la promesa del amanecer, la promesa de que pronto, un día, seremos capaces de recostarnos y que el verano nos ocurra», señala la autora escocesa. «Es la más breve y escurridiza de las estaciones, aquella a la que no puede aprehenderse salvo en segmentos, fragmentos, momentos, destellos de recuerdos de los supuestos o imaginados veranos perfectos, veranos que nunca existieron… de modo que lloramos su pérdida mientras lo vivimos». Suena un poco triste, pero es una verdad hermosa.

La alta cultura no ha sabido jamás poner al verano en su sitio, quizá por cuanto significa de esperanza para el ciudadano angustiado por el simple hecho de existir. Así que nos aferramos a los cuadros soleados de Matisse o de Duffy, cuando no a La siesta de Van Gogh, que alberga también -como el relato de Smith- cierto reverso tenebroso. Menos mal que Shakespeare dejó escrito El sueño de una noche de verano (1595), comedia entre mitológica y saturnal que serviría luego de inspiración a una partitura de Felix Mendelssohn, a una ópera de Benjamin Britten y hasta a una película de enredos amorosos titulada Sonrisas de una noche de verano (1956) en la que el sueco Ingmar Bergman, tan propenso al drama psicológico, se liberó un poco del corsé intelectual. 

En cuanto a la baja cultura, solo me vienen a la cabeza filmes de adolescentes con picores y canciones tontorronas que sonaban machaconamente por los altavoces en las pistas de los coches de choque. Claro que hay mucho más: géneros musicales tan dignos de consideración como el reggae, la samba o la bossa nova, cuyas melodías logran trasladarte a un país tropical con gente de sonrisa fácil y eternas puestas de sol. O canciones que destilan optimismo como el Summer in the City de Lovin’ Spoonful, el In the Summertime de Mungo Jerry o el icónico Summertime de George Gershwin, que aún siendo una nana melancólica desprende cierto buen rollo.

Tengo un amigo que se la ponía en bucle, para escucharla ensimismado una y otra vez, como si eso fuera a lograr que un efímero amor de vacaciones durase para siempre. No fue el caso, claro. Obviando el tema de los escarceos sentimentales agosteños, el verano es, para mí -y seguramente para todos ustedes- ese trimestre algo tramposo al que se refiere Ali Smith. Tramposo porque creemos que lograremos abstraernos de las miserias del resto del año, descansar el cuerpo y la mente, incluso divertirnos encontrando gente nueva y descubriendo lugares de los que nunca querríamos marchar. Nuestros recuerdos son clichés de fotos de familia, excursiones por el campo, chapuzones a deshoras, merendillas en el jardín y, también, por supuesto, esa cocina estacional a base de sopas frías, ensaladas coloridas, escabeches, marinados y productos de temporada ingeridos en crudo o pasados por la plancha o la parrilla. De entre estos últimos, he seleccionado aquí diez de mis predilectos. ¡Que a ustedes le aprovechen y felices vacaciones! 

Aguacate


El aguacate, otrora ajeno a nuestro acervo culinario, se ha convertido en los últimos años en una peligrosa epidemia que inunda nuestros hogares de exóticos platos fofi-sanos y ha contagiado la restauración pública hasta el punto de que, cada vez que cierra una tasca venerable, abre en su lugar un coqueto gastro-bar donde sirven, indefectiblemente, alguna tostada o ensalada con este ingrediente como actor principal. 

A pesar de la invasión a la que nos estamos viendo sometidos, profeso por dicho alimento una simpatía inusual, quizá porque en los 70 mi madre se trajo de un viaje a Kenia una receta de aguacate con gambas y salsa mil islas -una versión alambicada de la salsa rosa- que pronto se convirtió en un hit de nuestro veraneo de secano en Navacerrada.

Dicha fruta proviene de un árbol lauráceo de gran tamaño cuyo origen se sitúa oficialmente en América Central, aunque también hay quien acredita su nacimiento en en la remota Persia, como sugiere su nombre científico (Persea gratissima). El primer testimonio de este manjar lo dio el naturalista Martín Fernández Enciso, llegado con las primeras expediciones a las costas mexicanas, que luego lo incluyó en su Summa Geografia de 1519. Y, al parecer, fueron los españoles quienes lo introdujeron en sus colonias americanas y propagaron su cultivo por toda la cuenca mediterránea.

Cuenta el nutricionista brasileño Paulo Eiró Gonsalves, en su Livro dos alimentos, que «terapéuticamente hablando, el árbol del aguacate es una verdadera farmacia». Sus hojas en infusión son digestivas, diuréticas, antirreumáticas y un alivio para la bronquitis. En aplicación local, tienen cierto poder antinflamatorio y calman el dolor de cabeza. El aceite que se obtiene de su pulpa presenta más interés homeopático que coquinario, siendo empleado para dar masajes contra el reumatismo o como loción para combatir la caída del pelo. Debido a estas virtudes dermatológicas, el aguacate sirve de base a numerosos productos cosméticos: cremas, jabones, emulsiones hidratantes… Ingerida, su pulpa carnosa contribuye a la regeneración de los tejidos. En el plano nutritivo, además, ésta es una fruta pelín heterodoxa: rica en grasa, pero también en proteínas, así como en vitaminas, sales y minerales. Así que un respeto.

Aunque su conservación y preparación tienen cierto intríngulis, comerlo es tan fácil como pelarlo e hincarle el diente. También hay quien dice que no debe abusarse de él porque exalta el temperamento y desata la libido. Por su forma, similar a una pera con un hueso esférico en el centro, los aztecas le dieron el nombre de ahuacatl, que significa testículo, sentando las bases de su leyenda afrodisíaca. El eminente Manuel Martínez Llopis, en un curioso manual titulado La cocina erótica, nos informa de cómo «los indígenas americanos estimaban que excitaba los sentidos y exacerbaba el deseo venéreo». Y también señala que «en sus últimos años, el rey Luis XV de Francia gustaba de comerlo en ensalada, con la esperanza de reavivar su declinante capacidad amorosa».

