Prefacio
En una visita al Museo Británico de Londres hace ya muchos años, quizás veinte o doscientos, me llamó la atención que la gente había ido abandonando paulatinamente, año tras año, las salas dedicadas a las artes de Grecia, y se estaba trasladando en masa a la zona egipcia con sus momias y papiros.
Aquel año recuerdo perfectamente mi estupefacción al poder visitar en solitario los colosales mármoles de lord Elgin, salvados de la destrucción y el latrocinio del Partenón ateniense. Era la primera vez que, siendo verano, no había ni un solo turista, aunque tampoco vi esa figura estupenda del profesor universitario con pelambrera de coliflor, gafas de pasta, gorra a cuadros y cuadernito de notas.
Para mí, aquel fue el primer anuncio de que la juventud, y no sólo ella, abandonaba el territorio de la razón (el logos, lo llamaban los del mármol) en favor de los encantamientos y enigmas del inframundo (el mythos). Comenzaba su labor de carcoma el nuevo espíritu de Occidente, cada vez más propenso al espectáculo y el sentimiento, y cada vez más aburrido de la verdad y la justicia.
Se estaba produciendo uno de esos cambios de gusto históricos que iba a abandonar los templos abiertos de la tradición clásica para abrazar los templos cerrados de la religión egipcia (Ill. 1 y 2 pirámide de Guiza, templo de Hera). Algo similar ocurrió poco después con una corriente de gran fuerza, la de los medievalistas franceses que comenzaron a escribir excelentes trabajos en favor de una Edad Media que había sido calumniada y oscurecida, particularmente por la Ilustración y sus secuelas revolucionarias, las de aquellos sans culotte que se parapetaban tras un nuevo ídolo al que llamaban “Diosa Razón”, aunque por supuesto era muy poco razonable y muy sanguinaria, una deidad caníbal y algo babilónica. En esta renovación se produciría el movimiento contrario al del Museo Británico: el gusto popular y sabio se trasladaría de las oscuridades románicas a las iluminaciones góticas. De lo cerrado a lo abierto (Ill. 3 y 4 Saint Sernin y Ste Chapelle).
Fue sumamente interesante que el Romanticismo, en especial el alemán, recuperara el renacimiento gótico medieval, pero ya en su forma espectacular, sentimental y francamente quimérica, como si volviera al mundo de los enigmas y oscuridades míticas del románico, pero ahora bajo una cobertura gótica. Es el momento del neogótico: bajo la forma de una imparable ola de moda universal, con el gothic revival se estaba abriendo un mundo que, como el egipcio, buscaba las emociones, los sentimientos, los espectáculos, los misterios, las ruinas, los escalofríos y los claros de luna sobre cementerios (Ill. 5 Catedral gótica de Schinkel). Un anuncio de la llamada “fabrica de los sueños”, es decir, el Hollywood del siglo XX, muy bien servido por Puccini y Mahler.
Aquella vieja inquietud, la del cambio de gustos de una sociedad ya casi planetaria, me animó a escribir esta breve historia de un estilo que, como su competencia, el clasicismo, ha sufrido las idas y venidas del gusto histórico. Me sigue pareciendo una incógnita por qué razón, en ocasiones, la humanidad se siente más cerca del Partenón y otras más cerca de las tumbas egipcias o de las catedrales góticas. Para poner en orden las ideas, me dispuse a repasar la historia del estilo gótico. Y aquí tienen el resultado.
No obstante, me parece necesario decir unas palabras sobre el título de esta crónica, antes de entrar en materia. Quiero aclarar, sobre todo, dos palabras del título que pueden llevar a engaño. Por “monumento” entiendo las grandes construcciones que en la muy larga historia del estilo gótico comenzó en el siglo XII y aún no ha terminado. En ese estilo se han construido catedrales (lo más conocido), monasterios, abadías, conventos, iglesias, palacios, casas privadas, mansiones, centros de ocio y todo tipo de viviendas públicas y privadas. Es un fenómeno realmente extraordinario este de que un modelo constructivo sirva para cualquier función en todas las partes del mundo y a lo largo de muchos siglos. Es, además, una obra concebida tanto por teólogos (Suger), como por arquitectos (Viollet), reyes (Luis II de Baviera), o empresarios (Disney). De todos ellos se podrá leer algo en este breve ensayo.
