Cristina Cuesta: «El nacionalismo siempre ha estado contra las medidas antiterroristas»
La presidenta de la Fundación Miguel Ángel Blanco y fundadora de ‘Asociación por la paz’ habla con David Mejía sobre sus cuarenta años al servicio de las víctimas del terrorismo.
Cristina Cuesta Gorostidi (San Sebastián, 1962) es licenciada en Filosofía por la Universidad del País Vasco, master en Criminología, especialista en victimología y coach educativa. He dedicado cerca de treinta años de su vida a promover, dirigir o representar diferentes asociaciones y fundaciones de víctimas del terrorismo en España. Fue fundadora de Asociación por la Paz y actualmente es presidenta de la Fundación Miguel Ángel Blanco. En 2023 recibió el ‘Premio 15 de Junio’, a la Concordia, la Cohesión Social y los Valores Constitucionales, por parte de la iniciativa ciudadana ‘España Juntos Sumamos’.
P. – Me gustaría empezar preguntándote por una noticia reciente: el cierre de la librería Lagun.
R. – Pues es una gran tristeza. Lagun es un referente, y en mi vida en San Sebastián me ha acompañado en muchísimos momentos, sobre todo el núcleo de gente que se constituyó en torno a esa librería. Aparte de los libros que pude comprar, las charlas y sobre todo el inicio de la iniciativa ciudadana, «¡Basta ya!». Ahí nos juntábamos gente que estaba muy harta y que queríamos dar un paso más. En mi caso particular, yo necesitaba pasar a una resistencia más de carácter político y encontré gente de una talla humana e intelectual…Siempre estuvimos muy unidos, sobre todo en la época más dura, como en la quema de la librería o el atentado contra José Ramón Recalde, uno de los dueños de Lagun.
P. – ¿Crees que ha tenido el reconocimiento que merece?
R. – No, como tantas otras cosas. Los resistentes asumimos eso. Quiero decir, ha habido muchos vacíos, sobre todo visto desde el País Vasco. Porque hemos defendido, ante el franquismo y ante ETA, los valores democráticos y hemos generado espacios de libertad que eran necesarios. Y Lagun era una especie de refugio que no ha sido lo suficientemente reconocido, por supuesto.
P. – Asesinaron a tu padre cuando tú acababas de cumplir 20 años, en 1982. Hasta ese momento, ¿cómo vivías la tensión política en el País Vasco?
R. – Yo recuerdo esa época, de los 16 a los 18 años, con mucho hartazgo. No era una persona especialmente ideologizada. Mi sueño era convertirme en reportera de conflictos internacionales en el extranjero. Sí leía muchos periódicos y sobre todo vivía la incomodidad del día a día: no poder ir a la parte vieja, que se fastidiaran unas fiestas, las huelgas en las clases y, por supuesto, los atentados cotidianos. Pero tengo que decir, aunque suene crudo, que te acostumbras a vivir esa situación. Era lo que tocaba en ese momento. Para mí la cosa cambia fundamentalmente cuando matan al jefe de mi padre, Juan Manuel García Cordero. Telefónica en San Sebastián, en Guipúzcoa, era una empresa pequeña, casi familiar y había muchísima relación entre el jefe de mi padre y mi padre. Yo tenía en ese momento 18 años. Me acuerdo perfectamente con 18 años de ir a visitar a la familia, a Conchita, la viuda, a siete hijos a los que yo conocía y me acuerdo como lo cuento en las clases muchas veces, que yo no sabía ni qué hacer ni qué decir. Como una especie de shock. Ese es mi primer recuerdo fuerte en relación al terrorismo, que me empieza a afectar directamente a partir de ahí. Claro, mi padre y mi madre valientemente deciden quedarse en San Sebastián y a partir de ahí todo es anómalo porque mi padre tiene que ser escoltado y yo paralelamente empiezo a hacer mi vida. Y es así como lo recuerdo. Hasta que llegó el día del atentado de mi padre el 26 de marzo de 1982.
