“Sobre el pasado sólo conocemos la sombra de la sombra de una mentira porque lo único que el pasado ha dejado al presente son sus ruinas y sus documentos”. Estas palabras de Santi Pérez Isasi son las elegidas por Aixa de la Cruz (Bilbao, 1988) para presentarnos a Sofía, protagonista de su última novela, La línea del frente (Salto de página). Las ruinas y los documentos de Sofía son una relación truncada y una tesis doctoral a medio a hacer: el protagonista de la relación es Jokinn, primer amor de Sofía encarcelado por haber dejado ciego a un ertzaintza, y el protagonista de la tesis doctoral es Mikel Areilza, escritor que militó en ETA y consiguió escapar de la prisión donde cumplía condena e huir a Argentina. La culpa es el eje que reúne Mikel, Jokinn y Sofía, testigos y personajes de una historia que nunca eligieron protagonizar, pero ¿de qué historia se trata? Aixa de la Cruz pone en cuestión la idea del pasado como relato único. El pasado es, para De la Cruz, un rompecabezas construido por piezas contradictorias y divergentes donde no caben los maniqueísmos y donde los matices obligan a ir más allá de la división entre bandos.
Si bien no quieres definir tu novela únicamente a partir del tema del terrorismo, sí podríamos decir que La línea del frente entronca dentro de esta tradición, a la que hacía mención recientemente Iban Zaldúa, de literatura vasca “sobre el “conflicto vasco”, el “terrorismo vasco” o como queramos llamarlo”, del que “se ha escrito mucho y muy bueno (también muy malo), sobre todo en euskera”.
Suscribo por completo lo que afirma Zaldúa, existe una gran tradición literaria que ha abordado el conflicto vasco, solo que como se trata de obras escritas en euskera han tenido una menor repercusión. Es una tradición con la que me siento acorde porque no he encontrado en ella ningún panfleto político; en esta tradición literaria no he encontrado relatos pretendidamente sesgados y maniqueos. Al contrario, lo que he encontrado ha sido relatos complejos, que no intentan fijar un relato único. A fin de cuentas, lo que trata de hacer la literatura es crear empatía y cuantos más relatos distintos, divergentes, centrados tanto en las víctimas como en los victimarios, construyamos más seremos capaces de entender al otro.
El eje temático de tu novela es la construcción de relatos de ficción para sobrellevar la culpa.
La novela trata de cómo construimos ficciones para todo, para construir nuestra identidad, para definir el amor romántico, para narrar nuestra historia… El desarrollo de la protagonista consiste en ir planteándose distintos relatos sobre su pasado que se van modificando a medida que transcurre la novela. Y, efectivamente, el punto de partida es la culpa: la protagonista es alguien que siente culpa por no haber hecho nada en el pasado, por haber permanecido inmóvil, y a través de la culpa revisa su pasado, pero esta adquisición de conciencia comienza cuando está lejos de Euskadi. Junto a la protagonista, está también Mikel Areilza, que es el escritor ex perteneciente a ETA y que es objeto de la tesis doctoral de Sofía. Mikel siente culpa por lo que hizo [fue detenido por pertenecer a ETA y consiguió escapar de prisión y exiliarse en Argentina] en el pasado.
Hay sentimiento de culpa, pero no hay víctimas.
La única víctima que existe en la novela es el joven al que mata accidentalmente la policía durante los disturbios en los que es detenido Jokinn, otro de los personajes. Mis personajes son todos personajes secundarios de una historia en la que no querían participar y, en cambio, de la que forzosamente participaron. De ahí que Sofía se construya esos relatos de ficción en torno a su pasado y, al mismo tiempo, sienta culpa por haber sido una joven que no quiso percatarse hasta el final de lo que estaba sucediendo a su alrededor.
¿Podemos decir que La línea de frente defiende la necesidad de superar el sentimiento de culpa?
La culpa inmoviliza y hay que superarla, porque lo que viene después de la culpa es el compromiso. Y no me refiero solo a nivel individual: forman parte del periodo de culpa todos los actos simbólicos de reparación y de pedir perdón, pero creo que el conflicto verdaderamente se acabará cuando todos estos actos hayan sido satisfechos y podamos empezar a mirar hacia adelante con un compromiso renovado y ya no hacia atrás.
