

Un fraude monumental
(Algunas instrucciones para la visita de la abadía de Saint Denis, las catedrales de Chartres y Notre-Dame, y la Sainte-Chapelle. Con un añadido sobre la catedral de León.)
Me parece indudable que no hay mejor punto de salida para las visitas arriba mencionadas que París. Fue en un círculo de apenas cien kilómetros, cuyo centro está en la Isla de San Luis, donde se produjo la erupción gótica en los siglos XII y XIII. Fui a comprobar algunos datos en el verano de 2024 y aunque no era posible visitar Notre-Dame, sí pude entrar en los otros templos. Estaba la ciudad intransitable por la preparación de los Juegos Olímpicos que se iban a inaugurar en julio, pero por fortuna circulaban con estupenda puntualidad los ferrocarriles, tanto los subterráneos como los de cercanías.
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La Abadía de Saint Denis
Fue en su origen un monasterio carolingio y luego una abadía, así como cementerio de la realeza y sus allegados, pues en sus amplias naves (y antes en la gran cripta) se enterraba a las estirpes reales de Francia. En la actualidad ostenta el título de basílica-catedral, pero esa categoría de “catedral” (de la diócesis de Saint-Denis) sólo data de 1966.
Se accede a ella fácilmente desde cualquier punto de la capital por la línea nº13 del metro. La localidad tiene una parada a su nombre. Me parece de visita obligatoria porque aquí comenzó todo, como sabrán quienes hayan leído este pequeño ensayo (Il. 86 Y 87 Denis conjunto y detalle).

El barrio de Saint-Denis es, hoy, una ciudad mahometana en su gran mayoría. Alegre, populosa, con mayoría africana, algo caótica y con recomendables restaurantes. No suele haber problemas de orden público excepto en fechas muy particulares cuando se amostaza la banlieue y procede a destrucciones rituales, de modo que el visitante puede circular con razonable seguridad casi todo el año.
El interior de la basílica, muy restaurado, pero imponente, sólo me pareció plantear un inconveniente. Por estar en un barrio donde domina la religión islámica, la jerarquía católica hace grandes esfuerzos por atraer a la población cristiana, sin ofender a la mahometana. Cuando yo la visité las naves estaban salpicadas de grandes cartelones, fotografías y muñecos que invitaban a visitar una exposición, o más bien una instalación, sobre algo así como los juegos olímpicos de la antigüedad africana. Era la obra de una artista llamada Sophie Comtet Kouyaté (Il. 88 Kouyaté). Todo lo cual, junto a un buen muestrario de lo que los franceses llaman bondieuseries daba idea de la mala conciencia de la jerarquía católica.

Así y todo, la grandeza del espacio, sus vidrieras, aunque una gran parte sea moderna, y las espléndidas tumbas de los reyes de Francia, salvadas y restauradas, son imprescindibles. El doble deambulatorio de la cabecera, con sus seis capillas radiales, forman la parte más antigua y lucen el sello, este sí original, del abad Suger.
Justo en los deambulatorios están las vidrieras más importantes de la basílica, como un Árbol de Jesé (la genealogía de Jesús de Nazaret) que se ha conservado milagrosamente intacto. Suger encargó cincuenta y cuatro vitrales para los quince grandes ventanales de la cabecera. Costaron 700 libras, una cantidad colosal. Por supuesto Viollet mandó rehacer muchas de las piezas cuyo estado era irrecuperable.
En el exterior, y a pesar de las restauraciones, sigue siendo magnífica la fachada cuyos cuatro portales se terminaron en el siglo XII. Los de la entrada principal estaban dedicados a los laicos y los de la fachada norte (llamada “del cementerio”) a los religiosos. Y eso se nota en que los mártires cristianos de la parte laica son figuras espirituales, pero en cambio los de la parte “del cementerio” son cuerpos cruelmente torturados por los demonios. No conviene atemorizar a los visitantes, pensaba la iglesia católica medieval, así que dejemos las torturas para los profesionales.
Es muy recomendable visitar esta vieja abadía porque es el primer caso de arquitectura gótica que conocemos, su nacimiento, y a pesar de las múltiples restauraciones, algo de la grandeza primitiva se adhiere al espíritu del visitante.
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La Catedral de Chartres
A unos noventa kilómetros de París en dirección suroeste, se encuentra la encantadora ciudad de Chartres, importante centro comercial de la zona y habitado por una población de unos cincuenta mil ciudadanos. Sin embargo, es mundialmente famosa porque su catedral posiblemente sea la más perfecta de cuantas se mantienen en pie. Su visita es una de las mejores experiencias que puede uno tener en esta vida (Il. 89 Catedral de Chartres).