P. – Tu padre era delegado en Guipúzcoa de Telefónica, puesto al que asciende porque había asesinado a su antecesor. Esto debió provocarte miedo.
R. – Yo recuerdo la incomodidad de no poder ir con mi padre en el coche, de los silencios en casa… Yo notaba cosas extrañas, pero al mismo tiempo yo ya estaba estudiando en Bilbao, estaba ya enfocada a mi vida futura. Iba y venía. En fin era una chica de 18, 19, 20 años. No recuerdo un miedo intenso, pero sí cierta anomalía a la hora de relacionarnos, porque -ingenuamente- en la familia pensábamos que al llevar escolta mi padre estaba protegido, que no se iban a atrever a hacerlo otra vez. De todos modos mi padre era una persona de excelente carácter, muy positivo, tenía una excelente relación con los escoltas y hacía las cosas muy fáciles. No transmitía tensión ni miedo. Recuerdo más la sensación de angustia de mi madre.
P. – El día del atentando recibes una llamada que te informa de que le ha pasado algo a tu padre. Y a día de hoy no sabes quién te llamó.
R. – Yo estaba estudiando periodismo en Bilbao. Y ese 26 de marzo de 1982 yo llego a casa por la mañana, y tengo con mi una conversación normal: «Luego te veo papá, a ver qué hacemos con la familia». Mi padre a las tres más o menos salía del trabajo. Mi hermana Irene, de 14 años, iba todos los días a su encuentro antes de ir al colegio. Y yo recuerdo que estaba en la cocina con mi madre y sonó el teléfono. Entonces una voz que nunca he sabido de quién era, que puedo recordar y con la que estuve soñando mucho tiempo, me dijo «baja deprisa que a tu padre le ha pasado algo». Inmediatamente supe que mi padre había sufrido un atentado terrorista. Y bajé rapidísimo. Ni me acordé de mi hermana, ni me acordé de mi madre. En ese momento mi prioridad era saber qué había pasado con mi padre. Llegué al lugar, porque sabía perfectamente el recorrido, y el siguiente recuerdo es un charco de sangre, gente parada como sombras en mi memoria y yo gritando: «¡Dónde está mi padre!» Y alguien, concretamente un policía municipal y una vecina, me dijeron: «¿Cristina, qué quieres hacer?» y yo respondí: «quiero ir a ver a mi padre». Yo, ingenuamente, pensé que si lo habían llevado a un hospital es porque estaba herido, no pensé que estaba muerto. Cuando llego al hospital me muestra a mi padre en una camilla, muerto. Y soy yo, me acuerdo perfectamente, quien le quitó la sábana. Esa imagen también me acompañará siempre. Ese es el punto exacto en el que mi vida cambia para siempre y radicalmente.
P. – ¿Vuelves a incorporarte a la universidad después de esto?
R. – El panorama en mi casa no era muy estable. Mi madre cayó en una depresión, de la que creo que no se recuperó del todo nunca. Y mi hermana tenía 14 años. Entonces la prioridad era cuidar a mi familia. Volví a casa y me ofrecieron trabajar en Telefónica. Entrar de subalterna haciendo fotocopias con gente muy querida de mi padre. Y al mes exacto del atentado, un 26 de abril de 1982, yo entraba por la misma puerta por la que había salido mi padre antes de ser asesinado junto a su escolta, el Policía Nacional Antonio Gómez.
P. – Que murió cinco días después.
R. – Sí, y no quiero olvidarme de él porque lo tengo muy presente. Entonces, dadas las circunstancias, tenía que era cuidar de mi familia, porque mi madre no cobró una pensión extraordinaria hasta diez años después. La situación económica tampoco era clara porque a mi madre le queda una pensión igual que si a mi padre le hubiera pillado un camión yendo a trabajar. Las circunstancias se dieron así. Pero yo tenía inquietud, quería estudiar y además en ese momento se había inaugurado la universidad, la Facultad de Filosofía, a la que llamaban Facultad de Zorroaga Experimental, y empiezo a estudiar Filosofía con primeras figuras como Savater o Gómez Pin. A muchos me los perdí, porque tenía que ir en el turno nocturno. Salía de trabajar a las tres, comía algo y me iba a la universidad, de lunes a viernes casi todos los días.