¿Este mirar hacia adelante implica también cuestionar el relato oficial sobre el conflicto vasco y su fin?
Por supuesto. A mí lo que me preocupa es que consideremos positivo la idea de instaurar un relato único sobre un pasado histórico. Evidentemente, junto a los relatos que emanan de la cultura popular, están los relatos que emanan del poder. Sin embargo, no soy marxista: no creo que haya una relación inequívoca entre el poder y las manifestaciones culturales, más bien creo estamos rodeados de discursos alternativos y lo que hacemos nosotros es seleccionar ficciones. De ahí que crea que la única manera de comprender los fenómenos históricos es teniendo en cuenta distintas piezas incongruentes, sesgadas, contradictorias, pero que, en verdad, conforman un puzle mucho más completo del que puede insinuar un relato único. Los relatos únicos dejan siempre muchos flecos fuera y lo que hay que reivindicar son los flecos.
El personaje de Jokin está en la cárcel por dejar ciego a un ertzaintza. Jokin es acusado de pertenecer a banda armada y condenado por ello, cuando en verdad es un joven que estaba en el lugar equivocado el día equivocado.
Lo que comentas es interesante, puesto que la historia de Jokin es un guiño a un suceso que ocurrió hace unos años en Euskadi: era la previa a un partido de fútbol y estaba mucha gente celebrándolo, cuando se produjo una pelea de bar en un callejón cerrado donde había una Herriko Taberna. Desde el momento en que el mando policial que recibió la primera denuncia de lo que estaba sucediendo hasta que esta denuncia llegó al mando superior, se fue contaminando el relato de los hechos: al inicio, se dijo que había una pelea de bar en tal calle; luego, empezó a decirse que era una pelea de bar frente a una Herriko y, finalmente, se concluyó que frente a una Herriko había un conflicto vinculado forzosamente a temas independentistas. Cuando llegaron los antidisturbios al lugar de los hechos, cargaron con mucha fuerza, como si se tratara de una amenaza terrorista. Fue tanta la fuerza que con una pelota de goma mataron a Iñigo Cabacas, un joven que estaba allí.
Es decir, se vinculó automáticamente la pelea del bar al mundo abertzale.
Efectivamente, la historia de Jokin es en parte esta y me sirve para hablar de los automatismos que seguimos acarreando en Euskadi todavía hoy, en tiempos de paz. Es decir, el hecho de que la policía cargase con innecesaria fuerza en esa disputa de bar tiene que ver con que la policía estaba demasiado acostumbrada a entrar a muerte siempre porque el conflicto estaba en la calle. Y la historia de Jokin, del chico que está en el lugar equivocado en el momento equivocado, es una historia que se ha repetido muchas veces, no sólo con ETA, sino también después de ETA. En el fondo, lo que cuenta la historia de Jokin son los prejuicios vinculados a ciertos entornos en Euskadi, aunque estos prejuicios no tengan un correlato en los hechos.
Estas inercias invaden también el ámbito judicial. Jokin no sólo es condenado, sino que su condena es más elevada porque se le considera falsamente como perteneciente banda armada.
Lo que le sucede a Jokin es, en parte, lo que ha sucedido en Alsasua, aunque es cierto que, en este último caso, no se trataba de una simple pelea de bar, puesto que había un componente ideológico. Sin embargo, también es cierto que las penas que se están pidiendo por enaltecimiento del terrorismo parecen, en principio, exageradas. Y lo que es peor, todavía hoy situaciones como la de Jokin se siguen dando en Euskadi y apuntan a que el fin de ETA no es un salto de página, sino que seguimos acarreando muchos conflictos por resolver, conflictos que, a veces, provocan injusticias como estas que comentamos.
¿El caso de Íñigo Cabacas es ejemplo de ello?
Claro. Ahora el caso judicial está avanzando poco a poco, pero durante mucho tiempo los mandos policiales que dieron la orden de entrar con un protocolo absolutamente desproporcionado no asumieron sus responsabilidades y varios de los cargos fueron ascendidos. Esto generó mucho odio social, porque una cosa es que se cometan errores y otra es que nadie pague por sus responsabilidades.
