2024: Notre Dame en llamas
Tras su desaparición, y, como ya sucedió con sus antepasados medievales, el nombre y la obra de Viollet cayó en el olvido y en el menosprecio. Una vez más se imponía una moda, un estilo, una arquitectura, muy alejada de la tarea del gran restaurador e innovador neogótico. Él había salvado una infinidad de monumentos antiguos, pero su técnica de restauración chocaba con los criterios de pureza, respeto historicista o puritanismo que se iba a imponer en ese terreno, para lo cual hubo que inventar una historia científica con pretensiones de exactitud, que todavía hoy dista mucho de diferenciarse de la imaginación narrativa por lo que hay que cambiarla cada diez años. Los historiadores profesionales ya no trabajan sobre la historia del pasado, sino, ideológicamente, sobre el pasado de la historia. Ese “poner al día” la historia recuerda mucho las intenciones de Viollet con sus reconstrucciones ideales: hay que adonizar el pasado para que coincida con nuestras preferencias actuales, es decir, políticas.
Algo similar sucedió en la música a partir de 1950, cuando las interpretaciones llamadas “historicistas” restauraron, a su manera, las partituras anteriores a Beethoven mediante el regreso a las cuerdas de tripa (no de metal), a los instrumentos antiguos, a los pianofortes, sobre todo para los conciertos y sonatas de Mozart, los claves barrocos en el caso de Bach y, en general, una nueva retórica armónica que pretendía hacernos creer que era posible oír el sonido del tiempo pasado.
El proceso se llevó tan lejos como para usar instrumentos de metal del siglo XIX francés en las interpretaciones de Berlioz, por ejemplo, e incluso instrumentos de época en los primeros cuartetos de Beethoven. El experimento era interesante y dio sus frutos, en especial en la música del periodo clásico (Haydn y Mozart) y en la barroca. Sin embargo, al cabo de los años, nadie rechaza en la actualidad una versión tradicional (romántica), a pesar del predominio historicista. En nuestros días se acepta perfectamente la ejecución del Bach para teclado en un piano y no necesariamente en un clave, y conviven ambas sonoridades sin conflicto. Tampoco los conciertos de Mozart se ejecutan forzosamente en un pianoforte, sino con frecuencia en un Steinway despampanante. Pasó la ola puritana, pero nos dejó lo mejor de su herencia.
Algo similar les ha sucedido a las restauraciones creativas de Viollet tras el incendio de Notre-Dame que estuvo a punto de destruirla en abril de 2019 (Ill. 80 ND en llamas). El monumento quedó en una postración similar a la que se encontró Viollet cuando Merimée le encomendó la primera restauración gótica, tras el vandalismo revolucionario. Una vez apagado el incendio, los restauradores actuales se toparon con la misma disyuntiva: restaurar la catedral, de acuerdo, ¿pero la de qué siglo, la de qué moda, gusto, predilección jerárquica? Como han podido ver quienes han seguido el proceso hasta ahora, Viollet no restauró la catedral del siglo XII, sino que inventó una catedral neogótica del siglo XIX y, ya que viene al caso, mediante el añadido de la gigantesca aguja que fue la parte que se hundió con más aparato sinfónico (Ill. 81 Derrumbe aguja).
La opinión volvió a dividirse. Unos querían aprovechar la ocasión para devolverle a la catedral su aspecto original, es decir, el de los siglos XII y XIII. Otros impulsaban una renovación, una “puesta al día” del siglo XXI. Los argumentos eran sencillos. Por parte de los puristas, la Notre-Dame “verdadera” es la del siglo XIII y los añadidos posteriores, tanto los del absolutismo, como los de Viollet, no hicieron sino pervertir o falsear el modelo, por lo tanto, había que suprimirlos. Pero los modernistas argumentaban que la catedral se había ido haciendo a lo largo de los siglos y por lo tanto no había transgresión alguna en añadir elementos para una catedral del presente, teniendo en cuenta, además, que se iban a usar materiales actuales en la estructura principal.
No es un problema sencillo de resolver porque ambas partes tienen razones de peso para sostener su posición, aunque el resultado era fácil de adivinar: no se va a restaurar sólo la catedral, también se va a restaurar la obra de Viollet, es decir, se va a mejorar el mejoramiento del siglo XIX. Y así será porque el monumento no es ahora tan sólo una catedral cristiana, sino sobre todo un símbolo de especial importancia para los visitantes, sean nacionales o extranjeros, los cuales ya no son religiosos, ni pertenecientes a los diferentes estados y gremios parisinos, sino turistas de todo el mundo y de todas las creencias, incluida la agnóstica. La catedral ya no es de la ciudad, sino del mundo y en especial de las industrias turísticas.