A la hora de prepararlo, hágalo inmediatamente antes de su consumo, ya que el contacto prolongado con el aire lo oxida y ennegrece cual alcachofa. Por supuesto, la receta más famosa mundialmente es de origen mexicano. El guacamole, pasta molida en un recipiente tradicional llamado molcajete, suele incluir cebolla muy picada, algunas hojitas de cilantro, acaso una pizca de chiles serranos o unas gotas de lima… y se unta en tortillitas de maíz. Roberto Rodríguez, el primer chef azteca que obtuvo una estrella Michelin en Europa, gusta enriquecer la receta con pipas de calabaza tostadas, cacahuetes especiados, granada, trocitos de queso fresco e incluso hormigas chicanas… ¡y vende no menos de 8.000 kilos al año en su Barracuda MX!

La presencia de este producto en los comedores públicos europeos no se notó hasta los años 60, cuando algunos chefs galos como Raymond Oliver (que los metía en crepes con estragón) o Alain Senderens (en ensalada con hinojo y alcachofas) se fijaron en sus cualidades. Respecto a la restauración española, es ya clásica aquella creación del cántabro Víctor Merino para Cabo Mayor, los aguacates con anchoas, que abrió la veda para múltiples combinaciones posteriores de esta fruta con moluscos, crustáceos y pescados marinados, destacando entre otros el aguacate de Abraham García (Viridiana) con arenques del Báltico o el canelón de aguacate con tartar de bonito del valenciano Ricard Camarena. Para beber con él, elijan preferentemente un blanco no demasiado aromático, seco y sin madera, del estilo de un verdejo o un godello. Y recuerden no atiborrarse, que empacha.

Anchoa / boquerón

El Engraulis encrasicholus es un pescado pequeño de lomo plateado-verdoso, que vive en grandes bancos marinos y se encuentra, curiosamente, tanto en el Cantábrico como en el Mediterráneo. Se suele consumir fresco o en salazón y cambia de nombre según su demarcación geográfica. En el norte, donde es el orgullo de los puertos pesqueros de Santoña (Cantabria), Fuenterrabía o Guetaria (Guipúzcoa), lo llaman anchoa; mientras en el sur, donde sirve de base a adictivas frituras, es conocido como boquerón. 

Es costumbre, para el comensal madrileño —que ni es del norte, ni del sur, sino hijo de ninguna parte— denominar anchoa al pescado en semi-conserva y salazón, quedando reservado el patronímico boquerón para las recetas de inspiración andaluza que lo presentan en castiza vinagreta o rebozado en manojos de cinco, al estilo de la malagueña Carihuela.

Confusiones al margen, la anchoa norteña se pesca tradicionalmente en primavera, se sala, se descabeza, se prensa, se deja madurar, se limpia, se echa en aceite y, finalmente se comercializa, siendo la rentrée estival su mejor momento para el consumo. Esta anchoa en salazón suele emplearse sobre todo para aperitivos y canapés, aunque los nuevos vientos mediterráneos que soplan en la alta cocina la han acercado últimamente a los grandes restaurantes; véase los casos de la anchoa con panna cotta y achicoria que preparaba en sus comienzos Jesús Sánchez en El Cenador de Amós o esos raviolis de ricota ahumada, caviar, anchoas y aceitunas que solía proponer Óscar Velasco en el extinto Santceloni o incluso esa anchoa con crema de trufa y flores de saúco que incluyó Dani García en aquel menú titulado Madre con el que clausuró su restaurante tri-estellado de Marbella.

En cuanto a la tradición de comerlas frescas y calientes, tan arraigada en la cornisa cantábrica, permítanme citar a un filósofo peripatético. «El pescado pequeño, el fuego sólo verlo», escribió Clearco de Solos en su libro Los proverbios. ¡Cómo es la vida, oiga! Cuatrocientos años antes de Cristo, el pensador chipriota ya se preocupaba en dilucidar cuál era la técnica más idónea para freír boquerones, un pescado por aquel entonces muy extendido en las costas del Mar Egeo. Y su consejo mantiene, siglos después, toda su vigencia, como confirmaba Martín Berasategui en su simpático Mis recetas de siempre refiriéndose al mismo pez: «La importancia del frescor en el pescado se agudiza con las anchoas. Mejor, por tanto, las pescadas en el día que las de ayer, y aún mejor las más pequeñas, sobre todo las que llegan a las costas cantábricas a finales de verano… Para hacerlas fritas, hay que poner la sartén a fuego con aceite de oliva hasta que humee (pero sin quemarse), alcanzando una temperatura considerable de unos 200 grados, luego añadir ajo y guindilla y, al instante, las anchoas sazonadas, dejándolas hacerse por espacio de 30 segundos, poco más o menos, dependiendo del tamaño».

La receta no es otra, claro, que la de las llamadas anchoas a la donostiarra, un plato con marchamo vascuence, extendido a todo el litoral cantábrico, cuyas raíces se remontan apenas a la introducción del aceite de oliva en Euskadi, hace dos o tres siglos. Un plato francamente delicioso y de plena temporada, que ha ganado adeptos en toda la península, a medida que ha aumentado el número de restaurantes que lo sirven. 

Ya se haga en cazuela, sartén, horno o hasta plato refractario, ya se presente el bicho abierto o cerrado, entero o desespinado, este manjar deliciosamente estival tiene en la piel de toro innumerables abanderados que lo ejecutan con primor. Algunos rematan la receta con una gotita de vinagre de Jerez; otros, con limón… allá cada cual con su secreto. El nuestro es acompañarlo con un blanco original y denso tipo albillo o xarel.lo o incluso un tinto joven con la suficiente acidez y salinidad -piensen en suelos calizos o graníticos- para compensar el sabor persistente del bocado. 