Su peculiaridad estilística sólo la comparte el gótico con otro estilo arquitectónico de gran predicamento: el clasicismo grecolatino, renacentista, dieciochesco y moderno, pero si bien el gótico cundió muchos siglos y por extensas zonas del planeta, el clasicismo está limitado tanto en el tiempo como en el espacio. A pesar de ello, gótico y clásico se han enfrentado en múltiples ocasiones como dos visiones del mundo, del cosmos o de la vida humana, y no sólo en el arte sino en las modas sociológicas, hasta el punto de que ambos poseen un revival: el neogótico y el neoclásico, a lo largo de sus respectivas historias.
Así que lo de “monumental” hace referencia al fenómeno gótico y neogótico a lo largo de más o menos mil años. Por supuesto, mi intención es la de entrar en el problema sin ambiciones eruditas o académicas. Sólo me mueve el placer literario, la curiosidad artística y quizás el reportaje periodístico.
En cuanto a la palabra “fraude” (fake) lo primero y más importante es que no lo uso en sentido peyorativo, sino todo lo contrario, decididamente a favor. El problema que plantea la falsificación tiene muchas especialidades y una muy abundante bibliografía. Es importante saber, por ejemplo, que en el orden de lo artístico se trata de un delito moderno. La antigüedad no sólo no penaba la copia o la falsificación, sino que estaba muy bien admitida e incluso recomendada. Los pintores se copiaban unos a otros con toda inocencia, y, lo más importante: se copiaban a sí mismos en lo que hoy se conoce como “copias de taller” que ocupan, aunque se procura no decirlo en voz alta, más o menos el cincuenta por ciento de los museos.
Hay un caso célebre, relatado por Vasari en sus “Vidas”, en el que alaba la habilidad de Andrea del Sarto, quien copió el retrato del Papa León X, obra de Rafael, para que el original no abandonara Florencia, toda vez que había sido regalado al duque Federico por Clemente VII. De modo que se ocultó el original y se envió la falsificación de Andrea. Una vez en Mantua, ni siquiera Giulio Romano, que había sido ayudante de Rafael, se percató de que era una copia. Y allí siguen (Ill. 6 y 7 Leon X por Andrea y por Rafael).
Que la falsificación sea un delito penable sólo es posible cuando el objeto mismo tiene un productor reconocido legalmente como propietario de la obra, pero no hay autores legalizados hasta que aparecen los “derechos de autor” y eso no sucedió hasta la Revolución Francesa y exclusivamente para la literatura y el teatro. La invención del “artista” (romántico) llevó consigo a territorio sagrado un derecho sobre su obra, reconocido y garantizado por la administración del estado, que equivale a un improbable derecho sobre las intangibles, invisibles y quiméricas “ideas”. Así se cosificaron las ideas y pasaron a tener propietario con superlativos como “el derecho a la imagen” que nos hace propietarios de aquello que ven nuestros vecinos. Otra locura mercantil. Como todos sabemos, “nuestra” imagen es siempre de los otros.
De todos modos, el caso de la arquitectura es todavía más complejo porque esta forma de arte carece de capacidad para la copia falsa. Es más, cuando renace, se restaura o se reconstruye un monumento arquitectónico, no puede decirse que sea una falsificación o una copia, es simplemente un edificio nuevo ya que el original, por llamar así a los planos y proyectos originarios, no tiene un autor legalmente reconocido como propietario del objeto, sólo de los planos y del proyecto. El propietario real es el cliente que lo ha pagado y que después controla y financia la obra real.
