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Cultura

Sylvia Plath: la melancolía en tránsito de una poeta del siglo XIX

Ella es mucho más que otra escritora consumida por la soledad, es más bien esa melancolía anémica que muchos experimentan y pocos reconocen

Sylvia Plath: la melancolía en tránsito de una poeta del siglo XIX

Es común que su nombre resuene en el eco de esa mujer que se suicidó al meter la cabeza en un horno, la señora de las nueve vidas que intentó imitar a los gatos y desafiar a la muerte; pero Sylvia Plath es para la literatura mucho más que otra escritora consumida por la soledad, más bien es esa melancolía anémica que muchos experimentan y pocos reconocen.

La poeta estadounidense nacida un 27 de octubre de 1932 no solo confesó versos exasperados en la tristeza del momento, también fue el testimonio de una mujer que con cada minuto que pasaba en la tierra se volvía más diestra en un escenario en el que actuó como los veteranos, así lo admite cuando escribe “morir es un arte, como todo. Yo lo hago excepcionalmente bien”. Para ella fue más que eso,  fue un fetiche, una secuela inesperada que volcó en escritos íntimos dotados de esas verdades oportunas que mueven las páginas de los libros. Buscaba una perfección que la destruyó: “el no ser perfecta, me hiere”, escribió en su Diario en 1957; solo logró redimirse con méritos póstumos -en 1982 fue la primera poeta en ganar un premio Pulitzer póstumo (por  The Collected Poems)-  y una voz excepcional para recorrer los lugares incómodos de la mente humana.

Su viudo, Ted Hughes, se convirtió en el editor de su legado literario. Supervisó y editó la publicación de sus manuscritos, incluso impidiendo la publicación de textos personales que hablaban de su relación. Su primer título publicado fue el poemario “El Coloso” (1960) y su principal novela “La Campana De Cristal” (1963), texto autobiográfico y firmado con el seudónimo de Victoria Lucas. Tras su muerte también aparecieron los libros de poemas “Ariel” (1965), uno de los títulos claves en su bibliografía, “Cruzando El Agua” (1971) y “Árboles Invernales” (1972),  entre otros.

Ilustración: Conrad Bakker via Flickr bajo Licencia Creative Commons.
Ilustración: Conrad Bakker via Flickr bajo Licencia Creative Commons.

 

El fallecimiento de su padre Otto Emil Plath, a sus 9 años, marcó una línea evidente en su esencia como escritora. Aunque resistió a cargo de su madre, Aurelia Schober, fabricó la fábula del abandono con una ulterior figura paternal que relataría con impresiones contradictorias: “saqué de ti un modelo, un hombre de negro con aire de Meinkampf” escribe en su poema Papi.

Ya en la adolescencia garabateaba en sus diarios con la obsesión compulsiva de los reincidentes, estudia en un colegio de señoritas y hace todo lo posible por encajar en aquella sociedad de papel. Coquetea con las ideas de Hemingway, Eliot, Frost, Dickinson, Faulkner, Lawrence, Yeats, Joyce, Woolf, Dylan Thomas, Shakespeare, Platón, Dostoievski, convierte sus inseguridades en ficción intentando luchar con los lugares comunes: el rol de la mujer en aquella época, la exploración de la sexualidad y los mantras prohibidos, esa disyuntiva pueril entre tener que elegir entre madre, mujer o profesional que tanto objeta la obra de la escritora Virginia Woolf.

 

“Cuando estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca”.

 

Sucumbió muchas veces a ruinas redundantes, tuvo periodos de depresión y de alegría excesiva que hoy en día podrían ser diagnosticados como bipolaridad, pero en aquél entonces, de esa “aniquilación” por década de la que solo la asilaba la escritura, Plath simplemente admitió “cuando estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca”.

En 1952 su relato corto Domingo en casa de los Minton la llevó el siguiente año a unas prácticas en la revista Mademoiselle. Se mudó a New York y agotó mentalmente sus solvencias melancólicas luego de varias experiencias pérfidas y entornos nocivos que narraría años después en su novela La campana de cristal.

A su regreso a casa, incapaz de escribir y con un perpetuo insomnio, fue sometida a terapias de electroshock y un tiempo después dejó una nota de primavera: “salgo a dar un paseo, vuelvo al día siguiente”. Luego de dos días la encontraron en el sótano de su hogar con un frasco de somníferos vacíos… su primera vida había emigrado.

Permaneció recluida en un hospital psiquiátrico hasta enero de 1954, y ya en 1955 recuperada y libre de neblinas obtiene una beca para estudiar literatura en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en donde conoció a su esposo Ted Hughes. Con este reconocido y brillante literato tuvo dos hijos, años después se separaron entre otras cosas porque este tuvo un amorío con Assia Wevill, otra poeta que se terminó suicidando con el peso de Sylvia Plath en la memoria.

Esa disyuntiva de roles y libertades las escribió en La campana de cristal:  

 

“Vi mi vida desplegándose ante mí, mi vida como las ramas de la higuera verde […] En la punta de cada rama, como un grueso higo morado, pendía un maravilloso futuro. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y otro higo era una brillante profesora y otro higo era Esther Greenwood, la extraordinaria editora […] Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ése árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, lo higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies”.

 

Más allá de ese síntoma de excesiva resaca moral de la que parecen sufrir muchos poetas, Plath planteó una obra delicada, tajante y real, incómoda pero necesaria. Una poesía homónima que se aferró a la esencia de la literatura como ella se aferró a sus “nueve vidas”.

El 11 de febrero de 1963, Sylvia Plath se despertó y le preparó el desayuno a sus hijos de tres y un año: Frieda y Nick, se los llevó en una bandeja a su cuarto, al volver a la cocina cerró todas las puertas y aberturas avistadas, abrió el gas y metió su cabeza en el horno. Tenía treinta años y dos suicidios que describió como “lobos penantes, horas negras. Estrellas duras que amarilleando van ya cielo arriba. La araña sobre su maroma” El jardín solariego de «El Coloso» (1960).

 

Espejo

De «Cruzando el océano» (1971)

Soy de plata y exacto. Sin prejuicios. / Y cuanto veo trago sin tardanza / tal y como es, intacto de amor u odio. / No soy cruel, solamente veraz: / ojo cuadrangular de un diosecillo. / En la pared opuesta paso el tiempo / meditando: rosa, moteada. Tanto ha que la miro / que es parte de mi corazón. Pero se mueve. /Rostros y oscuridad nos separan / sin cesar. Ahora soy un lago. Ciérnese / sobre mí una mujer, busca mi alcance. / Vuélvese a esos falaces, las luciérnagas / de la luna. Su espalda veo, fielmente / la reflejo. / Ella me paga con lágrimas / y ademanes. Le importa. Ella va y viene. / Su rostro con la noche sustituye / las mañanas. Me ahogó niña y vieja

 

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