Por supuesto la presión económica ha sido esencial. La última contabilidad de visitantes dio la increíble cifra de 12 millones de entradas vendidas en un año. Y la mejor prueba de que se ha restaurado un símbolo turístico es que aparecerá una y otra vez durante a inauguración de los Juegos Olímpicos y la orgía nacionalista que traen consigo, en competencia cerrada con la torre Eiffel.
Forma parte del club de los modernistas, como cabía esperar, el presidente del gobierno, Olivier Macron, quien propuso cambiar las vidrieras de Viollet, bellamente geométricas (Ill. 82 Vidrieras de Viollet), por otras modernas creadas mediante la imaginación de los artistas actuales, para que quedara, dijo el presidente, una firma de la nueva restauración, una huella del siglo XXI. Siguió con su empeño, apoyado sorprendentemente (o no) por la Iglesia, pero a estas alturas sigue la pendencia y no hay información segura sobre el resultado final. El jefe de los partidarios de conservar las vidrieras de Viollet, el historiador del arte Didier Rykner, ha conseguido ya 140.000 firmas y está esperando llegar a las 150.000 para presentarlas oficialmente a Macron. Habrá que adjuntar una nota cuando este libro se edite.
Fue importante la contribución de la Comisión Nacional del Patrimonio que el 20 de julio se opuso radicalmente a la sustitución de los vidrios de Viollet, invocando la Carta de Venecia que había firmado Francia en 1965 la cual “prohíbe la sustitución de elementos antiguos bien conservados por piezas modernas” (Le Monde, 1º de agosto). Y lo cierto es que los vidrios de Viollet no han sufrido en el incendio y se conservan bien almacenados.
Los puristas argumentan, además, que aquello “rompería la unidad arquitectónica” (¿cuál de ellas?) y lo consideran un acto de vandalismo (otro). Tal y como está el arte contemporáneo, sin embargo, entregar las vidrieras a la creatividad de los artistas no parece la mejor idea o, por lo menos, significaría correr un gran riesgo. Veremos quién gana y lo añadiremos si tenemos oportunidad.
Sobre este asunto, de todos modos, no conviene exagerar: de los 2.500 metros cuadrados de vitrales que contiene la catedral, únicamente el 8% proviene de los siglos XII y XIII, y sólo este pequeño número podría aspirar a ser el “original”. Todo lo demás ha sido añadido a lo largo de los años. Sin ir más lejos, el maravilloso rosetón del transepto, el más admirado, también es obra de Viollet, quien giró unos pocos grados el círculo externo para que la circunferencia estuviera centrada y añadió piezas en sustitución de las más estropeadas. Tras el incendio, los vidrios emplomados “a la antigua” que mandó realizar Viollet para los muros, se desmontaron con el fin de limpiarlos de hollín, no sólo el causado por el fuego, sino también el de las toneladas de cirios que han ardido a sus pies, así como la grasa y la oxidación acumuladas por la respiración de millones de visitantes a lo largo de los siglos (BBC News, 15 abril).
En cambio, ni siquiera Macron puso la menor objeción para que se volviera a construir la aguja de Viollet que nunca existió, porque, si alguna vez hubo alguna en esta catedral, se hundió en 1794 y no ha quedado ni rastro de cómo era. La aguja quemada es el mejor y más brillante ejemplo de la restauración creativa del arquitecto. Jamás tuvo la catedral ese añadido tan bello como bien realizado, pero fue Viollet quien personalmente decidió que una catedral gótica sin aguja estaba incompleta, o, según dice la canción, sería como “la Mona Lisa sin la sonrisa”. En el proyecto que presentó en su día para la aprobación administrativa había dibujado tres agujas, incompatibles con el presupuesto aprobado. Más tarde comentaría que puso las tres agujas en el proyecto sabiendo que las rechazarían, para que de ese modo le permitieran restaurar una de ellas (Ill. 83 La catedral ideal de Viollet).
¿Cuánto mide la nueva aguja? ¿Noventaitrés, noventaiséis, cien metros? El diario parisino Le Monde ha dado las tres cifras en sucesivas fechas. No tiene ninguna importancia, pero lo cierto es que Macron dio orden de que se reprodujera la aguja exactamente como la construyó Viollet, es decir, con una estructura interna de madera de roble y una cubierta de plomo. Siguiendo la tradición gótica, la restauración ha de llevar a cabo una falsificación lo más “verdadera” posible.