Se llega a ella muy fácilmente con el tren de cercanías que sale de la estación de Montparnasse. En Francia los servicios sociales se toman muy en serio y no están en manos de amigos incompetentes o familiares avariciosos. Las cercanías tienen aquí su institución, el Remi (Resseau de Mobilité Interurbaine) respetado y apreciado por la población.
El viaje dura una hora y cuarto, los vagones son cómodos y limpios, hay una megafonía muy agradable que avisa sin ensordecer y el horario se cumple. Desde la misma estación de llegada se divisan las impresionantes agujas del monumento. El camino se lo marcarán los turistas, pero está muy bien señalizado y dura apenas diez minutos.
La vista frontal, es decir, la fachada occidental, es una delicia de escala y ritmo de los volúmenes. La catedral está recién limpiada y, a pesar de que mi amigo el arquitecto Ion Moreno Iriarte asegura que le gustaba más cuando estaba sucia, seguramente podemos atribuir ese sentimiento a un ramalazo de romanticismo.
El armazón de los cuatro pisos, con sus huecos como teclas de un piano celeste, sostienen las dos agujas más perfectas del gótico mundial y uno se lanzaría a dibujarlas de inmediato si no fuera porque hay mucho trabajo por delante y una cola de turistas que no esperan.
Chartres es sobre todo famosa por sus vidrieras, realmente asombrosas, pero la escultura es igualmente esencial. Las del conocido como Portail Royal, que es el occidental, es decir, con el que se topa el visitante antes de entrar en las naves, es del siglo XII. Representa la vida de Jesús de Nazaret desde su nacimiento (izquierda), hasta su ascenso a los cielos ya en tanto que Jesucristo (derecha). En medio del portal se encuentra el tímpano del Apocalipsis que anuncia la segunda visita a la tierra del Crucificado, en esta ocasión para presidir el Juicio Final. El visitante está invitado a contemplar, por tanto, la totalidad del círculo cristológico, de la primera a la última aparición del Mesías entre los mortales. A esta obra grandiosa se añaden más de doscientas estatuillas en el dintel y las arquivoltas. Son de una perfección inaudita, pero hay que verlas con prismáticos… o en la guía (Il. 90 Pórtico de Chartres).

El interior impresiona sobre todo por sus dimensiones, las cuales son mayores que en sus predecesoras y herederas, así, por ejemplo, la nave central, a la que dan las tres puertas de la fachada, mide dieciséis metros y medio y la longitud es de ciento treinta metros. No obstante, no produce ninguna impresión de gigantismo debido a dos causas, la armonía que preside la totalidad del monumento y la presencia del coro, en medio de la nave central, que impide ver lo profundo de su longitud.
Aunque el coro es ya del siglo XVI, no hay que dejar de observarlo con cuidado pues es una de las más bellas creaciones del renacimiento francés y merece un cuidadoso estudio conjunto a conjunto. Por fortuna, no sufrió demasiados destrozos durante la revolución, aunque los hubo y eso puede verse en los últimos grupos esculturales del XIX que se hicieron en sustitución de los destrozados por las hordas.
Sin duda, lo más impresionante de Chartres son las vidrieras. Es imposible, al entrar en la nave central, no sentirse arrebatado por una sinfonía de colores. Queda intacta buena parte de los originales del XII, aunque la mayoría sea del XIII. Hay mucha restauración para restituir lo destrozado en 1791 y se siguió restaurando hasta tan tarde como 1954. Las que mejor han resistido son las grandes figuras de los ventanales superiores que retratan a personajes de la historia sagrada, de la nobleza, del clero y del santoral. Pero las historias contenidas en cada ventanal son tan ricas que merece la pena seguirlas en las guías que se venden en la misma catedral (Il. 91 Vidrieras chartres).