P. – La facultad de Zorroaga es la que tuvo que abandonar el propio Fernando Savater años después.
R. – Sí, yo vi la bomba que le pintaron en la puerta. Fernando y Alfredo Tamayo, un jesuita, profesor de Historia de la Filosofía y uno de los pocos sacerdotes que siempre han estado con las víctimas, eran mis apoyos. Lo increíble de Fernando, y por eso es un referente fundamental para tantos de nosotros, es que fue valiente cuando nadie lo era. Yo iba a una universidad en la que había pintadas de la ETA por todos lados. En el Aula Magna había una pintada gigante que decía «La familia Garrido se fue como el humo de las velas». La familia Garrido había sido asesinada en el centro de San Sebastián. La universidad era un agujero negro para mí, como víctima del terrorismo. Y referentes como Fernando Savater y Alfredo Tamayo me daban apoyo para seguir.
P. – A diferencia de otras víctimas del terrorismo, tú respondes formando Asociación por la Paz.
R. – Pasados unos años, empiezo a serenarme, pero me rondaban dos ideas. Por un lado, me afectaba que las víctimas no aparecíamos por ningún lado. Ni socialmente, ni en los medios de comunicación; nadie hablaba de las víctimas, ni había leyes de protección. Nadie se acercaba a nosotros. Yo misma ocultaba mi situación de víctima. Una amiga de la universidad me recordó que hasta tercero de carrera no le había dicho que era víctima del terrorismo. Y como yo no le decía nada, pensaba que era hija de militar. Era la cadena esquizofrénica de una sociedad atenazada por la violencia terrorista. La segunda era que había que hacer algo. Se necesitaba una acción, levantar la voz. Recuerdo que con 24 años tenía esa necesidad de dar testimonio. No podíamos seguir permitiendo que otros vascos matasen en nuestro nombre. Porque la paradoja era que los terroristas decían en su comunicado de reivindicación que habían matado a mi padre para liberar al pueblo vasco. Y entonces, en un congreso de Periodismo y Violencia en el que estaban los directores de los principales diarios de España, abogados, periodistas, jueces, etcétera, levanto la mano y digo que soy víctima, y llamo a todas las víctimas del terrorismo, independientemente de que grupo terrorista les haya victimizado a salir a las calles para decir «basta ya». Estas palabras salieron en la prensa y me llama Mercedes Milá para acudir a su programa. A partir de ahí abro un apartado de correos y la gente empieza a escribir. Me escribieron miles de cartas de toda España y, junto a mi hermana y mi novio de entonces, fuimos separando las cartas de San Sebastián, y yo fui llamando y reuniéndome con cada persona de la zona y alrededores, con la idea de crear un grupo.
Y el 8 de mayo de 1986, 22 personas nos reunimos en el almacén de una cafetería para salir a la plaza Guipúzcoa de San Sebastián después del asesinato de un policía nacional. Los grupos se fueron extendiendo, no solamente en San Sebastián, también en Eibar, Zarautz, Bilbao o Pamplona. Nosotros, como Asociación por la Paz, teníamos ya 7 u 8 grupos. Más tarde, ya se crea la coordinadora ‘Gesto por la Paz’, que ha sido lo más conocido y lo que más tiempo ha durado.
P. – ¿Cómo reacciona la sociedad a esta iniciativa?
R. – Éramos insignificantes. Ni teníamos la suficiente repercusión ni entrábamos en el debate público. Éramos algo anecdótico. Yo recuerdo más las palmaditas que los gritos. Los gritos vinieron diez años después, en los años 90, cuando empezamos a ser complicados para ellos porque les estábamos quitando parte de su discurso movilizando a muchas más personas. Pero las calles seguían siendo de ellos, el espacio público era de ellos, el discurso era de los violentos y el miedo era terrible.