Con la ejecución de tan imperiosa disposición (ya realizada cuando redacto estas líneas en septiembre de 2024) Macron se topó con un problema inesperado y muy del siglo XXI. Al arder la falsa flecha anterior se produjo una nube de plomo altamente tóxica (quizás de unas 460 toneladas) que levantó diversas protestas entre las organizaciones ciudadanas (Le Monde febrero 2024). Las protestas eran muy serias porque las encabezaba Anne Souyris, senadora por los partidos verdes, que exigió (la izquierda siempre exige) la inmediata paralización de las obras. Con su habitual mesura, dijo: “Instalar plomo en pleno centro de Paris es asumir la intoxicación de la población”. Debía de haber añadido “en el centro turístico de París”, porque el centro geométrico y social de la ciudad nadie sabe, en estas fechas, por dónde cae, aunque sin duda a bastantes quilómetros de Notre-Dame.
El gobierno, como viene siendo habitual, abrió una investigación judicial en el mes de abril y protestó, en su defensa, que el plomo actual no tiene nada que ver con el del siglo XIX y la cubierta de la aguja lleva unas impermeabilizaciones y protecciones químicas que impiden por completo que se repita la nube tóxica.
Este gran embrollo sobre la aguja no afectó a otros aspectos. Las reacciones de la población, en tiempos de redes sociales, son imprevisibles. Así, por ejemplo, la restauración del gallo que culminaba la flecha, otro invento de Viollet, no ha levantado ni la más mínima objeción. Al falso gallo le ha sustituido otro gallo igualmente falso y esta vez ha sido diseñado por Phillippe Villeneuve, alto funcionario del gobierno de Macron y jefe de los Monumentos Históricos de Francia, es decir, un gran burócrata. Villeneuve le ha añadido unas alas flamígeras para que, dijo, “sirva de recuerdo sobre el renacimiento de la catedral desde sus cenizas”. De modo que ya no es un gallo, sino un ave Fénix.
Así que, el animal nacional francés que coronaba la catedral parisina por voluntad de Viollet, ha sido sustituido por un símbolo pagano gracias a la voluntad de un burócrata. Y lo que es aún más divertido, el 16 de diciembre de 2024, el arzobispo de París, monseñor Ulrich, introdujo en la pechuga del volátil una reliquia trascendental para el cristianismo, nada menos que una espina de la corona que le impusieron a Jesús de Nazaret cuando fue torturado (Le Figaro, 16 XII). Bien es verdad que, en perfecta coherencia con el espectáculo general, nadie sabe si la espina que, se recordará, fue importada por Luis IX, es auténtica (Ill. 84 Obispo y gallo, 85 lo que quedó del gallo).
Una vez más, lo verdadero, lo inicial, lo del origen, tiene muy poca importancia. Lo esencial de verdad es el espectáculo, o si se prefiere, el modelo fijado en la memoria popular por muchos miles de imágenes gráficas, películas, reportajes televisivos, publicidades y postales. En hábil consecuencia, uno de los restaurantes más antiguos y famosos de la ciudad, La Tour d’Argent, ha vuelto a abrir sus cocinas y está preparando una terraza desde la que se podrá ver la catedral, el gallo Fénix y cualquier ceremonia que allí se produzca, catando la mejor cocina francesa, otra cúspide de la restauración, pero de otro orden. No apunto los precios, que son ya escalofriantes, porque, de aquí a cuando usted pueda ir a Paris, indudablemente se habrán multiplicado.
Como en todos los espectáculos actuales que tienen relación con lo que en algún tiempo se llamó “cultura”, también el de Notre-Dame ha permitido la aparición de trabajadores muy singulares que, a partir de ahora, serán imprescindibles siempre que se reconstruya algo de suficiente importancia nacional o política. Así, hace ya meses que allí está trabajando Mylène Pardoen, una especialista en “arqueología del paisaje sonoro”, la cual ha ido recogiendo documentación histórica y auditiva sobre cómo sonaba y, por lo tanto, cómo ha de volver a sonar cada parte de la catedral, incluido el órgano (Télérama). Es otro ejemplo del mito de que el pasado tiene un sonido especial que puede reconstruirse. Allí la tienen todavía, dando órdenes. La industria de la falsificación es cada vez más sofisticada.
[Cada día se publicará en THE OBJECTIVE un nuevo capítulo de este ensayo de Félix de Azúa. Si quiere leer las entregas anteriores, pinche donde pone «Capítulos», justo encima del título del libro al comienzo de esta página]