Por otra parte, en el caso de los monumentos históricos el asunto se complica aún más. Casi todas las catedrales, ya que de eso trataremos, se han ido construyendo a lo largo de los siglos con añadidos, enmiendas y reconstrucciones, sobre las que hablaremos con una atención especial para el caso ejemplar y ciertamente actual de Notre-Dame. Pero incluso aquellos monumentos con atribución personal, como las villas palladianas del Véneto, inventadas y proyectadas por Palladio en el siglo XVI, no constituyen una propiedad del gran arquitecto, sino del que pagó el encargo y puede hacer con ellas lo que quiera. Sólo la reverencia por la historia y la divinización del “artista” han hecho que el Estado proteja algunas de esas construcciones, aunque no siempre, claro.
Veamos un ejemplo llamativo. Tengo para mí que el mejor edificio, quiero decir el más interesante, el más bello, el modelo de tantas construcciones posteriores, que figura en el catálogo turístico de Barcelona, es el pabellón que Mies Van Der Rohe construyó en aquella ciudad para la Exposición Internacional de 1929 en una de las avenidas que llevan a Montjuic (Ill. 8 Mies). Pues bien, el pabellón realmente existente no es de Mies, sino de Solá Morales, un colega mío en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, quien lo reconstruyó con mucho tino y la ayuda de otros dos arquitectos de la Escuela, Cirici y Ramos. Se inauguró en 1983 y hoy figura como “Fundación Mies”.
¿Es un fraude, una falsificación, un fake? No, no lo es. El pabellón fue construido en 1929 como espacio para la inauguración oficial de la Exposición y con el fin de recibir autoridades como el rey o los munícipes de la época. Luego se desmontó. Quedaron los planos y muchos estudios y fotografías sobre y del edificio que inspirarían una multitud de construcciones similares en los siglos XX y XXI. Su actual reproducción clónica es más bien un documento en vivo o, si se prefiere, un pabellón de Mies renacido, pero no es una falsificación (un fake) porque el original de Mies sólo existió en los planos y no le daban derecho sobre la propiedad. En este caso podemos usar la palabra “fraude” sólo en un sentido humorístico, porque se supone que todos los visitantes saben que es una construcción nueva y no el original, como se explica adecuadamente en los catálogos turísticos oficiales.
Veamos un último ejemplo. El centro histórico de Múnich, como el de Dresde, fue arrasado durante la segunda guerra mundial, sin embargo, cualquiera que pasee en la actualidad por el centro histórico de estas ciudades se encontrará con unas calles, plazas y edificios perfectamente antiguos y muy bonitos (Ill. 9 Múnich). Naturalmente se trata de una invención, una reconstrucción o un revival, pero no podemos decir que sea un fake más que en un sentido figurado y sin pena legal. Para proceder a la reconstrucción de Múnich, además, se reunió, tras la guerra, el consistorio municipal y un número abundante de asesores y técnicos con el fin de resolver en qué estilo iba a renacer la ciudad. Podían elegir, ¿barroco, neoclásico, romántico? Había documentación histórica y fotografías o grabados de arquitectura suficientes como para elegir el modelo. Finalmente, la decisión fue política y las autoridades se inclinaron por el modelo neoclásico, es decir, por una imagen dieciochesca de la Alemania ilustrada y liberal, lo más alejada posible de la memoria hitleriana.
Creo haber resumido el asunto de un modo simple y suficiente para los lectores normales, aunque comprendo que los especialistas tengan dudas. Para ellos sólo me cabe añadir que el problema filosófico de la copia y la falsificación en las artes es un asunto muy serio y que quienes quieran profundizar en el mismo pueden hacerlo, por ejemplo, con la ayuda del ensayo de Nelson Goodman Languages of Art (“El lenguaje de las artes”), y cavilar sobre la distinción que establece entre “obra autógrafa” y “obra alógrafa”. Verán por qué se puede falsificar un Picasso, pero no se puede falsificar un Chopin. También, claro está, el particular fenómeno de la arquitectura, que, a diferencia de las otras artes, carece de capacidad para producir falsos o fraudes.
(Véase el Apéndice Fake)
(Véase el Apéndice Argo)
[Cada día se publicará en THE OBJECTIVE un nuevo capítulo de este ensayo de Félix de Azúa. Si quiere leer las entregas anteriores, pinche donde pone «Capítulos», justo encima del título del libro al comienzo de esta página]