P. – ¿Tú no tenías miedo?
R. – Tengo la gran suerte de que no soy una persona miedosa. Si tengo una idea en la cabeza, hago todo lo posible por desarrollarla. He vivido momentos muy duros con muchos compañeros y por supuesto que he sentido el miedo, pero siempre he necesitado expresar lo que yo creía que era correcto y bueno para defender la memoria de las víctimas. El legado de mi padre es la inocencia, o sea, la injusticia del asesinato de mi padre. Esto lo he hecho extensivo a otras víctimas, porque no sólo me pasaba a mí. Y luego las circunstancias de la evolución del movimiento cívico contra el terrorismo me llevó a contactar con víctimas. Y me quedé estremecida por la desatención, el ocultamiento, la soledad, y por cómo habían sido tratadas, insultadas y apartadas. Eso me llevó a intentar estar cerca de las víctimas, defender sus derechos. Y este es también parte el germen de COVITE.
P. – ¿Esta reflexión enlaza con tu experiencia como coach?
R. – Yo me formé en coaching porque necesitaba nuevos instrumentos y unas metodologías prácticas para comprender mejor a los adolescentes, para transmitir lo que me interesaba sobre todo, que son los valores de fortaleza, de resistencia, de autocontrol y de autoestima. Saber que somos capaces de lo mejor, también de lo peor, pero que yo creo en la libertad individual de cada uno y sobre todo, dar un sentido a los proyectos de vida. Mi formación en coaching ha sido una formación educativa que me ha servido para lo que llevo haciendo ya desde los años 80, que es contar mi historia, y posibilitar que otras víctimas cuenten la suya y sean atendidas como merecen.
P.- ¿Cómo reaccionan los jóvenes con los que hablas?
R.- Las reacciones son absolutamente maravillosas, y todas las víctimas te dirán algo parecido. Hemos empezado a entrar en las aulas hace muy poquito tiempo y sobre todo de una manera más reglada y más organizada a través del desarrollo curricular. Yo intento transmitirles que esto es difícil, que es un tema que les afecta como ciudadanos españoles, como personas que viven en un país que ha superado muchos problemas y amenazas, que podrían haber derivado en situaciones mucho más y que se tienen que sentir orgullosos de toda la gente que, en las peores circunstancias, se portó de la manera más digna a favor de la democracia española. Para mí es muy importante que sientan que los valores de la Constitución que les ampara se ha conseguido por el sacrificio de muchos. Hay mucho olvido, pero también mucha necesidad de saber, y las experiencias son muy gratificantes porque entienden mejor lo que es enfrentarse a un problema así. Les previene contra la radicalización violenta, no por lo que vayan a desarrollar en primera persona, pero sí porque puedan oír en un mundo tan interconectado opiniones o mensajes de justificación del terrorismo. Porque todavía hay jóvenes, especialmente en el País Vasco y en Navarra, que sigue legitimando el terrorismo.
P. -¿En las aulas del País Vasco entráis?
R. – Uno nunca es profeta en su tierra. Me encantaría, pero no me invitan. Espero no morirme sin ir. Conozco gente que está yendo a Navarra, y en mi caso sería más lógico que fuera en el País Vasco, porque yo soy de San Sebastián. Pero sí, por supuesto, me encantaría tener un debate en un aula con unos pocos, que siempre son unos pocos, que me justificaran a ETA.
