THE OBJECTIVE
Mi yo salvaje

Diez mil kilos de hombres rudos

«Toneladas de hombres volcaron a la vez su pecho sobre Amanda, que quedaba redimida, aplastada bajo la carne sudorosa de no sabía cuántos ni quiénes»

Diez mil kilos de hombres rudos

Unsplash

Desde lo más alto del vaivén del columpio le gritaron a Amanda un «mírame , mamá» que la devolvió al parque. Aguda y repetitiva, la petición hecha orden resonaba articulada como un compás de vals. Amanda era capaz de seguir enfrascada en su libro con este chillido melódico de fondo al que respondía arqueando las cejas y asintiendo con interés lobotómico. Hacía tanto frío que llegaron al parque dando un inmenso rodeo por las calles que aún sostenían algo de sol. Todo lo que fuera desfogar antes de volver a casa sería aplaudido por Saúl, que tendría la cena ya pensada cuando regresaran.  Las cadenas del balancín chirriaban. Aportaban un acento a contratiempo que daba para lanzarse a bailar. Amanda se contuvo y se concentró de nuevo en la profundidad de la lectura. Un perro ladró largo rato a lo lejos y los árboles acogieron su eco elevándolo hasta sus copas. Eso le parecía a Amanda cuando se pilló distraída de nuevo con la vista elevada, pensativa y descifrante de cada mota que transitaba el cielo. 

Afinó la vista entre nubes barrigonas de rostro dócil y una bandada de pájaros que anunciaban el principio del fin del día, y avistó una máquina voladora que parecía acercarse. A la misma velocidad que el índice y el pulgar aumentan el zoom de una fotografía digital, el objeto se engrandecía hasta revelarse a sí mismo como un mal truco de magia.  «¡Un helicóptero!», chillaron desde el columpio en la nota más aguda que un violín pudiera dar. «Sí, un helicóptero», murmuró Amanda desde el asombro, con la boca inmóvil como un ventrílocuo.  

La aeronave se posó con la gracia de un ruiseñor en el solar enarenado y coronado por dos porterías de metal sin red. El balanceo del columpio no detuvo su ir y venir y Amanda se acercó sola a la zona para husmear qué pasaba donde nunca pasaba nada. Varios vecinos de las últimas casas de la aldea se asomaron a la ventana pero cuando Amanda llegó ya no había ni rastro de alguien con quien compartir una mirada cómplice con forma de interrogación. Merodeó curiosa degustando la inmensidad de los objetos que solo se conocen en la distancia y sin hallar una respuesta convincente que llevar a la cena, el helicóptero comenzó de nuevo a rugir. 

Sonaba a león, a bestia informe de película de terror, y el batir de sus palas levantó puñados de arena. Amanda se vio envuelta en una ventisca artificial. Se cubrió el rostro con la bufanda de cachemira y toda su ropa inició el baile de las banderas en su esplendor. El despegue emanaba la potencia de los hombres rudos; esa de los vascos levanta piedras, la de los leñadores de Alaska, la de albañiles cargando sacos de cemento, la de los mecánicos que limpian en un trapo nauseabundo sus manos llenas de grasa. Amanda se vio rodeada de todos ellos. El rugido, como una sarta de truenos intermitentes, evocaban el Haka de un equipo de rugby neozelandés. Amanda los podía ver allí agachados delante de ella, golpeando con furia salvaje sus codos, pecho y rodillas al grito de un Tarzán más ronco, grave y obsceno

La nave se tambaleaba al despegar su peso del suelo. Toneladas de hombres volcaron a la vez su pecho sobre Amanda que quedaba redimida, aplastada bajo la carne sudorosa de no sabía cuántos ni quiénes ni para qué. Una cadena de penes erectos le agujereaban la cuenca de los ojos, los poros de la piel y el cerebro como un queso Gruyere. Una fila de lenguas gruesas se le colaban por el culo, forzando la entrada del ano sin permiso, una detrás de otra, hambrientas de su interior sea cual fuere mientras fuera de ella. Amanda, buscada y deseada desde la inmundicia de la multitud sin rostro, emergía de entre una nube de hongo nuclear con el aire altivo de Cleopatra. En su vagina, un puño hacía cola detrás de otro, en su clítoris lenguas y dedos se daban la vez, los pezones eran mordidos por dientes de hiena risueña y mamados con el ahínco de un becerro insaciable. 

Volvió en sí cuando le tiraron del pantalón. «Mamá, ¿nos vamos? ». Amanda se reajustó la bufanda con un suspiro que sonó a armónica aspirada, se abrochó el cinturón de su abrigo sin botones y se aclaró la voz: «¿A que no sabes cuánto pesa un bicho de estos? Lo menos diez mil kilos, ¿te imaginas cuánto es eso?». La niña sacudió la cabeza en un enérgico no que apuntaba que aún quedaba noche para lidiar. Amanda la imitó, para lanzar lejos de sí el centenar de cuerpos de hombres desnudos, que sin ella, se habían puesto a follar de repente todos entre sí.

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