Sería interminable repasar cada fachada (la del norte es especialmente rica en escultura), pero no quiero despedir la visita sin una recomendación. Como la visita suele ocupar toda la mañana, hay luego, saliendo del Portal Real a la izquierda una buena brasserie y si les apetece, siguiendo la calle Noël Ballay, se llega al acogedor centro de la ciudad y a la librería L’Esperluette, restaurada por mi amigo Ion en un viejo edificio de Delorme donde se pueden comprar toda suerte de guías y goticismos entre otras muchas cosas (Il. 92 Librería L’Esperturtte).

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La Sainte Chapelle
Ya que estamos en París, sería imperdonable no visitar uno de los monumentos más extraordinarios e incluso extravagantes, del estilo que nos ocupa. No es una iglesia, ni mucho menos nada catedralicio o abacial, es lo que su nombre dice, una capilla, ¡pero qué capilla! Un verdadero capricho del rey Luis IX, quien, en 1241, decidió levantar un espacio adecuado para su colección de reliquias, que era la más extensa e intensa del mundo entero. De modo que nos las tenemos con un rey que sufre una fe ciega en el poder taumatúrgico de las reliquias, que ha reunido la mayor y mejor colección del planeta, y que quiere tenerlas muy cerca del cuerpo, en su palacio, ya que esos objetos emiten energía salvadora para el cuerpo y el alma. Porque la Sainte Chapelle es (o fue) la capilla del palacio del rey, o sea, de su casa particular.
Este enorme relicario construido como si fuera una jaula de cristales multicolores, contenía, entre otras, la corona de espinas de Jesucristo que los venecianos habían robado de Constantinopla y por las que el rey pagó la inconmensurable cantidad de ciento treinta y cinco mil libras. Pero también las otras reliquias eran de la máxima categoría y todas relacionadas con la pasión de Cristo: un gran fragmento de la Santa Cruz desenterrada por Santa Helena, otro del sudario, la lanza del centurión Longino y muchos otros objetos que tuvieron contacto con el cuerpo del sacrificado. El rey manifestó su gran generosidad al repartir buena parte del tesoro sagrado entre los fieles cristianos. Al arzobispo de Toledo, un caso que tenemos cerca, le tocó una de las espinas de la santa corona y allí está para quien quiera verla.
Uno debe de entrar en la santa capilla sintiéndose como el rey de Francia para gozar de toda la fuerza sinfónica de los vitrales, pero sólo se puede conseguir si se evitan las insoportables colas que se forman para entrar. En consecuencia, es muy recomendable reservar previamente el tique de entrada por internet. Aviso importante: está prohibido el acceso a todos los tullidos del mundo porque hay que subir una agobiante escalera de caracol de cuarenta estrechos peldaños, sin posibilidad de respiro porque te empujan los siguientes turistas con escasa compasión.
El observador tiene a su alrededor ocho enormes ventanales de cuatro calles, y siete algo más estrechos (siete calles) en el ábside (Il.93 Sainte Chapelle). La altura de las naves, de quince metros, da idea de la potencia de las vidrieras. La mayor parte ha sido restaurada, aunque quedan algunos fragmentos del siglo XIII. El destrozo mayor esta vez lo provocó la corona misma, la dueña del local, y no sus enemigos, o sea, Luis XVI, el cual, en 1787, pocos años antes de la revolución, desafectó la capilla para unificar diversos recintos del palacio sin tener el menor atisbo de lo que le iba a suceder dos años más tarde.