Bonito

Bajo el simpático nombre de bonito conocemos en la península al Sarda sarda, pescado azul fusiforme, de la familia de los escómbridos, que abunda en el Mediterráneo y el litoral gaditano durante los meses de junio a septiembre y se distingue de otros túnidos como el bonito del Norte (también llamado atún blanco o albacora) por su lomo azul oscuro surcado por ocho o diez bandas longitudinales, sus flancos plateados y su reducido tamaño, que no suele llegar nunca más allá de los 60 o 70 centímetros.

El bonito es una especie cuyas carnes pálidas no alcanzan el color rojizo y el gusto fuerte del atún, pero ofrecen al gourmet avezado finura y textura deliciosas. «Su alimentación, como animal depredador que es –escribió José Ramón Martínez Peyró–, se basa en los crustáceos, moluscos y peces pelágicos que encuentra en sus largos desplazamientos primaverales en busca de las aguas cálidas idóneas para reproducirse». Y eso, claro, se nota en su sabor. 

En nuestro país, la llegada de este rico escómbrido al mercado supone un motivo de celebración para no pocas amas y amos de casa, que lo esperan impacientes a comienzos de verano para elaborar el primer marmitako de la temporada. Además de ese rico guiso costero, cuyo principal truco radica en cocer los dados de pescado al final, apenas un minuto, y luego dejar reposar un poco, el recetario celtíbero de ayer y siempre incluye clásicos populares como el bonito a la riojana, el encebollado, el escabechado y, ya entrado en el siglo XXI, el tataki de ídem, que tampoco es complicado de hacer en casa y puede sazonarse con salsa ponzu, con una mayonesa picante (elijan entre sriracha y wasabi) o incluso un ajoblanco, evocando aquella receta que hizo célebre a Alberto Chicote en su época de No-Do.

Al albur de esta pasión gourmet, no pocos restaurantes lo incluyen en sus cartas de verano y hay algunos que incluso le dedican menús monográficos. Aún recuerdo aquel Todo bonito de Jean Pierre Vandelle en el desaparecido El Olivo donde cada plato iba regado con aceite de oliva virgen extra de distintos orígenes, destacando el tartar sobre fondo de alcachofas con arbequina de la Sierra de Siurana o el bonito asado sobre compota de tomate con un hojiblanca de la Sierra del Segura. Y, entre las recetas de nuestros chefs más laureados, no puedo dejar de citar tres preparaciones memorables del gran Juan Mari Azak -para quien este pez es un icono cultural- como son el bonito con costra de mojo de su piel y caldo de pepinillos, el bonito con pétalos de ajo multicolores o la mendreska de bonito con choriceros, melocotón y hierbaluisa.

Como el bonito va asociado a los rigores del verano, conviene ser prudente a la hora de escoger el acompañamiento líquido, que no debe de ser jamás pesado o alcohólico. A mí me gusta echar manos de burbujas o de blancos con mucho filo y mineralidad, tipo sauvignon blanc, pero a mi amigo Iñaki López de Viñaspre le priva el txakolí de Guetaria. Con él regamos todo un menú monográfico que disfrutamos juntos el pasado mes en Sagardi, con homenaje incluido al recetario nipón del barcelonés Koy Shunka (¡ese sensual corte de toro con ostra y caviar!) y ni tan mal.  

Codorniz

Tal vez no sea la reina de las aves salvajes, pero sí la especie más temprana y polivalente de esta ilustre rama culinaria. Hablamos de la humilde codorniz o Coturnix coturnix, cuya temporada cinegética se inicia con la media veda el 15 de agosto. Un pajarito pequeño y rechoncho, con alas largas, pico corto y un reconocible plumaje pardo veteado, cuyo peso no suele sobrepasar los 100 gramos, pero que ofrece una carne delicada y sabrosa, que resulta un placer degustar cuando ya empieza a remitir el calor, asada o a la parrilla, pero también escabechada y hasta guisada.

Aunque hace ya bastante tiempo que el mercado sirve codornices de granja todo el año –sobre todo, de la variedad japónica, muy apta para la cría en cautiverio, ya que alcanza pesos superiores a la europea–, yo sigo apegado al paso de las estaciones y la cocina de temporada. Así que, cuando pienso en comer codorniz, suele ser siempre en estas fechas. Sencillamente, hay más posibilidad de disfrutar de algún ejemplar salvaje, criado en el campo en libertad y por ende más sabroso.

Según los expertos en asuntos cinegéticos, los años de canícula no son buenos para las batidas de esta especie entre viñas y trigales ya que la sequía y las cosechas tempranas suelen alejar al animal de su hábitat natural y lo empujan a migrar a África antes de lo habitual. Bueno para la especie y malo para los gourmets, que tendrán que conformarse con ejemplares crecidos en cautividad.

Esta gallinácea migratoria, la ingerían por docenas los inmensos arzobispos que describía Álvaro Cunqueiro en su imaginativo tratado sobre La cocina cristina de Occidente, metidas en hojas de parra, para abrir boca antes de un banquete serio, acaso siguiendo el consejo de Brillat-Savarin, que en su Fisiología del gusto sugería como técnica idónea para ellas el asado o la cocción en papillote, recomendando a su vez una receta que nunca he probado, las codornices rellenas de tuétano sobre tostadas untadas con mantequilla y albahaca.

Otro sabio de tiempos pasados, Alejandro Dumas (padre), la describe como «la más delicada y amada de las aves de caza» y considera un crimen prepararla de otra manera que asada, advirtiendo que el contacto con cualquier líquido le hace perder su sabor. A pesar del respecto como gastrónomo que profeso por el autor de Los tres mosqueteros, opino que sus teorías han quedado desfasadas debido a la profusión de aves de granja. Igual que la aseveración de Luis Lobera, médico personal del monarca Carlos V, al sostener en su famoso Banquete de los nobles caballeros que «la codorniz y la perdiz son de maravillosa sustancia, aunque restringen algo el vientre». ¡Eso sería antes!