Algo que caracteriza tu novela es que, en ningún momento, describes la sociedad vasca como dos bandos. En palabras de Jabo H. Pizarroso, ¿la sociedad vasca no es o no fue dos raíles en paralelo?
No, no lo fue, no se trataba de dos bandos que no se conectaban. Sin embargo, también es cierto que cuando pienso en mi experiencia de haber vivido en Euskadi cuando estaba ETA, me viene a la mente una sociedad que vivió muy separada, una sociedad en la que cada uno vivía alrededor de un entorno muy parcial. Yo tenía amigos que eran hijos de presos, pero nunca tuve un amigo que fuera víctima de ETA. Había muy pocos puentes entre un bando y el otro, aunque en verdad todos formábamos parte del mismo conflicto. Había un sufrimiento en las calles que nos afectaba a todos y, sin embargo, en lugar de ser capaces de hacer el zoom y ver que el conflicto afectaba a todo el pueblo, nos sectorizamos bastante.
¿Esta sectorización responde, en parte, a la necesidad de movilizarse políticamente?
Sí, yo lo experimenté así y, por esto, me pareció interesante la figura de Sofía, porque te obliga a preguntarte cómo es posible que alguien pudiera vivir sin posicionarse nunca en una época [finales de los noventa, primeros años 2000], cuando teníamos trece o catorce años, en la que solo se hablaba de política, que lo permeaba todo. La novela me obliga a preguntarme qué debía sentir una persona como Sofía cuando todos, para bien y para mal, se posicionaban, porque en Euskadi era imposible no sentirte obligado en algún momento a tomar partido. Incluso la gente que intentaba alejarse de cualquier toma de partido, terminaba siendo pisoteada por lo que estaba ocurriendo.
Antes hablabas de los automatismos de la Ertzaintza, pero, ¿podemos hablar también de otro tipo de automatismos? Es decir, en el libro, narras como los adolescentes gritan “Gora ETA” al final de un concierto. ¿Era un automatismo? ¿Se era consciente de lo que se estaba gritando?
Yo creo que había muy poca conciencia del significado, no sólo de un lema tan explícito como éste, sino de muchos de los símbolos que nos rodeaban. Evidentemente, te estoy hablando de hace más de una década, cuando tenía catorce años y estos símbolos seguían en pie. Ahora es diferente, pero sí es cierto que, mirando hacia atrás, tengo la percepción de que por entonces en mi entorno se cuestionaba muy poco lo que veíamos a diario y se adquirían ciertos automatismos sin pararse a pensar en ellos.
Pero, ¿había un discurso que los legitimaba?
De adolescente viví ese discurso según el cual las acciones de ETA son reprochables, pero en el fondo podrían entenderse como la reacción lógica de un pueblo que está siendo pisoteado. Era un momento en el que se cerraban partidos políticos y no sólo se había cerrado el periódico Egin en 1998, sino que se tenía a sus periodistas en prisión preventiva, aunque simplemente escribieran columnas de economía. Todas estas medidas judiciales promovieron la victimización de un sector, que interpretaba que la lucha estaba legitimada dentro de la lógica acción-reacción.
¿El asesinato de Miguel Ángel Blanco implicó, tal y como se dice, una adquisición de conciencia pública por parte de la sociedad vasca?
Yo pertenezco a una generación muy curiosa porque yo era muy pequeña cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco. Yo empecé a tomar conciencia política del país en que vivía en la época de Aznar. Si el terrorismo lo que plantea siempre es una dinámica de acción-reacción, a mí me tocó vivir reacciones desproporcionadas por parte del Estado Español, sólo que desconocía cuáles habían sido las acciones desencadenantes. Esto hace que mi generación percibiera el conflicto de una manera muy sesgada. Volviendo a tu pregunta, creo que no se pueden poner inicios y finales concretos a un relato, pero sí puedo decirte que recuerdo perfectamente que cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco estaba en Laredo. Había mucho revuelo en la zona en la que vivía, yo no entendía muy bien que sucedía, pero sí entendía que había pasado algo grave. Y recuerdo que, al subir por las escaleras hacia nuestra casa, mi madre, refiriéndose a los vecinos, me dijo “no les mires” y agachó la cabeza. Y, en este sentido, sí que creo que a partir del asesinato de Miguel Ángel Blanco la sociedad vasca empezó a sentir vergüenza.