El templo desafectado fue destinado a tener en depósito los archivos de la corona cuyas cajas se alzaban hasta dos metros de altura (por eso lo mejor conservado fue lo que quedó detrás de las gigantescas arcas). Cuando llegaron los revolucionarios lo acabaron de desvalijar, pero desde comienzos del XIX siguió sirviendo como archivo, ahora del Palacio de Justicia. Los responsables de Patrimonio aprovecharon la ocasión para vender cientos de vidrios a coleccionistas mayoritariamente británicos. Sólo en 1843 acabó el despojo cuando el rico Alexandre Du Sommerard gastó parte de su fortuna en rescatar lo que pudo. Su colección está hoy en el Museo Nacional de la Edad Media, conocido como Museo de Cluny, cuya visita ya hemos indicado que es altamente recomendable.
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La catedral de León
No podría abandonar esta mínima excursión sobre el gótico, sin introducir el mejor ejemplo del estilo en España. En todas las guías, ensayos históricos, artículos turísticos o rúbricas publicitarias se dice una y otra vez que la de León es “la catedral más francesa de España”. Y así es, en efecto. Trataré de explicar las razones.
En mi última visita tuve la suerte de contar con un guía excepcional, César García Álvarez. Este profesor de historia del arte de la universidad de León es, además, un experto en simbología, pero debo añadir que quizás lo más notable es que nació justo delante de la catedral y desde niño la ha tenido ante los ojos mientras jugaba en la terraza de su casa. No es raro que, para él, este templo sea algo así como el parque de su niñez.
Para la visita de la catedral (aquellos que viajen desde Madrid), lo más cómodo es tomar el AVE a Gijón que sale de la estación de Chamartín y en dos horas les dejará a pocos metros del monumento. El horario del ferrocarril es muy variado, pero conviene estar pronto a las puertas de templo si se quiere regresar el mismo día.
La iglesia primitiva se quiso alzar sobre un terreno muy poco adecuado y se usó una piedra de mala calidad. El resultado fue una de las iglesias con más hundimientos y accidentes del conjunto medieval español. El primer intento de consolidación data del siglo XI, pero de hecho no se levantó nada duradero hasta 1253, bajo la protección del rey Alfonso X. Tardó la cabecera, que no se inaugura hasta 1255, pero la catedral, como tal, sólo se abre al culto popular en 1302.
El proyecto se dibujó explícitamente como copia de la planta de la catedral de Reims, pero a un tercio de su tamaño, y el alzado era un cruce de Chartres y Amiens. No cabe, por lo tanto, nada más “francés”. Siguió sufriendo, sin embargo, sucesivos incidentes, de los cuales el más destructivo fue el derrumbe de la entera bóveda central, con su linterna, en 1631. No tuvo suerte Churriguera cuando procedió a su apuntalamiento (ya en el siglo XVIII) porque volvió a hundirse todo en 1743. Como puede deducirse, son las restauraciones del siglo XIX las que acabaron por darle su actual y muy bella apariencia.
Esa reconstrucción final y definitiva la llevó a cabo, a partir de 1868, Juan de Madrazo, de la célebre y talentosa familia de los Madrazo. Con la peculiaridad importantísima de que había sido un distinguido alumno de Viollet, con quien colaboró en la supervisión de la Sainte Chapelle durante la restauración. Regresa así el gran inventor del gótico moderno en la figura de uno de sus discípulos favoritos, el cual aplicó la firme norma de restaurar, no lo que había sido el templo, sino lo que debía haber sido. De ahí el puro afrancesamiento del monumento. (Il. 94 Catedral León)

En 1879 el cabido de la catedral descubrió con espanto y horror que Juan de Madrazo era protestante. Mejor dicho, anglicano, por el matrimonio que tuvo lugar en Londres, a fecha de 1865, con su mujer Margaret Anne Tewart. Como era de esperar, fue inmediatamente despedido, aunque se sabe que los curas del cabildo ya conocían la condición religiosa del arquitecto mucho antes, pero eran tiempos liberales y tragaron mientras esperaban a que tomara el poder la reacción ultra, lo que sucedió poco después. Por fortuna a Madrazo lo sustituyó su mano derecha, el cual culminó la invención francesa de la pulchra leonina, es decir, el monumento tal y como debería haber sido en el siglo XIII.
En contraste, las maravillosas vidrieras fueron almacenadas durante las obras de restauración, por lo que se han conservado en un razonable buen estado (Il. 95 Vidrieras León). El visitante se encuentra sumergido, una vez más, en la sinfonía cromática de mil setecientos metros cuadrados refulgentes que tienen la fuerza inmediata de la grandeza antigua.

Son tres niveles, el primero representa la tierra con motivos vegetales y simbólicos. El segundo le corresponde a la nobleza, y la zona más alta a la historia del cristianismo. Como es habitual, la parte que primero se ilumina, con la salida del sol, es la del Este que se encuentra en la cabecera. Todas las mañanas, el sol enciende el árbol de Jesé con la genealogía de Jesucristo, que tantas otras veces hemos visto en las catedrales francesas.