Se dice que la dinastía real de los Austrias decidió establecer la capital española en Madrid para poder cazarlas y atracarse a gusto. Quizá por eso la Villa y Corte posee una larga tradición de recetas con la Coturnix coturnix como protagonista. Ya casi nadie elabora ese plato de 1987 de elBulli, consistente en muslitos de codorniz caramelizados en salsa de soja, pero puedo atestiguar que durante los 90 fue un must en infinidad de bares, que se atribuían con absoluta desfachatez la autoría del plato. Tampoco hay valientes que se atrevan a reivindicar aquellas codornices rellenas de trufa negra reposadas en sarcófago que nos dejaron extasiados en el filme El festín de Babette de Gabriel Axel.

Con todo, en las mesas públicas del Foro hemos probado codornices suculentas preparadas de muy distintos modos, empezando por la ensalada de codorniz en escabeche con una emulsión ligera de ostras y espinacas de Miguel Carretero en Santerra y siguiendo por las guisadas con pochas de  

César Martín en su establecimiento Lakasa o las asadas con una reducción de vino de Sauternes de Iñaki Camba en Arce, para culminar con el cordobés Manuel Urbano, que en La Malaje las rellena de dátiles y las riega convenientemente con un buen oloroso de Montilla-Moriles. 

Huelga decir que el acompañamiento perfecto para esta ave delicada es un vino de crianza biológica u oxidativa, del marco de Jerez o similares. A mí me place especialmente con un fino viejo o un amontillado con 12 años de crianza, aunque el otro día mi amigo Pepe Ferrer –a la sazón, brand ambassador del consejo regulador del Sherry– me las recomendó vivamente con un médium, que es un oloroso al que se agrega una levísima dosis de Pedro Ximénez para conferirle untuosidad. 

Conejo

«El conejo de bosque es la pieza principal de la caza popular», opinaba el maestro Josep Pla. «Pero el cazador modesto que salía los domingos escopeta al hombro ha perdido casi totalmente su presencia y se hace difícil de encontrar». Aunque poca gente lo sabe, el Orycolagus cuniculus es una plaga en algunas regiones de la península y, para regular su población, se practica en verano el descaste del conejo: unas jornadas de caza menor que permiten la llegada de piezas salvajes a los mercados.

Este mamífero roedor de la familia de los lepóridos, de unos 40 centímetros de longitud, con cola corta, orejas grandes y patas posteriores muy desarrolladas, tiene una carne blanca, tierna y sabrosa que transmite como pocas el paisaje del monte bajo, el heno y las hierbas aromáticas con las que se alimenta. Además,  destaca por su alto contenido en selenio y en vitaminas del grupo B, al tiempo que su bajo nivel de grasa que ayuda a regular el colesterol. Así que, a menos que sea usted fan desde pequeño de Bugs Bunny, aquel alocado personaje de los dibujos animados Looney Tunes, no hay excusa posible para evitar su ingesta.

Yo, de niño, en vez de fascinarme con la serie televisiva de Warner Bros, dirigía mi mirada curiosa hacia los ejemplares de gazapo que colgaban sin vida de un gancho encastrado en la fachada de la pollería que había enfrente de casa. Esa costumbre de los carniceros de antaño, que hoy consideraríamos insalubre o cuanto menos políticamente incorrecta, se debía a la necesidad de madurar al aire la pieza cobrada en el campo suspendiéndola en alto, al aire, cabeza abajo, para que unos días de reposo ablandasen sus músculos agarrotados, siguiendo las reglas de eso que la gastronomía francesa ha dado en llamar faisandage.

No hace falta decir que, en nuestros días, hay más conejos de granja que salvajes, y que los primeros son los que más abundan en los comercios a lo largo del año. Por eso cada verano me acerco a mi pollero de confianza -en este caso, Higinio Gómez, del Mercado de Vallehermoso-, con la esperanza de hallar en su mostrador un ejemplar bravío. Ahora las nobles piezas se ofrecen al consumidor desolladas, cuarteadas y sin despojos, frescas o congeladas. Y eso que se ahorran los cocineros y cocinillas porque ya ni en los hogares ni en muchos restaurantes de tronío se sabe pelar, eviscerar y limpiar uno de estos roedores. 

Si lo hacen en casa, recuerden que el conejo requiere más atención que el pollo porque su carne magra se seca con facilidad. Que conviene marinar la pieza previamente durante unas horas -siempre en un líquido que contenga mucho vino, algo de aceite, vinagre y especias- para humedecer, ablandar y condimentar el rico manjar, y que los conejos más suculentos son siempre los de menos de un año.

¿Métodos de cocción? La tradición sugiere guisarlo (el conejo a la catalana), echárselo al arroz (Comunidad Valenciana), hacerlo frito al ajillo (como en Andalucía) o bien a la brasa, como romero y tomillo, que es como más nos gusta a nosotros, acompañado de mostaza o alioli y abundantemente regado por un tinto mediterráneo o un blanco de estilo borgoñón. En las mesas de ringorrango les propondrán a veces un râble de conejo, término de cocina gala que designa el lomito deshuesado y relleno, una receta que hemos disfrutado mucho en el pasado preparada por Thierry Marx, Gordom Ramsay o Paco Roncero. Y otro plato recurrente en las cartas es el gigot, que consiste en la pierna asada al horno, de la cual recuerdo una versión prodigiosa, acompañada de polenta y aceitunas negras, a cargo del chef Christopher Coutanceau, que hoy ostenta tres estrellas Michelin en el establecimiento que lleva su nombre en La Rochelle.

Pero si me lo permiten, les confesaré que mis dos platos favoritos con este alegre cuadrúpedo son la terrina de conejo de Las Landas que elabora Gilles Verot en París y esas minúsculas chuletillas que sirve desde hace lustros doña Julia Bombín en la taberna capitalina Asturianos, acompañadas de boletus y salsa de nueces. 

