En España vivimos una interesante efervescencia divulgativa tanto en las ciencias puras como en las sociales, y particularmente dentro de estas, en la historia. Hay interés por este campo. Cada vez más, historiadores e historiadoras están presentes en medios, obtienen un perfil público, y se les pregunta respecto a la actualidad, la política, la situación internacional… y también, y mucho, sobre cosas más banales, pero muy populares, como son el cine y las series de televisión. Para disgusto de quienes las hacen, casi siempre.
La cima de esta conflictiva relación entre historiadores y creadores audiovisuales está ahora mismo en los piques entre Ridley Scott y los profesionales de los campos que pisotea, con mayor o menor acierto, con sus películas. Pero, además de cima, este choque es solo la espuma de la ola.
Ridley Scott: aciertos y desaciertos históricos
En cuanto a fidelidad histórica, las películas de Ridley Scott son como en cuanto a calidad general: las hay mejores y las hay peores. Siempre en el entendido de que esto es ficción y no un documental y, por tanto, la narrativa es superior a la fidelidad histórica, que es una herramienta adaptable y parcialmente prescindible.
Por ejemplo: El Último Duelo (2021) es una propuesta interesantísima. Parte de un material muy bueno y, aunque añaden muchísima ficción a la historia real, y se cometen algunos errores de bulto (y se pone el odioso filtro azulado), la película contiene detalles interesantísimos y muy valiosos: la distinta percepción de la violencia sexual dependiendo de la narración, la fiesta de los nobles, gentes no especialmente sucias…
El Reino de los Cielos (2005), irregular, con escenas disparatadas y otras de una épica emocionante (The Jerusalem has come, o la rendición de la ciudad) es considerada por algunos una obra maestra del género, y por otros un peñazo insufrible lleno de errores históricos, aunque en general tiene valoraciones positivas.
Napoleón (2023) en cambio ha sido un desastre sin paliativos, con un Joaquín Phoenix desaprovechado y un Napoleón desdibujado, y aberraciones que han escandalizado a los historiadores (como lo de bombardear las pirámides). Y con Gladiator II ha pasado algo parecido… o incluso peor.
Gladiator II: un coliseo lleno de disparates
Ya no se trata de la historia política. Eso ya estaba mal en la Gladiator original, y son cosas que al final se aceptan en el cine. Se trata de los errores por pereza, como fechas absurdamente equivocadas, la típica Roma blanca y sin colores, o ambientaciones que te sacan de la época, ¡como un senador desayunando con lo que parece un café y leyendo un periódico! Solo les faltó poner un «Starbacus».
En cuanto al Coliseo (que ni siquiera está muy bien hecho) se dan naumaquias (es decir, batallas navales) que era imposible haber realizado en esta época debido a que ya existían todas las estructuras bajo la arena, de celdas y elevadores, que era imposible mantener impermeables.
Y, en fin, a la gente le encantaba ir al Coliseo y a los anfiteatros y circos en general, y apostar en ellos (los romanos apostaban en todo tipo de juegos públicos y privados con la misma pasión con la que hoy hacemos apuestas deportivas o jugamos a la ruleta online), pero seguro que entre la variedad de apuestas no había opciones como los monos salvajes rabiosos con bocas gigantes, el rinoceronte cabalgado por un gladiador, o los TIBURONES (sí, tiburones, has leído bien).
Al final, estas son las cosas que te estropean la peli: los disparates y las gandulerías. La primera Gladiator podía tener muchos errores, pero se esforzaba en mantener una mínima verosimilitud. Gladiator II directamente orina en la cara del espectador con ocurrencias que parece mentira que nadie le echara una segunda pensada y dijera “a ver, se nos está yendo un poquito la olla”.
Pero esto no es cosa solo de Ridley Scott. Es una cuestión general.
La fina línea entre el molar y mantener un mínimo respeto
Insistamos: la ficción histórica no es un documental, pesa más la «ficción» que el «histórica», y ya está bien que así sea. Por ejemplo: cualquier cuestión política, en realidad, es muchísimo más compleja de lo que se puede mostrar en una película que no sea un absoluto lío. La historia se forma a base de procesos largos y millones de interacciones que generan resultados: coronaciones, golpes, asesinatos, batallas… crear una narración obliga a simplificar, y eso, insistimos, está bien.
Pero en las ambientaciones es precisamente donde podría brillar el mundo del cine y las series a la hora de transmitir historia, y en eso es donde fallan estrepitosamente casi siempre, y generan en nosotros visiones del pasado nada cercanas a la realidad. Por ejemplo: la serie Vikings es sencillamente una idea de olla con vikingos peinados, tatuados y vestidos como si fueran Ángeles del Infierno, en cualquier momento podrían sacar las Harley y liarse a palos, pero con hachas en vez de barras de hierro. La cuestión es: ¿molarían tanto de ir vestidos como los vikingos históricos? Posiblemente no. De la misma forma que no molarían tanto los escoceses de William Wallace en Braveheart si les hubieran puesto su ropa medieval adecuada, y no esos kilts con tartán de clan, invento muy posterior (y más comercial que otra cosa).
Al final, estas producciones históricas, o de ambientación histórica, cumplen la función de atraer hacia un tema, y es de esperar que la gente con más curiosidad acabe leyendo al respecto y descubriendo los errores históricos en esa ficción. No es malo que tales cosas ocurran. Lo que muchos historiadores piden es, sencillamente, un poquito de respeto: no cometer errores gratuitos e innecesarios, no meter anacronismos groseros (salvo que el guion ya vaya por ahí, claro está), no ahondar en topicazos que los historiadores sudan tanto en desmontar (como la típica mugre medieval, la gente vestida con harapos como norma, las calles siempre de barro, el filtro azul para el medievo, el blanco para Roma, etc.).
Se pueden hacer buenas películas, con intriga, acción y emoción sin tener que inventarse grandes cosas, la historia real ya suele ser lo suficientemente flipante.