P. – ¿Qué relato se está construyendo en el País Vasco?
R. – Mi percepción es que ha triunfado la memoria basada en el conflicto, distorsionando la memoria quienes creemos que ETA no fue la consecuencia de una violencia previa, sino que ellos mismos fueron la causa de todos nuestros males. Y a partir de ahí hay un relato basado en creencias nacionalistas que distorsiona una memoria que pudiera ser compartida por todos. Que estemos en el 2023 todavía con este asunto es bastante lamentable. Pero también es una paradoja, porque en la Ley de Reconocimiento y Protección Integral a las Víctimas del Terrorismo de 2011 es clarísima en su preámbulo, y define una memoria basada en el significado político de las víctimas. Esa es la evidencia que a algunos les molesta, como molestó después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, que marcó una línea divisoria entre demócratas y los que se quedaron fuera. Ha habido una serie de circunstancias políticas, no suficientemente tratadas o neutralizadas, que no se han sabido gestionar para construir frente al poder nacionalista en el País Vasco una memoria compartida.
P. – ¿Qué importancia tuvo Miguel Ángel Blanco en esa guerra por el relato?
R. – Fue un impulso absolutamente lúcido de lo que debíamos hacer después de tanto hartazgo. Fue la extensión de un convencimiento y de una energía que nos llevó por el mejor camino. El mejor camino se define en la política terrorista que se plasma en el Pacto por el Pacto por las Libertades, que une al Partido Popular y al Partido Socialista en ese momento en el que había que aplicar la ley y que lleva a la ilegalización de las marcas políticas de ETA. Un gran triunfo de la democracia. Desde el punto de vista social, el compromiso cívico, Miguel Ángel, se ha convertido en un símbolo de la resistencia y de la democracia. Y por último, la derrota operativa de ETA. Por supuesto, eso ha sido un gran triunfo de la democracia. Lo cual no quiere decir que no haya todavía temas pendientes.
P. – Me interesa el contraste entre Gesto por la paz y Basta ya. La primera tiene una raíz cristiana y conciliadora. Sin embargo, Basta ya era una organización más guerrillera, ¿no?
R. – Yo tengo la suerte de haber estado en todos los movimientos desde el inicio, más o menos, de una manera u otra. Y mi propia evolución puede ser interpretada como parte de la evolución del propio movimiento ciudadano. Gesto por la paz tiene su origen en los escolapios. Y eso tuvo mucho mérito. Llegó a miles de ciudadanos y ha tenido un papel importante a la hora de denunciar las vulneraciones de derechos humanos que cometía el terrorismo. Pero a algunos nos pareció insuficiente lo que estábamos haciendo. Teníamos que dar un paso más. Y el primer momento en el que sentimos esto fue con el asesinato de Gregorio Ordóñez en el 95, en el que matan a un ciudadano, a un ser humano y a un político. Esto ya es una afrenta política. Somos los primeros que vamos a la sede de Batasuna con carteles de Basta ya. Yo estaba al lado de una amiga mía, Amparo, que iba temblando. Y nos recibieron gritándonos «gora ETA». Ese es el inicio de Basta ya. Tenemos que ir contra aquellos que están sirviéndose de la política mientras matan al adversario político. Nosotros debemos sacarles los colores porque estamos desprotegidos. El nacionalismo gobernante ha estado siempre en contra de todas las medidas antiterroristas. No estuvo en el Pacto Antiterrorista, no estuvo en la ley de ilegalización de partidos.
P. – ¿Durante cuanto tiempo has llevado escolta?
R. – Durante diez años. Después del asesinato de Miguel Ángel Blanco, estando ya como portavoz en Basta ya, me llaman y me recomiendan que lleve escolta. Pero claro, en mi caso llovía sobre mojado porque habían matado a mi padre junto a su escolta Antonio. Lo que más recuerdo es a mi madre, que se veía en la misma tesitura después de 18 años, con su hija llevando escolta. Me recomendaron poner un poco de distancia y me vine a Madrid.
P. – Terminamos con la pregunta habitual, ¿a quién te gustaría que invitáramos a Vidas Cruzadas?
R. – Me gustaría proponer a Ana Iribar. Amiga y compañera de instituto en San Sebastián. Es una víctima referente y además puede contaros muchas cosas sobre Gregorio Ordóñez.