Frambuesa

La frambuesa es, por encima de la fresa silvestre, mi fruta del bosque preferida del verano… ¿Por qué? Supongo que por estar relacionada al mismo tiempo con las deidades de la Antigüedad y con la gran repostería europea: dos temas sin la menor conexión entre sí, que me fascinaban por igual cuando era niño.

Según la mitología griega, la frambuesa proviene del monte Ida en Creta -nada que ver con otro monte del mismo nombre en Turquía-, donde Zeus pasó su infancia, criado por la ninfa Ida, hija del rey de la isla, Meliseo. El exuberante color encarnado de sus bayas se debe a la sangre vertida por Ida al arañarse el pecho con las espinas del arbusto intentando recoger una variedad blanca. De ese modo, la herida de la ninfa habría cambiado para siempre el color de las frambuesas.

Catón el Viejo ya la menciona entre las plantas frutales en el siglo III antes de Cristo. Pero será Plinio el Viejo quien, en el siglo I de nuestra era, descubra en Creta unos enormes matorrales de frambuesas silvestres y de a este arbusto y sus bayas el nombre de Rubus Idaeus. Michos siglos después, cuando el científico sueco Carlos Linneo concibió la taxonomía biológica, decidió adoptar dicho apelativo como su nombre científico.

Pero es hora de pasar a datos más tangibles. «El fruto del frambueso es una zarza silvestre de la familia de las rosáceas presente en los sotobosques y cultivada también en campo o en invernadero», nos enseña el Larousse Gastronómico. «La frambuesa es un fruto frágil, que se conserva muy mal. Es poco energética (40 kcal por cada 100 g), pero rica en pectinas. El cultivo de este fruto se remonta a la Edad Media, pero se mejoró en el siglo XVIII y no se desarrolló realmente hasta el siglo XX». 

De forma ovoide o cónica, su baya pequeña y muy delicada es dulce, algo ácida, muy perfumada y puede conservarse el resto del año congelada, en almíbar o en aguardiente. Ingrediente de los postres más golosos, la frambuesa se suele comer al natural, con azúcar o acompañada de nata líquida. Con ella se elaboran mermeladas, compotas, jaleas, jarabes y, por supuesto, tartas irresistibles como la clásica francesa de masa sablée con crema pastelera, la muy germánica kuchen o los calóricos muffins estadounidenses.

La frambuesa está presente también en uno de los postres más famosos de la historia, la pavlova, llamada así en honor a Anna Pávlovna, que fuera primera bailarina de los Ballets Rusos de Serguéi Diáguilev y entró en la leyenda por su interpretación de La muerte del cisne, coreografía creada para ella por Michel Fokine sobre un movimiento del Carnaval de los animales (1886) de Camille Saint-Saëns. Se trata de una receta peculiar, con una base de merengue que incluye fécula de maíz, sobre la cual se pone crema batida y frutas rojas, de forma que resulta crujiente por fuera o untuosa por dentro, y fue servida por primera vez a la diva en un hotel de Nueza Zelanda durante su gira de 1926 por las antípodas.

Foto: Jeremy Bezanger (Unsplash)

La presencia de este fruto en la cocina salada me interesa bien poco, por mucho que el recetario cinegético centroeuropeo se empeñe en ponerlo en confitura o gelatina, acompañando el faisán asado, el solomillo de ciervo o el estofado de jabalí. Tal vez son mis genes mediterráneos…

Sí me atrae, en cambio, su uso en bebidas destiladas o fermentadas. En el primer caso, tengo un inmenso respeto por el trabajo de los maestros destiladores alsacianos y alemanes, que consiguen elaborar esos eaux-de-vie y schnaps tan delicados y digestivos, sin añadir jamás azúcar y logrando fijar los aromas de forma casi milagrosa. Echen un trago al final de un banquete y verán que maravilla… ¡pero tengan cuidado con el segundo chupito! En el segundo caso, no me refiero a las aberrantes kombuchas -tan en boga últimamente-, sino a las nobilísimas cervezas lámbicas de fermentación espontánea que se producen al sur de Bruselas, con una base de geuze a la que se añaden frutas siguiendo el modelo de una kriek. Un trago marcado por la acidez y los aromas a fermento que no es quizá para todos los públicos, pero que merece la pena probar una vez en la vida.

Gambas

Olvídense de los langostinos, los carabineros, el camarón, las quisquillas u otros tentadores crustáceos de formato mediano o pequeño. Para mí, no hay bicho marino más sabroso y atractivo que la sencilla gamba, que rara vez alcanza los 10 o 15 centímetros de largo pero que posee, en su desarrollado abdomen y su blando caparazón, todo el sabor del mar en estado puro. 

Estos decápodos nadadores, que gustan de aguas profundas y fondos arenosos, se alimentan de plancton durante su corta vida hasta que son capturados por medio de finas redes para alegrar nuestros platos, mejor si es en torno a una mesa redonda y con una ración compartida.

Sin querer extendernos en la historia natural y mitología del producto, en nuestro país distinguimos, entre todas las especies, dos mayoritarias: la gamba blanca atlántica de las costas de Huelva o de Galicia (Parapenaeus longirostris) y la gamba roja mediterránea que se atrapa entre Palamós y Garrucha (Aristeomorpha foliacea). Ambas son extraordinarias y suscitan devociones inquebrantables.

La blanca es más estilizada y alargada que la roja y ofrece un sabor más delicado y elegante que esta. Sin embargo, la roja le gana por goleada en jugosidad, intensidad sápida y regusto yodado, puede alcanzar el tamaño de un langostino o un carabinero y, hecha en su punto, fascina a los gastrónomos como ningún otro alimento marino. Y hay incluso chefs, como Quique Dacosta, que han hecho de ella un estandarte, siempre presente en todas sus cartas.

