Tierras de comercio y alabanza, tierras de ventas y piélagos
Los terrenos, las ciudades y los entornos difícilmente causan los comportamientos éticos de los nacidos en él. Pero cuando sistemáticamente un terreno crea un modo de vida, algo en su forma de vivir y de “parir” debe estar en un inconsciente colectivo
Como en la canción del eterno Nino Bravo, algunas tierras hermosas encierran con celosías las maneras y las formas de vivir de quien nace bajo su manto.
Negaré que el conductismo sea mi guía, como negaré siempre que crea que la historia es la causa de las maneras de “hacer” de sus herederos. Pero el acervo cultural nos amartilla continuamente con marcas, con maneras asociadas a lenguas, tierras, entornos y aguas.
El carácter de un pueblo es algo más que una cadena de herederos de sangre y lengua. Así me lo inculcaron siempre: luchar contra los tópicos, no juzgar sin conocer y sobre todo “andar una milla en los zapatos” de aquel a quien te atreves a mirar a la cara para preguntarle por sus obras y acciones.
Vaya por delante que amo cada centímetro del terreno que me dio la historia y cultura que une mi tradición, en todas sus manifestaciones, interiores, costeras o de lenguas que nunca me irrita escuchar sin entender. Pero siempre termino sin respuesta hablando con buenos y leales, a la par que honestos, ciudadanos de esa tierra. Amigos con los que frecuentemente termino preguntando por ese qué, ese hacer, esa “raíz” que anida en sus campos, que provoca tasas de maledicencia aceptada como rutinaria, de comportamientos vistos como válidos cuando siembran en el inconsciente la creencia de que el envilecimiento en lo económico es algo propio del vivir de albuferas, costas y pueblos unidos por caminos que sólo el “territorial” conoce. Quizá deberíamos preguntar a la insigne saga de médicos del alma y mente, los “López Ibor”, para entender algunas cosas de dónde el plato más famoso de España tuvo cuna y nacimiento.
Recientes experiencias me hacen creer que, sí, parece que, como en otros sitios, en verdad en todos sitios, es el mirar a otra parte y el permitir “no ser diferente” lo que hace que anide la prebenda, el mal juicio y sobre todo la imagen de incompatibilidad entre honorabilidad y dinero. Es mentira, o me niego a creer, que la tercera región en tasa de cohechos sea a la par en la que parece que sólo el camposanto finiquita esos actos.
De todos aquellos con los que hablo sobre el particular asienten sobre el arraigado problema, a la par que les veo con denuedo bregar contra, molicie, fallas del sistema, el carácter fenicio al que todo se le atribuye y el comportamiento “empesebrado” de los que viven de los otros, de aquellos que para justificar su modo de vida acrecientan e inflan facturas o emolumentos con la esperanza de no ser contratados o con el ansia de “amarrar incautos”.
El despropósito y la corrupción anida en el alma del hombre, mujer e infante, que por aprendizaje vicario siempre está acostumbrado a que “esos” que provocan el desfalco de haciendas públicas y de honores privados terminen triunfando durante demasiado tiempo. Conozco al menos medio centenar de arraigados que en la tarea de limpia “e Iuris et de iure” son pioneros en delatar estos actos entre desiertos de palmeras y fiestas.
Mientras unos desgañitan sus esfuerzos en que cambie la imagen de su tierra y de gentes, los ejemplos como hongos les crecen a sus espaldas, en la oscuridad de un Sol radiante que todo lo justifica y todo lo incentiva.
La semana pasada hablábamos de la tierra con los jardines más hermosos que he conocido, repleto de “Pintones” vivarachos que arruinaban a personas arrastrando a familias a la pobreza y dilapidaban sociedades patrimoniales. No disparé por no manchar las aguas del Darro y Genil, pero me consta que todos allí identificaron sin sangre a los implicados. Creo que es mejor pasear por las tierras y que sean los propios los que “ajusten cuentas”, tanto a los que denostan su imagen, como apoyen a los que luchan por restaurar la tierra “mitad fuego, mitad nieve”.
Construir es más difícil que destruir, pero es aquello que parece hemos olvidado que nos enseñaron: esfuerzo y denuedo para borrar sonrisas tostadas y facturas de trajes judiciales. Por mi parte, allí saben que gozan de mi respeto, pero también sé de la difícil tarea que acometen, solos, en minoría y ante demasiados piélagos, fértiles en fauna y pesca, pero también en romper voluntades y “tobillos”.
Vuelvo a mi Emboscadura por segunda ocasión sin necesitar disparar. Basta con mirar en compañía por los caminos que te marcan los lugareños.