A mí, cuando me preguntan qué gamba prefiero, respondo lo mismo que sobre la presencia de cebolla en la tortilla de patatas. No soy dogmático. Y, aunque suelo apreciar más la roja que la blanca, lo que más me importa cuando me ponen una ración es que el género sea fresco, de la mejor calidad y no llegue a la mesa ni recocido ni carbonizado. En cuanto a la cocción, que debe ser siempre breve, las blancas me gustan hervidas y las rojas asadas en parrilla de carbón; pero tampoco desdeño la delicadeza del vapor o incluso el sashimi. 

Para disfrutarlas en plenitud, hay que acudir a la costa, a templos del producto como Los Marinos José (Fuengirola), El Faralló (Denia), Miramar (Cambrills), Casa Rufino (Isla Cristina), Las Dunas (Mazagón)…

A pesar de la lejanía con la costa, los ictiófagos madrileños tenemos el consuelo de que el Mercado de Pescados de Mercamadrid es, con una superficie cubierta de 33.000 m² y una comercialización anual de 172.012 toneladas, el primero de Europa por volumen y el segundo del mundo tras Tokio. Así que, en productos del mar (crustáceos incluidos), no vamos nada mal servidos.

La costumbre popular de comer gambas no llegó sin embargo a la Villa y Corte hasta bien entrado el siglo XX y hay bares céntricos y castizos que forjaron su leyenda gracias a ellas, como La Casa del Abuelo, donde las hacían a la plancha y los clientes dejaban el suelo literalmente alfombrado de cabezas. Mi admirado Josep Plá consideraba esto de la plancha metálica una aberración moderna intolerable, que merma la calidad del género, siendo partidario siempre de asar cualquier crustáceo sobre brasas. Y el filólogo y censor franquista Joaquín Entrambasaguas llegó a escribir, en los años 30, que se trataba de un invento valenciano execrable.

La plancha, no obstante, subsiste en nuestros días y hay que reconocer que, manejada por manos sensatas, puede deparar al comensal no pocas satisfacciones, como viene probando desde hace lustros el restaurante Sala en la localidad serrana de Guadarrama, donde despachan–y no es exageración– toneladas de gambas cada día, que se preparan en unas enormes planchas al estilo del tepanyaki nipón y se venden en raciones de un kilo o medio kilo, que no son precisamente dosis para alfeñiques.

Con las gambas, debido al alto contenido de umami que presenta su cabeza, yo me inclino siempre por algún blanco de crianza biológica, tipo vino de pasto de Jerez o savagnin del Jura; pero tampoco le hago ascos a un Champagne Millésimé Brut Nature bien maduro. 

Higos

«El higo es el fruto más tardío de la higuera», explica el Diccionario de la Lengua Española de la RAE. Suele llegar al comercio al final del periodo estival, ya que, en la familia de las moráceas, algunas higueras (Ficus carica) producen dos frutos bien definidos por su estacionalidad. Y eso genera a veces un lío en los consumidores. El de cosecha temprana (breva) madura en mayo, es de tamaño mayor y crece en la madera del año anterior; mientras que el fruto más tardío (higo) madura en verano, es de dimensión menor pero más dulce y crece en las ramas más jóvenes del árbol. Ambos resultan exquisitos y no son fáciles de distinguir para el foodie imberbe, que se refiere a ellos por el mismo nombre por generalizar.

Conocido de antiguo en Asia Menor, el higo es citado profusamente en la Biblia y fue introducido en la Europa meridional por los navegantes fenicios, que ya vieron en él una fuente calórica para resistir largas travesías. Rico en glúcidos, calcio, hierro, fósforo, potasio y vitaminas (A, B y C), cuando el fruto está fresco, resulta bastante energético (80 cal por 100 gr.) y lo es aún más cuando se convierte en fruto seco (275 cal por 100 gr.), siguiendo la tradición de los egipcios, turcos y otros pueblos del Mediterráneo Oriental.

Según la mitología helénica, fue el dios Saturno quien lo descubrió y eso explica por qué los griegos lo comían en su honor durante los festejos anuales de la Saturnalia, mezclado con yogur de cabra, miel de eucalipto y hojas de hierbabuena. Pero lo cierto es que Herodoto en sus Historias y Plinio el Viejo en su Historia Natural ya se refieren al higo como parte fundamental de la dieta del vulgo en Mesopotamia, ingerido muchas veces en compañía de un pan ácimo a base se semillas de loto. 

En el siglo III antes de Cristo, los higos de Cartago eran reputados en todo el Mare Nostrum. Aunque ya nunca podremos probar los higos cartagineses, toda vez que aquella desafiante ciudad-estado fue destruida a mediados del siglo II a. C. por las legiones del general romano Escipión Emiliano –quien, según la leyenda, mandó salar aquellas tierras para que nada volviera a crecer en ellas–, el litoral mediterráneo sigue produciendo hoy algunas de las variedades más famosas de este fruto, destacando los turcos de Esmirna, de misteriosos colores (el amarillo calimyrna, el azulado brusa siyahi, el rojizo seker), seguidos por los provenzales (pequeños y violáceos) y, por supuesto, los españoles (con tipos como boñigar, melar, zafarí), que exportamos a medio mundo.

Según narra Magelanne Toussaint en su Historia natural y moral de los alimentos, el rito hindú lo consagra a Visnu, segundo dios de la trinidad brahámica, relacionado con el sexo y la fertilidad. Y según Laura Esquivel, el higo es el ingrediente fundamental de una de las recetas que figuran en su célebre novela Como agua para chocolate, hecho en conserva con chabacano (albaricoque) camote y piña. En efecto, la imaginaria afrodisíaca que despierta el higo se debe a sus innegables virtudes energéticas, pero acaso también a su evocadora forma interior, análoga a la vulva femenina. No está demostrado, por supuesto, que su consumo beneficie la actividad amatoria, aunque sí resulta evidente la sensualidad de su textura. 

Yendo al placer puramente culinario, fue el transgresor Grimod de la Reynière el primero en atreverse a contravenir las normas de alimentación tradicionales, que habían desplazado, en las cenas palaciegas decimonónicas, el servicio de los higos (y las moras y el melón) al momento tontorrón del aperitivo. En la tercera entrega de su pionero Almanaque de gourmands, los restituyó definitivamente a la sobremesa, con su vocación golosa, su acompañamiento de café o Armagnac y su ritmo parsimonioso.

Unas décadas después, el maestro Augusto Escoffier, terminó de reivindicar este fruto divino en recetas como los higos frescos a la crema de curaçao, los higos secos al vino tinto o –mi favorita– los higos al estilo del Hotel Carlton, que se sirven sobre hielo en una copa de cristal, agregando por encima puré de frambuesas y el doble de su volumen de crema Chantilly. Sin aspirar a tanto ringorrango, en la gastronomía española tabernaria, su carnosidad peculiar ha armonizado siempre con el mejor jamón ibérico de bellota –un aperitivo tradicional en el restaurante capitalino Viridiana– o con un buen queso de oveja curado. En la escuela burguesa vasco-francesa del recetario de la Marquesa de Parabere, ha servido (y aún sirve) de relleno o acompañamiento en platos de caza o volatería. Y, en su vertiente más creativa, lo hemos disfrutado igualmente en recetas dulces y saladas de algunos maestros galos, tan epatantes como la tatin de higos y pistachos de Paul Bocuse, la cocotte de higos sobre lecho de hinojo con sirope anisado de Alain Ducasse, la tartina de higos con pesto y olivas de Chistian Le Squer, los higos con mozarella y limón verde de Eric Frechon, los higos asados con queso blanco y caramelo especiado de Michel Bras o el adictivo pâté en crôute de magret de pato, cerdo, foie e higos de la parisina Maison Verot.

No es preciso recordar que, para acompañar debidamente esta fruta singular, tan importante es buscar un vino digno –un gran tinto maduro, un oloroso VORS, un LBV de Oporto– como, por encima de todo, hallarse en la compañía adecuada. 

Sardinas

«La sardina es esa cosa suculenta que se come con los dedos, que pringa las manos y la barbilla de una grasa peculiar y que contagia con su olor todo aquello que la rodea, primero cuando se asa, luego cuando se come y, mucho tiempo después, incluso, cuando se recuerda», escribe José Carlos Capel en su libro Manual del pescado.

Ese pequeño pescado azul de cuerpo alargado, hocico agudo y flancos plateados está profundamente arraigado en la tradición española como alimento humilde de clases populares y, al mismo tiempo, manjar exquisito, cuyo momento óptimo de consumo se sitúa entre junio y octubre. De extremada voracidad, la sardina es un pez de aguas superficiales, que migra en grandes bandadas alimentándose de plancton. Existen dos subespecies, la atlántica y la mediterránea, cuyos nombres científicos encierran una aparente ironía: Sardina pilchardus la primera y Pilchardus sardina, la segunda. Por no menospreciar ni una ni otra, tan sólo diremos que en la calidad de su carne influye, más que sus aguas de origen, el grado de frescura y la época del año en que se comen, siendo el estío su momento álgido porque los peces están sobrealimentados, acumulando grasa y mejorando su sabor.

«La sardina, por abril, cógela por la cola y déjala ir; por mayo, ásala al rescoldo; y por San Juan, ya pringa pan», indica sabiamente un viejo proverbio gallego. Y, sobre su tamaño, también se pronuncia nuestro refranero: «La mujer y la sardina, cuanto más chica, más fina». Dicho esto, para gustos están los colores y habrá lectores que las prefieran grandes o incluso gastrónomos ilustres, como Néstor Luján, que las encuentren intolerables. Álvaro Cunqueiro, por contra, era un forofo empedernido y Julio Camba llega a declarar humorísticamente, en La casa de Lúculo, estar dispuesto a cometer un desfalco para «irme a un puerto y atracarme de sardinas». Ni desfalco ni robo, oiga, como mucho hurto, que éste es uno de los pocos productos marinos con un precio contenido.

Conviene explicar que los griegos le pusieron ese nombre por asociación con la isla de Cerdeña, donde las pescaban a miles. Pero que aquellos sabios antiguos también vieron en ella cualidades discutibles. El naturalista Hicesius afirmaba que su carne era de poco valor nutritivo, seca y desustanciada. Aristófanes, en una de sus comedias, las considera alimento propio de pobres. Y Ateneo de Naucratis obvia su talante culinario para señalar, en cambio, que las sardinas son grandes aficionadas al canto y a la música y que no existe mejor anzuelo para atraerlas que la melodía. «Si se va de pesca tañendo un instrumento les atrae tanto que incluso saltan y se regocijan fuera del agua», apuntaba a ese respecto, con cierta ironía, el maestro Néstor Luján en su obra Como piñones mondados.

Explica la doctora Anneke van den Boom, en su tratado nutricional Comer bien, que este pescado contiene abundantes proteínas, minerales (mucho yodo) y vitaminas B, A y D, así como grasas insaturadas, ideales para prevenir enfermedades cardiovasculares. En cuanto a su aporte energético, también según nuestra experta holandesa, son 148 kcal. por 100 gramos para las frescas y 188 kcal. por una latita de 80 gr. para las conservadas en aceite. Las sardinas en aceite en semiconserva son, por cierto, una suculencia gastronómica de nivel superlativo y precio irrisorio que ya en siglos pasados el hijo de Oscar Wilde, Vivien Holland, degustaba comparando añadas, en latas fechadas y guardadas, a veces, hasta 30 años.

Foto: Unsplash

En casa somos grandes fans de las sardinas en lata y evitamos cocinar las frescas para no inundar todo el piso con su penetrante olor. Por eso, en temporada, nos lanzamos sobre el primer asador solvente que las ofrezca para disfrutarlas sin remordimientos, ya sea en Madrid (¡qué recuerdos del Currito de la Casa de Campo!) o bien en Portugal (esas sardinas de Toninho en Setúbal), cuando no tenemos la suerte de pasar por Málaga y disfrutar de un espeto en alguno de los chiringuitos de la Playa De Pedregalejo.

Porque la sardina, a pesar de que muchos chefs la han introducido en recetas creativas -vaya desde aquí un reconocimiento a Sergi Arola, que llegó a dedicarles cientos de recetas-, no debe perder nunca su condición de alimento canalla, que el maestro Pla recomendaba hacer siempre a la brasa, nunca a la plancha. «Se ha de rociar con el mejor aceite de oliva posible y con un pensamiento de vinagre, que las transforma en un alimento fascinante, prodigioso», indica en Lo que hemos comido. «Llegados a ese punto, un pescado gregario y de presencia tan anodina y monótona, tan vulgar, resiste todas las comparaciones y bate satisfactoriamente a todos cuanto se le ponen en contraste. Pero, eso sí, fascinados por su calidad, no pierdan nunca los estribos. No las coman cada día, no las frecuenten en demasía, que si no acabarán por cansarse de ellas y las aborrecerán por exceso de felicidad». Para que la felicidad sea completa, sirvan en la copa cualquier blanco de zona costera, con regusto a salitre y sin un atisbo de barrica.

Tomate

En el Perú, de donde es originario, lo llamaban tomatl. Luego, en el siglo XVI, los conquistadores españoles lo trajeron al Viejo Continente y castellanizaron su nombre azteca, difundiendo su consumo por toda la cuenca mediterránea. Al principio, en Europa, la creencia general era que esta especie de baya, grandota y roja, ácida y llena de jugo y de semillas, tenía propiedades venenosas o alucinógenas y sólo servía como planta ornamental. Por eso en el Midi francés la llamaron pomme d’or (manzana de oro) y de allí pasó a Italia bajo el apelativo de pomodoro. Hoy, gracias a los adelantos biológicos, el tomate está disponible todo el año. Pero lo cierto es que el verano sigue siendo la mejor época para consumirlo, en todo su esplendor sápido. De hecho, el Lycopersicum esculentum -que es como científicamente se conoce al rey de la solináceas- es protagonista indiscutible del recetario estival peninsular, con el gazpacho y sus múltiples primos (porra antequerana, salmorejo) a la cabeza. Lo cual no obsta para que, en invierno, se puedan elaboran estupendos platos calientes con él, puesto que el tomate se puede consumir crudo o hervido, frito, en salsa, en sopa, en zumo (ese cóctel fantástico que es el Bloody Mary), seco (como lo toman en Italia), en mermelada y hasta en helado-nitro al estilo de Dani García.

Abundante en agua, poco energético (23 calorías por 100 gramos), rico en vitaminas A, B y C, laxante y diurético, el tomate estimula el apetito y, aparte de lo indigesto de su piel, sólo tiene una pega, que a veces es virtud: esa acidez que muchos cocinillas compensan añadiendo una cucharada de azúcar a la cocción. Asociado al aceite, la cebolla y el pimiento, el tomate está en la base de la cocina mediterránea: caponata, ratatouille (pariente cercano del pisto), exqueisada, pizza (y su prima catalana, la coca), daube, chakcouka, pà amb tomaquet, la ensalada de queso feta y los tomates rellenos griegos, la mozzarella con albahaca (y tomate, claro) o lo que a usted se le ocurra.

En los mercados españoles se encuentran, todo el año, esos tomates de invernadero, redondos y uniformes, de sabor inocuo y corazón inexistente, con los que hacemos lo mismo una ensalada o un guisote; igual que el tomate-pera, de forma alargada, o el bola canario, de tamaño medio, o esos pequeñitos llamados cherry, tan insípidos como monos, que ha impuesto la nueva cocina. 

En invierno-primavera, nos consolamos con esa maravillosa variante de laboratorio que es el RAF, cuyo acrónimo significa Resistente Al Fusarium (un micro-hongo altamente contaminante), un hallazgo originario de la Vega de Almería cuyas carnes apretadas y sabor dulcísimo no tienen rival fuera de temporada. Pero ¡ay, cuando llega el estío! Entonces cobran protagonismo los tomates de secano de variedades antiguas como el moruno de la Vega de Tajuña, el pezón de Venus malagueño, el mucha-miel, el corazón de buey, el rosa de Barbastro, el feo de Tudela, la tomata riojana o ese tomate guipuzcoano que se cultiva en los caseríos de Aretxabaleta y que ha ganado recientemente el premio al mejor de España en la Feria del Tomate Antiguo de Santa Cruz de Bezana.  

Cuando un tomate sale bueno, no hay nada mejor que comerlo solo, al natural, realzado por un hilo de aceite de oliva virgen extra y una pizca de flor de sal. Hay, sin embargo, cocineros que han hecho de él su santo y seña, como el ya retirado Christian Etienne, que en su restaurante homónimo de Aviñón (Provenza) proponía cada verano un menú temático y jamás repitió una receta de un año a otro en varias décadas. Sin llegar a ese extremo, es de ley destacar entre mis platos más recordados con este fruto una tarta fina de Alain Passard en L’Arpège (París) que llevaba tomates de varios colores en finas rodajas, pepino, guisantitos y aceitunas Kalamata. También una ensalada de fresas, tomates y albahaca que servía David Humm en Eleven Madison Park (Nueva York) o ese postre inusual de Alain Ducasse a base de yogur de cabra y tomates confitados que cualquiera puede hacer en casa agregando una pincelada de miel y ralladura de limón.

Con el tomate, por cierto, lo más fácil es abrir un rosado provenzal, pero también vale la pena probar algún blanco isleño, aromático y con regusto volcánico, ya sea de Canarias, Córcega o Sicilia.

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